Bajo la piel. Susana Rodríguez Lezaun
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—¡Hola! —gritó, más por costumbre que porque pensara que iban a responderle—. Policía Nacional, ¿hay alguien?
Esperó treinta segundos. Nada. Ni el eco de sus palabras.
Revisó en silencio el resto de las estancias de la planta baja. La cocina estaba impecable, aunque un tufo avinagrado le hizo dar un paso atrás cuando abrió el lavavajillas. Colocados boca abajo, tres biberones y sus correspondientes tetinas compartían espacio con varios platos y vasos, una cazuela pequeña y una sartén, además de un buen número de cubiertos. Supuso que la dueña de la casa sólo ponía el lavavajillas una vez al día, que ya era más de lo que lo hacía ella.
Había ropa puesta a secar en el pequeño tendedero desplegado en la galería cubierta anexa a la cocina. Varios peleles infantiles, un par de sábanas diminutas y algunas prendas femeninas. El contenido de la nevera le ofreció una imagen más aproximada de la mujer que estaba buscando. Fruta, verdura, tomates, leche vegetal, yogures desnatados y sin lactosa, agua mineral y un recipiente con pescado que pronto empezaría a oler. Nada de alcohol, ni embutido o productos precocinados. Desde luego, no parecía la nevera de alguien que estuviera planeando un viaje.
Salió a la sala decorada con el mismo mimo que el despacho por el que había entrado. El ventanal daba al jardín delantero, así que se limitó a asomarse con cuidado y a echar un rápido vistazo. No quería que un paseante curioso la descubriera allí. Un par de sofás de piel, un mueble lleno de libros, fotos enmarcadas y una enorme televisión en el hueco central y, en el lugar que antes ocuparía la mesita que ahora estaba en un rincón, una enorme manta de vivos colores cubierta de juguetes.
Regresó sobre sus pasos y se dirigió a la escalinata que partía desde el vestíbulo hacia la planta superior. Entró en un par de dormitorios anodinos, decorados sin la personalidad que había captado abajo, y después accedió a la que a todas luces era la habitación de la propietaria de la casa. De nuevo muebles y tejidos claros, mullidos, cómodos. Armario, tocador, mesitas, alfombras… Todo parecía en orden y en su sitio. Incluida la cuna instalada a un lado de la cama.
Sobre la mesita, un rosario de cuentas negras y cadena de plata.
Se acercó al armario y curioseó en el contenido. Perchas llenas de ropa femenina, jerséis perfectamente doblados, cajones con ropa interior, medias y prendas deportivas y un cajón, solo uno, con una camisa de hombre pulcramente doblada, un par de calzoncillos, unos calcetines negros y un neceser con espuma y cuchilla de afeitar, un cepillo de dientes y un peine.
Dejó todo como estaba y revisó deprisa el resto de la casa. No encontró nada llamativo, excepto una habitación a medio decorar que pronto se convertiría en un cuarto infantil. Paredes azules con cenefas de animales, un enorme cambiador con un montón de pañales, un armario blanco lleno de ropa de abrigo y diminutos trajecitos y peleles, y una ventana sin cortinas con vistas al jardín. Le faltaba poco para convertirse en un sitio fantástico.
Marcela observó el interior del armario. Había varias perchas vacías y la pila de jerséis estaba ladeada. Todo lo demás estaba perfectamente ordenado. Recordó la maleta con ropa infantil del vehículo accidentado. Ropa de bebé, pero no de mujer. La madre se preocupó de que no le faltara nada a su hijo, pero se olvidó de ella misma. Tenía prisa por salir de allí, eso estaba claro, pero ¿dónde estaba ahora?
Regresó a la habitación principal, abrió el cajón que guardaba la ropa masculina y fotografió su contenido. Luego se guardó el teléfono y se dirigió a la salida. Cruzó el ventanal, tecleó la contraseña y conectó la alarma.
Tuvo que encender la linterna del móvil para no meter el pie en una topera de camino al coche. Para su sorpresa, ya no estaba sola en el descampado. Otros tres vehículos habían aparcado allí, lo bastante alejados los unos de los otros como para no estorbarse. Ella era la única que estaba sola. Al parecer, ese remoto rincón se convertía en un picadero al anochecer.
Las siete de la tarde. La velocidad de las ideas en su cerebro amortiguó los retortijones de su estómago vacío, pero no los hizo desaparecer. Salió de la autovía y se desvió hacia una gasolinera. Se detuvo junto a la puerta de la cafetería y entró. La saliva le llenaba la boca. Los escasos parroquianos que ocupaban las mesas apenas la miraron cuando se sentó en una libre con el botín acumulado a su paso por el self service. Dos minibocadillos de jamón con tomate, un pincho de tortilla de patatas, una enorme magdalena rellena de mermelada y una cerveza. Masticó en silencio, con la mirada perdida en las líneas de la bandeja de plástico. No consiguió relajarse hasta que engulló el segundo bocadillo. Entonces distendió los hombros, aflojó las mandíbulas y soltó los abdominales.
Mientras masticaba, recuperó el teléfono del bolsillo y marcó el número de Bonachera, que respondió en el acto.
—¿Dónde estás? —No había preocupación ni reproche en su pregunta. Estaba acostumbrado a que Pieldelobo desapareciera sin dar explicaciones. Era especialista en escaquearse del trabajo de oficina.
—La dueña de la casa tiene un hijo, un bebé —respondió Marcela, directa al grano—. Entonces, ¿por qué el gerente de la empresa negó saber nada al respecto? Un embarazo y un parto no es algo que se pueda disimular. Y no vive escondida en una cueva…
—¿Cómo lo sabes? —intervino Bonachera.
Marcela se calló un instante.
—Confidencial —replicó poco después.
—Ya, confidencial, claro. El día menos pensado…
Ella interrumpió sus advertencias. Le aburría escuchar siempre lo mismo.
—Y ese bebé tendrá un padre.
—Salvo que el espíritu santo se pasara por allí —bromeó Bonachera.
—Había un rosario en la mesita de noche y varios crucifijos y cuadros religiosos en las paredes, así que no descarto esa posibilidad.
Mierda.
—¿¡Has entrado!? —exclamó Miguel.
Ella optó por continuar como si no hubiera metido la pata hasta el fondo.
—Hay que encontrar al padre de la criatura. Es una pieza clave para entender lo que pasa aquí. ¿Cómo van las órdenes?
—Se las subí a Andreu, como me pediste. De momento no ha respondido.
Marcela cabeceó.
—Nos vemos mañana. Es tarde y estoy cansada. Vete a casa, Bonachera.
—Estoy de camino. Hasta mañana.
Recogió la bandeja y salió a la calle. Hacía frío. El otoño era poco más que una bonita palabra en aquellas tierras, igual que en las que la vieron nacer. Otoño, del latín autumnus, que a su vez viene del etrusco auto, que anuncia un cambio. Le gustaban las palabras y su procedencia, pensar en la primera vez que se utilizaron y cómo habían cambiado hasta salir de su boca. Solía jugar con su madre a deshacer palabras complejas, analizaban su origen y luego buscaban su significado en la enorme enciclopedia de tapas de piel que ocupaba buena parte de la librería del salón.
Mierda. Se sentó en el coche, aferró el volante con las dos manos y miró al frente, hacia la negrura de la noche, apenas rota por la luz de las farolas que absorbía el asfalto. Los recuerdos la azotaban sin piedad, imágenes que un día fueron agradables