Utopías inglesas del siglo XVIII. Lucas Margarit

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Utopías inglesas del siglo XVIII - Lucas Margarit Colección Mundos

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naturaleza de las cosas, sino simplemente a la ignorancia y a los prejuicios, entonces el mejoramiento de su situación y finalmente la obtención de la felicidad, serían solo cuestión de iluminar la ignorancia y eliminar los errores, de acrecentar el saber y difundir la luz. (Bury: 2009, 136).

      La confianza en la razón humana como motor del cambio y de la creación de condiciones adecuadas para el mejoramiento de la vida comunitaria responde a un carácter secularizado de las posibilidades de emancipación y transformación e infunde un optimismo en las potencialidades de los individuos para mejorar lo dado e incluso pensar que “el hombre es perfectible, es decir, capaz de un progreso indefinido” (Bury, 2009: 170). Es en este sentido que es válido considerar la afirmación de Raymond Williams, cuando –al analizar las alianzas post-baconianas entre saber y poder– resalta la necesidad de seguir pensando que, ahí donde la ciencia insinúa su presencia en las imaginaciones utópicas, “la tecnología es la civilización, y el mejoramiento de las costumbres y de las relaciones sociales se basan firmemente en ella” (1994: 115). Esta certeza de contar con los medios suficientes para modificar un statu quo, satisfacer las necesidades y alcanzar el bienestar de la población convive estrechamente con ese otro factor que –como hemos visto– Claeys coloca en sus antípodas: la pobreza y los diferentes desórdenes sociales. Resulta paradigmático, en algunos aspectos, que la influencia de un espíritu religioso y puritano sea solidaria con la consideración de la conformación de sociedades donde el progreso está ausente en relación a los términos y avances científicos del período que estamos tratando. Sin embargo, estas posiciones, en apariencia más conservadoras o arcádicas, se hacen eco de los presupuestos de la filosofía antropológica dieciochesca que ilumina la tensión entre naturaleza y sociedad. Siempre según Williams, es necesario en este punto considerar que “la tecnología no necesita ser solo una maravillosa nueva fuente de energía o algún recurso industrial de ese tipo sino que también puede ser un nuevo conjunto de leyes, nuevas relaciones abstractas de propiedad, en realidad y más precisamente: una nueva maquinaria social” (1994: 117).

      Por otra parte, la antinomia sugerida entre la vida considerada civilizada y la vida natural no es nueva. Siguiendo los orígenes del mito del buen salvaje los cuales se sitúan en la España del Siglo XV en relación con la llegada del hombre europeo a América, el siglo XVIII va a reelaborar esta noción a través –sobre todo– de los estudios de Nicolás Gueudeville (1652-1721) y de Jean Jacques Rousseau (1712-1778) para conformar una perspectiva inédita en el pensamiento francés revolucionario del Siglo XVIII. Es, justamente, en este siglo que surgen con otros intereses trabajos acerca de lo que se ha denominado “buen salvaje” que desde una perspectiva eurocéntrica intentan estipular la dicotomía bueno/malo en relación a una condición innata –o no– del hombre. Quien se destaca en la consideración de este tópico es Rousseau quien afirma en su Discours sur lorigine et les fondements de linégalité parmi les hommes, de 1755, que la humanidad era esencialmente buena, lo que llevaba a considerar al “salvaje” como inmerso en un estado primigenio, original e incorrupto de la bondad humana tanto en el ámbito particular como en el de sus relaciones sociales. Según analiza Rousseau en su trabajo, el hombre en ese estado salvaje era feliz porque no había llegado aún a sufrir las consecuencias, las tensiones, los conflictos y las temibles desigualdades que existían en lo que se denomina “la sociedad civilizada”. El filósofo imaginó al hombre natural como “instintivo, desarticulado y sin propiedad, y lo contrastó con la sociedad competitiva y egoísta de sus días. La cuestión de la propiedad ostenta una larga historia” (2012, 100), afirma Williams, que al hacerlo nos obliga a pensar el temprano anudamiento, rector en la obra moriana, entre pensamiento utópico y consideración de la propiedad, en lo que al éxito de la sociedad proyectada se refiere.

