La Extraña Hermanita. Barbara Cartland
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—¡Oh, cielos qué infamia, ¡cómo me duele la cabeza!— exclamó la señorita Harrison.
Cruzó la habitación, abrió un anaquel y sacó una botella. Sirvió una buena cantidad de su contenido y lo bebió de un trago. Antes que el olor del alcohol impregnara la habitación, Arabella había adivinado de qué se trataba.
¡Brandy como desayuno! ¡Esta era, sin duda, una extraña institutriz!
—¡Así está mejor!— exclamó la señorita Harrison satisfecha—, y ahora, queridita, ven a sentarte junto al fuego y háblame de ti.
Su tono era más alegre que el que usara antes. Se sentó en un amplio sillón y extendió la mano hacia Arabella, indicándole el sillón de enfrente. Pero la mirada de Arabella se dirigía a la mano regordeta y blanca en la que brillaba algo. La joven se quedó inmóvil por un momento, sin atinar a decir nada, lo que brillaba en el dedo meñique de la señorita Harrison era sin lugar a dudas, un anillo que había pertenecido a su madre.
CAPÍTULO II
Arabella permaneció sin dormir, acostada en una camita de cuatro postes, con un dosel de volantes. Estaba cansada, pero su mente rondaba obsesivamente los acontencimientos del día; después de cierto tiempo renunció dormir. Se sentía exhausta cuando la señorita Harrison ordenó que acostaran a Beulah, pero permaneció despierta.
—Será mejor que tú también te vayas a acostar, niñita— había sugerido la señorita Harrison. Arabella comprendió que no era tanto por consideración que la enviaban a descansar, sino porque la institutriz programaba divertirse un rato con la doncella principal, la señorita Fellows. Había una botella de brandy, cerrada, sobre la mesa, dos copas de cristal cortado y un paquete de naipes.
Al poco rato de estar en el Castillo, Arabella notó que la señorita Harrison se tomaba las atribuciones de señora de la casa. Los sirvientes corrían a obedecer sus órdenes, y varias elegantes piezas del mobiliario habían sido subidas a la sección infantil.
Después del almuerzo, acostaban a Beulah en su pequeño dormitorio, que daba al salón de clases, frente a una habitación mucho más grande, ocupada por la señorita Harrison. Beulah dormía con la sola compañía de sus gatitos acomodados en una cesta al pie de su cama.
Era evidente que la señorita Harrison buscaba la forma más fácil de cumplir con sus deberes, en lo que a su pupila se refería. Todo estaba permitido, mientras no afectara su propio bienestar.
Arabella comprendió por qué el doctor Simpson deseaba que Beulah tuviera alguien con quien jugar y, si era posible, que la instruyera en algunas costumbres. La señorita Harrison no hacía ninguna de las dos cosas. Jamás hablaba con la niña, como no fuera para decirle que era hora de comer o de acostarse. No parecía preocuparle de modo alguno lo que Beulah hiciera con su tiempo, tampoco se sentía feliz.
La señorita Fellows era una mujer delgada, de aspecto poco amigable, que parecía no tener nada mejor que hacer que sentarse en un sillón, bien cerca de la señorita Harrison, para intercambiar chismes horas enteras.
Pasaban la mayor parte de la mañana en esos menesteres y después del almuerzo, que consistía en una comida muy abundante y bien preparada, servida por dos lacayos, la señorita Harrison se instalaba con toda comodi-
dad en un diván, recostándose sobre mullidos cojines y una manta de piel sobre las piernas. Además de la considerable cantidad de vino bebido en el almuerzo, mantenía junto a ella una botella de brandy sobre una mesita.
Como sabía que la señorita Harrison no estaba interesada en sus actividades, Arabella se retiró, pero en lugar de dirigirse a su dormitorio, bajó la escalera para conocer las habitaciones principales del Castillo. No pudo apreciar la belleza del salón porque los muebles estaban cubiertos con fundas de tela, las persianas sobre los grandes ventanales estaban cerradas, y la habitación olía a polvo y humedad.
Una sala adyacente, más pequeña, le pareció menos interesante por lo que continuó avanzando, hasta que abrió una gran puerta doble quedándose inmóvil, con la boca abierta por la admiración. ¡Había encontrado la biblioteca! Sus muros estaban tapizados de anaqueles llenos de libros, del techo al piso.
Eran libros encuadernados en piel, que con la tenue luz de la habitación formaban un colorido caleidoscopio. Arabella se acercó a las ventanas, entusiasmada, descorrió las cortinas y las propias ventanas, para dejar entrar aire y sol.
¡Libros! ¡Libros! ¡Más libros de los que hubiera imaginado nunca leer! ¡Libros! Además, en el Castillo no habría nadie que como su padrastro le diría: “¡La lectura no es para las mujeres!”
Se percibía con nitidez el olor del cuero viejo de los libros y había polvo por todas partes. Cuando Arabella tocó un libro se propuso que en el futuro los mantendría limpios y les devolvería la belleza que en otros tiempos debieron tener.
El alto techo estaba decorado con pinturas de dioses mitológicos y sobre la chimenea colgaba un enorme espejo con marco dorado, tallado en madera, en el que se reflejaban los libreros. Arabella lanzó un suspiro de profunda felicidad. Allí podría continuar leyendo a los clásicos y aumentando sus conocimientos en muchas otras materias por sí sola.
Por iniciativa de su padre, el vicario del pueblo, hombre erudito y amante del conocimiento, le había dado clases de griego y latín, entre muchas otras materias.
Después de la muerte de su padre y del casamiento de su madre con Sir Lawrence, había interrumpido sus clases por oposición terminante de su padrastro.
Y ahora, inesperadamente, las puertas del conocimiento se abrían pródigas a sus aspiraciones. Sus ojos brillaban de emoción a medida que tomaba un libro tras otro; por fin seleccionó tres de ellos para llevárselos a su habitación.
Cerró las ventanas, corrió las cortinas y salió al vestíbulo. Estaba llegando al pie de la amplia escalera, cuando una joven doncella de mejillas sonrosadas y cofia ladeada, llegó corriendo a ella.
—¡Ah, ahí… ahí… está usted, señorita Arabella!— exclamó sin aliento—, la he buscado por todas partes; creí que se había escondido.
—No, sólo estaba recorriendo el Castillo— explicó Arabella—. ¿Me llama la señorita Harrison?
—No, ella no— contestó la doncella—, la señorita Harrison está dormida y no despertará hasta la hora del té. Es la señorita Matherson quien desea verla.
—¿Quién es la señorita Matherson?— preguntó Arabella.
La joven doncella levantó la vista, como temiendo que alguien escuchara. Bajó la voz y contestó:
—Es difícil explicarle. La señorita Matherson era la doncella personal de la Marquesa, la madre de Su Señoria. Fue ella quien dirigió el Castillo desde un tiempo antes de la muerte de la señora Marquesa, pero… hubo problemas.
—¿Qué problemas?— preguntó Arabella con curiosidad.
—No podría explicarlos… y menos a una niña como usted, pero sé que los hubo.
—Será incómodo para mí— dijo Arabella con gentileza—, convivir en un Castillo y no saber quién