Bajo la piel. Susana Rodríguez Lezaun
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—¡Esto no es un parking! —escuchó a su espalda.
—¡Vete a la mierda! —respondió sin volverse. Levantó el puño con el dedo corazón extendido y lo sacudió sobre su cabeza—. Que te den, gilipollas.
9
Su primer destino cuando salió de la Academia fue una comisaría de barrio en Madrid. La asignaron como agente en prácticas al equipo del oficial Fernando Ribas. A Ribas no le hacía ninguna gracia que cada año le encasquetaran uno o dos pimpollos, como él los llamaba.
—Me paso el día salvándoles el culo y explicándoles lo que tienen que hacer. ¡Madrid es grande! —se quejaba a la menor oportunidad—, ¿no hay más comisarías a las que mandarlos?
La agente en prácticas Marcela Pieldelobo, con el uniforme impecable, los zapatos recién lustrados y todo el equipamiento reglamentario colgando del cinturón, dio un paso al frente.
—Señor —le dijo mirándole a los ojos—, gracias, pero de mi culo me ocupo yo misma.
Ribas la miró con las cejas en mitad de la frente y avanzó hasta situarse a un palmo de su cara.
—En tu vida vuelvas a llamarme «señor».
Se acostaron esa misma noche, después de un par de cervezas y los primeros Jägermeister de su vida. Ella sabía que Fernando estaba casado, como atestiguaba el reluciente anillo que llevaba en el dedo, y estaba segura de que no era la primera novata a la que se tiraba contra la pared de ese hotel que pagó en efectivo, pero le daba igual. Aprendió de su abuelo, un avezado cazador, a respetar su instinto y a seguir las señales. Todo, instinto y señales, habían confluido esa noche en el cuerpo del oficial Ribas. No quería utilizarlo para medrar, ni encoñarlo en su beneficio. Sólo quería estar ahí y ahora, y ahí estaba.
Era incapaz de recordar cuántos polvos habían echado. En el hotel, en el piso que ella compartía con otras dos agentes en prácticas, en el gimnasio al que acudieron juntos un par de veces, en el vestuario de comisaría…
Su historia acabó unos cuatro meses después igual que había empezado. Se fueron alejando el uno del otro de forma natural, sin explicaciones ni lamentos. Sin saber cómo, consiguieron mantener la amistad cuando dejaron de ser amantes. Él pronto la sustituyó por otra, y ella tuvo varios escarceos con algún compañero, pero solían quedar con frecuencia para charlar rodeados de Jäger y cervezas. Y nunca, ni siquiera borrachos como cubas, volvieron a acostarse juntos.
Con Ribas aprendió que las órdenes son susceptibles de interpretación, que hay cosas que es necesario guardarse para uno mismo y que las puertas cerradas pueden dejar de estarlo si se sabe cómo abrirlas. En ese punto, llevaba años formándose en nuevas tecnologías, asistiendo a cursos y congresos sobre ciberdelincuencia y, sobre todo, aprendiendo las técnicas que utilizaban los criminales para burlar a la policía. Muy poca gente estaba al tanto de sus habilidades y conocimientos ni había visto su arsenal de gadgets y aparatos de todo tipo, y prefería que siguiera siendo así.
Aceleró en dirección a Artica. Esquivó a los coches más lentos, repartió bocinazos y a punto estuvo de utilizar la luz estroboscópica para que la dejaran pasar. Seguía rechinando los dientes, pero se obligó a calmarse y a pensar con frialdad.
Tomó el desvío con cuidado y ascendió hasta llegar a la casa. Siguió conduciendo cuesta arriba hasta la siguiente curva. Un poco más adelante encontró un pequeño descampado cubierto de guijarros, alejado de las viviendas y apenas iluminado. Aparcó al fondo, apagó el motor y sacó el móvil del bolsillo. Hundió los auriculares en las orejas y conectó Spotify. Un segundo después, las diáfanas notas del piano de Duke Ellington se apoderaron de su cerebro.
