Bajo la piel. Susana Rodríguez Lezaun
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—¿Es eso habitual? ¿Puede salir de viaje o trabajar desde otro lugar sin avisar?
—No, en absoluto. Esto es muy irregular. De hecho, su secretaria me ha comentado que estaba a punto de informar al vicepresidente. —Guardó silencio un instante—. ¿Creen que le ha podido ocurrir algo?
—¿Se había ausentado sin avisar en alguna otra ocasión? —continuó Marcela, ignorando su pregunta.
—No, que yo sepa. Ha estado de baja un tiempo. Fue una enfermedad larga, tardó varios meses en reincorporarse al trabajo, pero entonces estaba justificado, no como ahora. La señora García de Eunate es un modelo de responsabilidad, tesón y compromiso con la casa. Estoy empezando a preocuparme…
—¿Sabe si tenía un hijo?
—¿Un hijo? Estaba soltera.
—Bueno, eso nunca ha sido un impedimento para quedarse embarazada… —respondió Marcela.
—Usted no lo entiende. En esta empresa, en esta casa, sólo trabajan personas de bien, decentes, comprometidas con el espíritu de entrega y abnegación del fundador y presidente de la corporación, un ejemplo de dignidad, rectitud, dedicación y espíritu de excelencia.
—¿Están prohibidas las madres solteras? —preguntó, sorprendida.
—No, no es eso —negó el gerente—. Simplemente, a ninguna de nuestras empleadas se le ocurriría hacer semejante… cosa. Son mujeres de bien, rectas, que se hacen valer y respetar dentro y fuera de la empresa. Educadas por buenas familias y en buenos colegios.
—Entiendo —asintió Marcela.
Lozano sonrió.
—Me alegro.
—¿Puede facilitarnos la dirección de la señora García de Eunate? —pidió Miguel.
—No sé si debo… —dudó Lozano.
—No se preocupe —zanjó Marcela—. Ya la conseguiremos. Muchas gracias por su tiempo y su colaboración.
Se levantaron y salieron sin esperar a que el gerente los acompañara a la puerta. No habían dado dos pasos cuando escucharon su voz al teléfono, informando sin duda de su conversación con la policía.
Recuperaron sus paraguas en la entrada y salieron a la desapacible mañana. Los dos agradecieron el aire fresco y la ráfaga de lluvia.
—¿Un café? —propuso Miguel.
—Sí, por favor.
Caminaron a buen paso hasta una pequeña cafetería cercana. La mitad del local era una panadería y pastelería, así que tuvieron que abrirse paso entre quienes esperaban para comprar el pan hasta alcanzar una de las pocas mesas que quedaban libres. El aroma a masa cocida, a pan crujiente, a hojaldre y mantequilla caliente alcanzaba cada rincón del local. En esos casos era una de las pocas veces en las que se alegraba de que la ley antitabaco la hubiera convertido en una proscrita, porque así al menos podía disfrutar del olor de la canela, la vainilla, la nata y, sobre todo, del buen café.
—Uno solo y dos cruasanes —pidió Marcela. Miguel, de pie junto a la mesa, la miró divertido.
—¿No has desayunado?
—Ni he desayunado hoy, ni cené ayer. Pero, sobre todo, necesito algo dulce que me ayude a tragar este sapo.
Bonachera volvió al cabo de un momento con el pedido. Dos cafés y cuatro cruasanes. El sapo era grande y compartido.
—Dignidad, rectitud, dedicación y espíritu de excelencia —recitó Miguel con la boca llena. Pequeñas migas de hojaldre cayeron sobre la mesa.
—Mujeres de bien, rectas…, ¿qué más?
—Que se hacen valer…
—… dentro y fuera de la empresa —concluyeron al unísono.
—Apesta a Opus Dei —musitó Marcela en voz baja.
—Cierto —reconoció Miguel—, y sabes lo que eso significa, ¿no?
—Sí, lo sé.
Marcela agachó la cabeza y se concentró en el segundo cruasán.
Problemas y más problemas, eso era lo que significaba.
8
Victoria García de Eunate vivía en una preciosa casa unifamiliar en Artica, una urbanización de lujo anexa a un pequeño núcleo urbano de edificaciones antiguas y caminos sin apenas asfaltar. Sin embargo, las viviendas de reciente construcción habían revalorizado el terreno hasta convertir esas parcelas inclinadas en la ladera del monte y demasiado cerca de la autovía en un lugar en el que sólo unos pocos podían permitirse el lujo de vivir. Grandes casas rodeadas de un amplio jardín y ocultas tras altas verjas y tupidos setos convivían con otras más sencillas, en las que los alféizares y las ventanas de madera todavía acogían a gatos que dormían la siesta al sol. Balcones con geranios frente a piscinas climatizadas. Estaba claro quién iba a ganar la batalla.
La vivienda que buscaban no era la más grande, ni tampoco la más ostentosa, pero seguramente era una de las más bonitas entre las nuevas construcciones. No sobresalía del entorno, como lo hacían otras, que no habían escatimado en cemento, acero y cristal, sino que los gruesos muros de piedra se habían revestido de madera y pizarra. Incluso las partes metálicas estaban embozadas de modo que parecieran naturales.
Si no hiciera tanto frío, a Marcela le habría encantado caminar descalza por el césped, verde y brillante por la reciente lluvia.
Miguel se detuvo a su lado y observó lo que le rodeaba.
—¿Cuánto crees que cuesta esta casa? —preguntó tras dejar escapar un silbido de admiración.
—Unos setecientos mil euros, acercándose al millón —respondió ella sin dudarlo—. Depende de los metros construidos, el tamaño de la parcela y los extras que tenga, como piscina, frontón, porche… —Se giró y miró a su compañero, que ahora estudiaba la casa con el ceño fruncido—. Vi alguna cuando recibí el dinero por el piso que compartía con Héctor —reconoció.
—¿No encontraste ninguna a tu gusto? A mí me valdría cualquiera.
—Demasiado cerca de la ciudad, buscaba algo un poco más alejado del mundanal ruido. —Marcela se encogió de hombros y echó a andar hacia la casa.
—Zugarramurdi está algo más que «un poco alejado».
—Perfecto para mí.
Sonrió y siguió avanzando.
El acceso de la valla exterior estaba abierto, así que la cruzaron y llegaron hasta la puerta. Llamaron al timbre, dieron un prudente paso atrás y esperaron. La casa permaneció muda. Volvieron a llamar y, cuando se convencieron de que nadie abriría, decidieron rodear la vivienda