      Como contrapartida de la idea de progreso, vemos también una búsqueda de una Edad de Oro que se ha perdido (como una reformulación de las primeras utopías) por la corrupción política y por el vicio y el escepticismo religioso. Incluso, podríamos agregar que el progreso como tal, alejaría al hombre del mundo natural, conflicto que también será abordado por algunos de los textos utópicos de este período. Es factible notar, entonces, que esta nueva faceta axiológica de la dicotomía bueno/malo se conjuga con diferentes visiones de las posibilidades del ser humano como agente del cambio, las que se dirimen entre las promesas liberadoras del discurso científico y una apuesta filosófica en la que las transformaciones civilizadas y civilizatorias de la ciencia participarían del alejamiento de la especie humana de su condición natural y esencial. Es este un aspecto nuclear que motiva obras que, más adelante, serán caracterizadas como distópicas, en las que los modelos organizativos que exaltan la utilización sistemática de la tecnología resultan en el fracaso de la consecución de la armonía comunitaria.

      En un registro más formal, las ambigüedades manifiestas en los relatos utópicos en relación con la búsqueda de la felicidad y su posible concreción hallan aliados en el afianzamiento y en la expansión de un género característico de este siglo, la sátira, que demostrará ser un soporte exitoso para vehiculizar las visiones escépticas implícitas del utopismo. El ejemplo más evidente y más reconocido en el ámbito de la novela es Gulliver’s Travels de Jonathan Swift (1667-1745). El otro, podría considerarse Robinson Crusoe de Daniel Defoe (1660-1731), ya que esta obra puede ser leída –como efectivamente se ha hecho– a la manera de una “utopía individual” donde el aspecto social queda desplazado hacia una forma más contundente del self-made-man que, por otra parte, extrema las energías de apropiación y desarrollo del sujeto imperial, en los que se impone el debate sobre la propiedad al que aludíamos anteriormente. En ambos casos podríamos considerar estos textos ficcionales como un comentario crítico acerca del género que nos ocupa aquí. En el caso de Swift se manifiesta la imposibilidad de constituir (y descubrir) un territorio sin conflictos a la vez que los otros territorios se proponen como un espejo que refleja y distorsiona a la sociedad inglesa del momento, evidenciando la incapacidad del ser humano de llegar a esa armonía anhelada. En Defoe, la total ausencia del aspecto social que enmarca la aventura determina que la supervivencia del ser humano no estaría determinada por el ámbito en el que se desarrolla, sino en la voluntad individual de poder modificar la naturaleza según sus propios intereses y necesidades. No podemos, por otra parte, dejar de considerar que muchas de estas obras fueron concebidas como críticas ficcionales a la primera generación de textos que se enlistarían en el así denominado “utopismo primitivo”, cuyas marcas preponderantes serían un escapismo en una “idea de vida primitiva, acorde con la naturaleza” (Beauchamp, 1981).

      En un terreno que se presenta siempre complejo de las relaciones entre las comunidades humanas y la naturaleza, es indudable que se abre un debate constantemente renovado entre quienes se aferran a un primitivismo ideal como reverso de un cambio que se juzga contrario y pernicioso para un desarrollo armónico de la especie (y del que la tecnología es una herramienta nefasta), y un espíritu reformista amparado en el soporte y las transformaciones tecnológicas. Pensemos, además, que el “estado de naturaleza [puede] ser, en tanto idea, reaccionario y opuesto al cambio o bien, por el contrario, reformista: una noción que se enfrentaba a lo que era percibido como decadente”, aunque los utilitaristas la reemplazaron por “los novedosos conceptos de mecanismo y mercado […] como regulador natural, un vestigio (no se trata necesariamente de una distorsión) de las más abstractas ideas de armonía social, dentro de la cual el interés individual y el bien común coincidirían idealmente” (Williams: 2012: 103-4). Evidentemente, el progreso representaba para la época y para algunas instancias sociales un avance en las comodidades y en la producción de bienes, si bien esto no implica necesariamente una expansión de estos beneficios a todos los ámbitos de la sociedad. En efecto, el hombre salvaje, definido como más cercano al ámbito natural parecerá ser representante de una especie de arcadia autosuficiente donde la misma Naturaleza es la que proporciona todo lo necesario para la constitución de la vida en sociedad, anulando al mismo tiempo cualquier deseo de movilidad y transformación.

      Puntualmente, en Inglaterra, hay que destacar –de manera concomitante– la presencia de un componente político central en la conformación de la sociedad y del poder gobernante, el del Commonwealth

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