Eran las cinco de la tarde. En una hora comenzaría a oscurecer y podría acercarse a la casa. Se acomodó en el asiento, abrió una rendija de la ventanilla, encendió un cigarrillo y se concentró en la música envuelta en el cálido humo del tabaco.
Una vez más, agradeció el regalo de una típica tarde otoñal, con gruesas nubes grises y un viento desapacible que mantendría a la gente dentro de sus casas. Se subió el cuello de la cazadora y se puso unos guantes de látex antes de salir del coche.
Caminó pegada a la linde del camino, girándose cada pocos metros para comprobar que seguía sola. Y, sobre todo, que no había rastro de los vigilantes de seguridad. Empujó la verja de la casa de Victoria García de Eunate, que seguía abierta, y se coló en el jardín. Los arbustos eran ahora poco más que una sombra gris e informe, y la casa, oscura y silenciosa, había perdido el encanto que proporciona la luz del día.
Se apresuró hacia la parte de atrás y exhaló aliviada cuando el muro la protegió de cualquier mirada. Avanzó hasta su objetivo. El cuadro de control electrónico que custodiaba la casa era un modelo antiguo. Hacía al menos cinco años que la propietaria de la vivienda lo había instalado y al parecer seguía creyendo que era suficiente, ya que no se había molestado en renovarlo. Se fijó en el frontal. Los números cero, dos, cinco y nueve estaban mucho más desgastados que los demás. No le habría costado demasiado franquearla, pero esa pista facilitaba mucho las cosas.
Sacó un pequeño destornillador del bolso y separó con cuidado la tapa de la caja. En el interior parpadeaban varias luces, señal de que la alarma estaba operativa. Conectó el extremo de un cable a su teléfono y el otro en un lateral de la caja electrónica. Abrió una aplicación en el móvil, tecleó los cuatro números que suponía que formaban la contraseña, respiró y pulsó Start. La pantalla brilló con un desfile de números imposible de seguir con la mirada. Uno, dos, tres y cuatro. Quince segundos después, el teléfono emitió un débil pip y las luces de la caja se apagaron. Hecho.
Desconectó y guardó el cable, volvió a atornillar la tapa y empujó la puerta corredera, que se abrió con un murmullo apenas audible.
Se cercioró de que los guardias seguían sin hacer acto de presencia y entró en lo que parecía un estudio o despacho. Deambuló despacio entre aquellos exquisitos objetos. Ni siquiera cuando estaba casada y gozaba de una posición económica desahogada habría podido permitirse muebles como aquellos, por no hablar de los complementos decorativos que animaban y daban vida a la estancia. Sin embargo, no tenía la impresión de encontrarse dentro del anuncio de una revista de decoración. Todo parecía personal, mimado y escogido por algún motivo, que no siempre era la concordancia de colores o texturas.
Aquello era un hogar.
Una mesa de madera lacada en blanco mate; una silla del mismo tono, con un tapizado azul noche; una alfombra de un suave color crema; paredes cubiertas de estanterías llenas de libros; un sofá orejero granate, con la piel desgastada a la altura de la cabeza y en los brazos… y un cesto con juguetes infantiles. Sonajeros, mordedores, pequeños muñecos de trapo aptos para manos diminutas.
En la pared, un óleo de gran tamaño reproducía una escena de la Biblia. El demonio tentando a Jesús. Un Satanás alado, de piel oscura y pelo ensortijado entre el que asomaban dos pequeños cuernos, mostraba al hijo de Dios, vestido con ropa clara y con un nimbo dorado sobre su cabeza, las ventajas de la vida pecadora frente a la promesa de una eternidad celestial. El diablo, completamente desnudo, parecía un escorzo horrendo junto al altivo y esbelto Jesús, que perdía la mirada en la lejanía.
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal.
Sacó el móvil e hizo unas cuantas