Bajo la piel. Susana Rodríguez Lezaun

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Bajo la piel - Susana Rodríguez Lezaun HarperCollins

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silencio. Dos hombres uniformados, con el distintivo en la chaqueta de una empresa de seguridad, se acercaron a ellos. Sus manos estaban en la misma posición que las de Miguel y Marcela.

      —Han violado una propiedad privada —gritó uno de ellos.

      —Policía —respondió Miguel.

      Lejos de relajarse, los dos hombres se separaron y sacaron sus revólveres.

      —Mierda —masculló Marcela en voz baja—. ¡Agentes de policía de servicio! —gritó—. Bajen las armas y nos identificaremos.

      Los guardias enfundaron lentamente sus pistolas, pero no soltaron la culata en ningún momento.

      Marcela sacó muy despacio la placa que llevaba colgada del cuello y que había quedado cubierta por el abrigo. Poco a poco, Miguel la imitó y ambos mostraron sus credenciales a los desconfiados guardias. Todavía encorvados, en posición de defensa y con todos los músculos del cuerpo tensos, se acercaron a ellos paso a paso, sin dejar de observarlos. Marcela y Miguel mantuvieron en alto sus placas hasta que casi se empañaron con el aliento de los vigilantes. Los dos tipos eran altos, musculosos y relativamente jóvenes. Supuso que la empresa para la que trabajaban había reservado a sus mejores ejemplares para atender la urbanización de lujo, relegando a los más mayores y a las mujeres a los supermercados y al transporte de efectivo. A los ricos hay que servirles bien, pensó Marcela.

      Enfundó al mismo tiempo su arma, su mal genio y su espíritu proletario y se irguió ante los vigilantes, todavía en actitud desafiante.

      —¿Qué hacen aquí? —preguntó uno de ellos.

      —Tenemos una orden —mintió Miguel—. Buscamos a la propietaria de la casa.

      —¿Podemos ver esa orden?

      —No, no pueden —ladró Marcela, encarándose con el que tenía más cerca—. De hecho, lo único que estáis a punto de ver son nuestras esposas en vuestras muñecas como sigáis entorpeciendo la labor policial. Dad media vuelta y salid del jardín inmediatamente. Podéis quedaros en la carretera o marcharos, lo mismo me da, pero no quiero ver vuestra cara a este lado de la verja, ¿queda claro? Y desconectad la alarma antes de iros, no queremos más intromisiones ni que un descerebrado con un revólver nos pegue un tiro, ¿de acuerdo?

      Los guardias se miraron y, sumisos, hicieron lo que les ordenaban. Luego regresaron al coche en el que habían llegado y que seguía atravesado en la calzada.

      —No soporto a los chulos —masculló Marcela cuando estuvieron lo bastante lejos.

      —Les podíamos haber preguntado si han visto movimiento en la casa en los últimos días —se quejó Bonachera—, si había saltado la alarma o si tenían conocimiento de que la casa iba a estar vacía un tiempo…

      —Llamaremos a la central. Anota el nombre de la empresa.

      —No te darán ni la hora.

      —Veremos —zanjó Pieldelobo, que se encaminó hacia la entrada trasera—. Échale un vistazo a la cristalera. Quizá esté abierta.

      Bonachera la miró y asintió. Se acercó al enorme ventanal que daba a un jardín bien cuidado y observó la cerradura. Igual que la principal, la puerta se abría introduciendo un código numérico en un teclado instalado en el dintel.

      —¿Pedimos una orden? —preguntó.

      —Depende de lo que encontremos —respondió ella—. Nadie ha denunciado su desaparición, ¿verdad?

      —No, que yo sepa —confirmó Bonachera—. Lo comprobaré en cuanto lleguemos.

      Golpetearon el cristal con los nudillos y observaron el interior con la nariz pegada al vidrio. No percibieron ningún movimiento. La casa permanecía silenciosa y oscura. Rodearon el edificio, oteando por las ventanas de la planta baja, y luego se alejaron un poco de la fachada para intentar atisbar el primer piso. De nuevo, nada.

      —Aquí no hay nadie —murmuró Bonachera.

      —Vámonos —ordenó Marcela—. Buscaremos a su familia. Padres, hermanos…

      —Amigos, compañeros de trabajo… Conozco el protocolo.

      No vieron por ningún lado a los guardias de seguridad cuando abandonaron la casa. Marcela supuso que habrían seguido con su ronda y cruzó los dedos para que recordaran sus palabras. Una frase lanzada con la suficiente autoridad desde detrás de una placa solía grabarse a fuego en la memoria del destinatario.

      Como de costumbre, el subinspector se colocó tras el volante mientras Pieldelobo se abrochaba el cinturón. Abandonaron el tranquilo camino residencial y se sumaron al tráfico de la autovía.

      —¿Crees que el bebé ha salido de esta casa? —preguntó Bonachera sin apartar la vista de la calzada. Los vehículos zigzagueaban de un carril a otro, adelantando a los más lentos para llegar diez segundos antes adondequiera que fueran.

      —No tengo ni idea. Pide pruebas de ADN del crío y que las comparen con la sangre del accidente. Seguiremos sin saber si la víctima está viva o muerta, o si se ha ido por propia voluntad o se la han llevado, pero al menos tendremos una foto y un nombre.

      —Tenemos un nombre, Victoria García de Eunate —le recordó el subinspector.

      —Sólo sabemos que lleva varios días sin ir a trabajar y que no está en su casa, nada más. Alquiló el coche con su tarjeta, pero se la pudieron robar o pudo haberla perdido. Y no tiene hijos, no lo olvides. Un detalle como ese no pasa desapercibido.

      Apenas había puesto un pie en el edificio de comisaría cuando una voz masculina gritó su nombre.

      —¡Andreu te está buscando! —anunció el agente de guardia desde la garita de recepción. Tenía el teléfono en la mano y lo sacudía hacia el cristal, como si pudiera pasarle la llamada a través del metacrilato reforzado.

      —¿Qué quiere el comisario?

      —No tengo ni idea, pero acaba de llamar.

      —No le digas que estoy aquí, tengo que volver a salir ahora mismo, sólo he venido para hacer algo de papeleo y…

      —Te ha visto, inspectora —le cortó el oficial, acabando de un golpe con cualquier posibilidad de escapatoria—. Estaba en la ventana y te ha visto llegar.

      —Vale —se rindió—, dile que ya subo.

      No es que evitara hablar con el comisario César Andreu porque tuviera una mala relación con él. Mantenían un trato correcto, distante siempre que era posible, cordial cuando el momento así lo exigía, siempre educado, dentro de los límites de cada uno, sin salirse nunca de su papel. Él, el de su máximo superior. Ella, el de la inspectora efectiva que no daba problemas. Casi nunca.

      A pesar de sus desencuentros a lo largo de los años, cuando el nombre de su entonces marido saltó a la palestra en relación con el escándalo financiero que dio con sus huesos en la cárcel, Andreu estuvo siempre al lado de su inspectora, defendiendo su inocencia y exigiendo la carga de la prueba a quienes la acusaban. La amparó sin fisuras, aunque antes tuvo que responder a sus preguntas en un interrogatorio «privado» que se prolongó durante más de seis horas. Sólo cuando estuvo convencido de su inocencia

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