Bajo la piel. Susana Rodríguez Lezaun

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Bajo la piel - Susana Rodríguez Lezaun HarperCollins

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      Café caliente, una ducha rápida, un beso en el portal, un adiós acelerado y el repaso mental de las tareas pendientes mientras corría hacia la comisaría. Admiraba y envidiaba la mente tranquila y ordenada de Damen, pero, por mucho que se esforzaba, el caos recuperaba su trono un minuto después de haberlo perdido.

      El subinspector Bonachera la esperaba sentado en su despacho, repasando el escueto contenido de una carpeta amarilla.

      —¿Novedades? —saludó Marcela.

      Miguel se volvió hacia ella y sonrió.

      —Buenos días, inspectora. Nada nuevo bajo el sol.

      —Algo bueno tiene que pasar para que sonrías como un idiota a estas horas de la mañana.

      —Nada relacionado con el trabajo, por desgracia. El jefe no ha firmado nuestros requerimientos. Sobre la orden de búsqueda y el despliegue operativo, afirma que, si nadie ha denunciado una desaparición, no tenemos nada que buscar.

      —Ese tío es imbécil… —masculló en voz baja.

      —Así que te puedes imaginar —continuó Bonachera— que también se ha negado al registro del domicilio y del despacho.

      Pieldelobo abrió y cerró los cajones con fuerza. La furia le había hecho olvidar qué estaba buscando.

      —Dime al menos que Domínguez ha mandado algo.

      Bonachera negó con la cabeza.

      —Me temo que la Reinona se está riendo de nosotros. No tenemos nada, ni preliminar ni definitivo. Y no te molestes en ir a buscarlo. Tenía que testificar en Zaragoza y se ha marchado esta mañana hecho un pincel.

      —¡Las pruebas son inequívocas! —exclamó Marcela.

      —Los indicios son inequívocos —la corrigió Miguel—. El jefe no va a dar su brazo a torcer. Seguiremos los cauces habituales y esperaremos a ver si pasa algo. Y si en un par de días no hemos dado con nada nuevo, carpetazo y a otra cosa, ya lo verás.

      —Esa mujer alquiló un coche, cogió a su hijo y huyó de su propia casa. Nadie conocía la existencia de ese bebé, al menos no oficialmente, pero me juego la placa a que la fecha de su baja por enfermedad coincide con los últimos meses de embarazo y el parto.

      —¿Y el padre?

      —En la casa había ropa de hombre.

      De pronto, una luz se abrió paso entre la anarquía de su mente. Rebuscó en la mochila hasta encontrar su móvil y abrió la galería de fotos. Pasó despacio las que había hecho en casa de Victoria García de Eunate. Los muebles, los cuadros, las habitaciones, el baño, los cajones… La camisa masculina con unas iniciales bordadas. Dejó el teléfono y tecleó rápidamente en su ordenador. Encontró la página que buscaba, navegó despacio por su directorio y bufó cuando confirmó lo que su intuición le apuntaba. Luego volvió a coger el móvil y amplió la foto para disipar cualquier duda.

      —Qué cabrón —musitó para sí.

      —¿De quién hablas?

      Bonachera se acercó a ella y miró la foto por encima de su hombro.

      P. A. S.

      Bordado en brillante hilo azul sobre el bolsillo de una camisa italiana de algodón.

      —Qué cabrón —repitió Marcela.

      —Al menos —añadió el subinspector— el comisario ha autorizado el análisis del ADN del bebé y la comparativa con el de la sangre encontrada en el coche siniestrado.

      —Él es el padre —masculló.

      —¿Quién?

      —P. A. S. —recitó Pieldelobo como un mantra—. Pablo Aguirre Sala. El presidente de AS Corporación y conocidísimo mecenas. Le pisa los talones a Amancio Ortega.

      —Te veo muy segura…

      Marcela giró el teléfono que tenía en la mano y le puso la foto a un palmo de su nariz.

      —Yo no he visto esta foto —dijo Miguel muy serio—, y negaré que estuviera en tu teléfono. Deberías borrarla ahora mismo si sabes lo que te conviene.

      —Es él —insistió ella, sorda a las recomendaciones de su compañero.

      —Es posible. O quizá no. Una camisa en su casa no lo convierte en el padre de la criatura.

      —Una camisa y un cepillo de dientes.

      —Aun así, no tienes nada. Esa mujer podría ser una loca obsesionada con su jefe que se dedica a recopilar trofeos que robaba vete tú a saber dónde.

      —Búscame información sobre ese hombre —ordenó.

      —Marcela…

      —Ahora. O mejor déjalo, puedo hacerlo yo misma.

      —Lo haré yo —cedió por fin—. Buscaré en las redes sociales y en las webs corporativas. No podemos utilizar las bases de datos oficiales.

      —De acuerdo, gracias. Y dime algo también sobre la familia de la desaparecida. Quiénes son y dónde viven.

      El móvil comenzó a vibrar en su mano. Un número de teléfono se impuso a la imagen de la ropa en el cajón. Sin dudarlo, Marcela pulsó el botón rojo y cortó la comunicación.

      —¿Un novio pesado? —bromeó Bonachera.

      —Peor —respondió ella sin más—. Salgo a desayunar, necesito algo sólido para poder pensar.

      —La comida templa el carácter. Que aproveche. Espero tener algo cuando vuelvas.

      Un viento gélido, heraldo del invierno cercano, arañaba las copas de los árboles para arrancarles las últimas hojas que todavía quedaban prendidas de sus ramas. Marcela se subió el cuello de la chaqueta, demasiado fina para ese tiempo, y escondió las manos en los bolsillos.

      Había conseguido salir de la comisaría sin llamar la atención. No tenía ningún plan más allá de entrar en un bar en el que no la conociera nadie, ponerse los auriculares para alejar a cualquiera que tuviera intención de darle conversación y comer y beber hasta que la rabia que le hervía en el estómago dejara de borbotear. Sabía que serviría de poco, que en unas horas la furia regresaría, pero por algún sitio había que empezar. Odiaba la política, la falsedad y los matrimonios de conveniencia entre personas, partidos e instituciones.

      Yo te rasco y tú me rascas. Qué asco.

      Aflojó la mandíbula. Tenía que dejar de apretar los dientes o se partiría una muela. El comisario no valía una visita al dentista. Ni los jefazos de todas las empresas y conglomerados. No podía tolerar que personas por completo ajenas a la policía interfirieran en una investigación. Y lo estaban haciendo. Su obligación era, entonces, sortear los obstáculos y llegar a la meta. Necesitaba saber qué había ocurrido en aquel accidente, dónde estaba el conductor, o la conductora, y por qué una madre

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