La Extraña Hermanita. Barbara Cartland
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—¿Y usted lo quiere mucho?
—Lo adoraba cuando era un niño, desde luego— contestó la anciana sin vacilación—, pero no he visto a Su Señoria en más de ocho años. Cómo es ahora, nadie lo sabe. Tal vez algún día lo averiguaremos.
—¿Puedo visitarla otra vez?— preguntó Arabella—, me gustaría que me contara cómo era el Castillo en otros tiempos. ¿Hacían grandes fiestas? Tal vez pueda decirme cómo era el Marqués de niño. Yo no tuve hermanos. Y siempre quise ser hombre.
—¿Por qué iba a desear tal cosa?— preguntó la señorita con una sonrisa—, pronto será una linda jovencita y los caballeros empezarán a cortejarla.
—No tengo deseos de ser cortejada— contestó Arabella con voz dura—, porque soy mujer, odio a los hombres, ¡sí, los odio! ¡Son bestias, todos y cada uno de ellos!
Habló con vehemencia, sin pensar, y sólo advirtió el efecto de sus palabras cuando vio la expresión asombrada en el rostro de la señorita Matherson.
—Lo siento— añadió con suavidad—, no debí hablar así.
—Yo comprendo— dijo la señorita Matherson con gentileza—. Ahora,
por favor, tome sus libros y corra, señorita. Y vuelva aquí cuantas veces quiera. Siempre será bienvenida en esta habitación.
—Gracias— repuso Arabella sonriendo. Entonces, al llegar a la puerta, la señorita Matherson agregó:
—Tenga cuidado. Le suplico que sea cuidadosa. Noto que usted no es tan pequeña como imaginaba. Aquí sólo estará segura mientras aparente ser muy pequeña y tonta.
—¿Qué quiere decir con eso?— preguntó Arabella.
—jNada que pueda explicarle!
La señorita Matherson cruzó la habitación y casi empujó a Arabella para que saliera. Impulsada por una sensación de peligro, que no lograba comprender, Arabella se echó a correr para llegar a la sección infantil justo a tiempo. Un lacayo llevaba el servicio del té en una enorme bandeja de plata, y otro ponía la mesa, con un fino mantel de lino.
Era obvio que la señorita Harrison llevaba una buena vida. Sólo la nobleza y la gente muy rica podía darse el lujo de tomar té todos los días, ya que era un producto muy caro.
Arabella entró en la habitación y oyó a la señorita Harrison lanzar un tremendo ronquido antes de despertar.
—¡El té!— exclamó—, justo lo que necesito… tengo la garganta seca y áspera como lija!
Beulah estaba despierta, sentada en la cama, con tres gatitos que forcejea* ban en sus brazos. Su cara grande y redonda era inexpresiva, pero sus ojos se veían brillantes, algo inteligentes.
—Con cuidado— dijo Arabella—, los gatitos son pequeños. Y tú eres muy fuerte.
—Gatitos… de Beulah… todos de Beulah…
—Sí, por supuesto que son tuyos— replicó Arabella—, y no debes lastimarlos, porque son pequeñitos.
Se dedicó a vestir a la niña, la peinó y la llevó al salón de clases.
La señorita Harrison ya estaba instalada en la mesa. Llevaba puesto un llamativo vestido de raso rojo y servía el costoso té en porciones considerables dentro la tetera de agua hirviente.
—¿Quieres té?— preguntó a Arabella—. Beulah toma leche.
—Chocolate… chocolate— gritó Beulah.
—Haz sonar la campanilla— ordenó la señorita Harrison a Arabella—. ¡Esos inútiles! ¿Por qué no preguntan a la niña lo que desea antes de salir de aquí?
Arabella vio los pastelillos, galletas y bizcochos que había servidos, pero no tenía hambre. Había almorzado más de lo que acostumbraba.
—Yo ceno a las seis —informó la señorita Harrison con satisfacción, mientras esparcía una gruesa capa de mantequilla sobre un bizcocho, para continuar cubriéndolo con una dorada miel de un pequeño plato de cristal cortado—. Beulah se va a dormir a las cinco y media.
Arabella se alegró cuando llegó la hora de acostar a Beulah que gritaba pidiendo sus gatitos. La institutriz sugirió que también ella podía retirarse a su cuarto.
—Buenas noches, señorita Harrison— dijo con cortesía, haciendo una rápida reverencia.
—Buenas noches, Arabella— contestó la institutriz.
A la joven le resultaba difícil no mirar en la mano regordeta de la mujer, el anillo de su madre. A la luz del sol brillaba revelando los dos corazones entrelazados, uno formado por un rubí y otro por un brillante. Recordó con toda claridad y cercanía, la Navidad en que su padre obsequiara a su madre esa costosa joya.
Con forzada indiferencia dijo como por casualidad:
—¡Qué bonito anillo tiene usted, señorita Harrison!
La institutriz extendió los dedos.
—Sí, en verdad que es bonito — reconoció.
—¿Se lo regaló alguien especial?— preguntó Arabella.
Hubo una leve pausa. Entonces la señprita Harrison retiró la mano con violencia y dijo:
—Vete ya a descansar. Mañana quiero que salgas al jardín a jugar con Beulah.
Ya acostada en su cama, no podía apartar de sus pensamientos a aquella institutriz absurda, bebedora, que no enseñaba nada a su pupila, y que lucía un anillo de su madre. Pero, ¿qué podía hacer? Nadie lograría obtener la confesión de la señorita Harrison sobre el origen del anillo. Si en cambio ella trataba de investigar mediante un tercero que la interrogara, la mujer se enfadaría con ella y la devolvería a su casa.
Arabella recordó que esto significaría regresar con Sir Lawrence, y se estremeció. No era su ira a la que ella temía… ni siquiera al látigo con que la había castigado con frecuencia. Era algo muy diferente… algo que le hizo apretar las manos con fuerza.
Debió haberse quedado dormida, porque despertó con un estremecimiento, al escuchar las campanadas de un reloj dando las cinco de la mañana. Empezaba a amanecer. Sintió un deseo repentino de respirar aire fresco. El polvo de la casa parecía habérsele impregnado en las narices, por eso sentía pesadez en la cabeza.
Bajó de la cama, se lavó con agua fría y se vistió. Se echó un chal sobre
los hombros, para protegerse del frío matinal y bajó. Se daba cuenta de que la servidumbre, al no tener control alguno, ertt perezosa hasta para levantarse, así que no esperaba encontrar a nadie, mientras caminaba como un pequeño fantasma a través de corredores y escaleras.
Cruzó la sección de la cocina, llegó a una puerta lateral que daba al patio, descorrió el cerrojo y salió.
Una profunda sensación de alivio le brindó el