Los besos del millonario. Kat Cantrell
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Sí, una pena. Logan asintió con la cabeza para darle las gracias. Tiró la taza a la papelera y se cruzó de brazos. Sentía un vacío en el pecho, que no había llenado ser el dueño de un equipo de béisbol.
Cada vez le resultaba más difícil convencerse de que sus días de gloria no habían pasado.
Ganar partidos, vender entradas, la promoción comercial… Eso era lo que le llenaría el vacío. Y cuando fuera el ganador de Ejecución, los medios de información deportiva tendrían algo más que hacer que arrastrar su nombre por el barro.
La asistente pidió a otras personas que se sentaran alrededor de la mesa de reuniones. Un fotógrafo asomó la cabeza por la falsa ventana que había detrás de la mesa. Los miembros del equipo iban de un lado a otro con las cámaras, en tanto que los técnicos ya estaban sentados en la sala de control con los auriculares puestos.
El presentador del programa presidía la mesa, con las manos entrelazadas frente a él, el cabello perfectamente peinado y una falsa sonrisa televisiva.
–¡Vamos a hacer un buen programa! –la asistente desapareció y el tipo bien peinado inició su discurso.
–Hola a todos. Soy Rob Moore, el presentador de Ejecución, donde equipos formados por dos ejecutivos compiten para resolver un problema que demuestre su capacidad de dirigir un negocio. Los ganadores obtendrán cien mil dólares, que tendrán que utilizar con fines solidarios. ¿Los perdedores? Serán ejecutados.
Logan puso los ojos en blanco cuando el presentador fingió cortar en trocitos la mesa, un movimiento marca de la casa. Era cutre.
Se produjo un leve alboroto y todos miraron a una mujer de cabello oscuro que entró en el plató, con la asistente pisándole los talones.
Logan se olvidó inmediatamente del presentador y de la falsa sala de reuniones para contemplar el verdadero espectáculo: la mujer que había entrado.
Andaba deprisa y con determinación. Cuanto más se acercaba, más interesante le parecía. Llevaba una ancha mecha rosa en el lado izquierdo del cabello. El derecho estaba cortado al cero. El corte asimétrico descentró inmediatamente a Logan. O tal vez fuera el espeso y negro maquillaje de sus ojos, estilo Cleopatra, que era muy sexy.
La atención de todos los presentes se hallaba donde la mujer quería: en ella. Era evidente que una mujer que llevaba un ajustado traje de chaqueta de un sorprendente color rosa, con el escote lo suficientemente bajo para que le asomaran los senos, esperaba llamar la atención.
–Siento llegar tarde –dijo al presentador.
Su voz ronca vibró en el interior de Logan como ninguna otra lo había hecho hacía tiempo, desde sus días de lanzador, cuando tenía seguidoras a patadas, de lo que se había aprovechado menos de lo que habría podido.
La mujer de rosa lo tenía todo… y mucho más, pero no era para él.
Logan huía de esas mujeres como de la peste, ya que solían sorprenderlo para mal. Le gustaban las mujeres sencillas, no afectadas y sinceras, una versión más joven de la mejor mujer que conocía: su madre.
Eso no implicaba que no le gustara una mujer preciosa con una voz sexy.
La mujer imitó a Logan y decidió quedarse de pie, a pesar de las sillas libres que había alrededor de la mesa y de los tacones de aguja que llevaba, que no debían de ser cómodos.
–He intentado decirle que ya habíamos empezado a grabar –dijo la asistente a Rob Moore en voz baja, pero que se escuchó en todo el plató–. De todos modos, ha entrado.
–No pasa nada –dijo el presentador con una sonrisa astuta. Miró alternativamente a Logan y a la mujer de rosa, situada a su lado–. Me gusta. Está muy bien. La chica mala y el chico americano por los cuatro costados. A los telespectadores les va a encantar.
–¿Qué les va a encantar? –Logan se miró la camiseta de los Mustangs y los vaqueros y después miró a la mujer. Y entendió el comentario de Moore–. ¿Quiere que seamos compañeros de equipo? Pues me parece que no va a ser así.
Era imposible. Pero Moore ya había pasado a la siguiente pareja, y los dos miembros parecían aliviados por quien les había tocado en suerte.
A Logan se le encogió el estómago. La mujer de rosa había cruzado los brazos por debajo de sus espectaculares senos, empujándolos hacia arriba, por lo que se le marcaban más que antes. Él apartó la vista mientras ella comenzaba a dar golpecitos en el suelo con uno de los tacones.
–¿Qué tiene de malo ser mi compañero de juego? –su agitación hizo que elevara un poco la voz–. ¿Cree que no se me dan bien los negocios por el pirsin de la lengua? Eso es una estupidez.
¿Un pirsin en la lengua? Automáticamente, Logan se imaginó con exactitud las habilidades que tendría una mujer con la lengua atravesada por una barra de acero. Y todas se centraban en estar desnudos, con la boca de ella en su carne, dándole placer.
Apartar esos pensamientos de la cabeza le costó mucho. Por eso le gustaban las mujeres no pretenciosas, no sexys, no… lo que fuera.
–Ni siquiera me había fijado –dijo él con sinceridad e intentó dejar de hacerlo–. Mi oposición no tiene nada que ver con usted.
Eso era claramente falso. Tenía que ver con el hecho de que ella tenía la palabra «distracción» impresa por todas partes. Era indudable que debía conseguir otro compañero de equipo.
Ella se echó a reír, a saber por qué, y su risa hizo mucho más que vibrar en el interior de Logan.
–Mire a su alrededor. Ya están todos emparejados. ¿Podemos seguir con el programa?
Logan miró el dedo de su nueva compañera, que ella le había apoyado en el pecho. Después la miró a los ojos. Eran de un azul frío, que parecía único, probablemente a causa del maquillaje.
–Yo estoy en el programa –trató de eliminar la excitación que le había causado el dedo–. ¿Y usted? Yo no he llegado tarde.
–Las cinco de la mañana es una hora intempestiva y solo he llegado quince minutos tarde. No puede reprochármelo.
Claro que podía. Él había sido puntual, al igual que los demás. Pero, como parecía que el resto de los equipos ya estaba formado, suspiró.
–Muy bien. La perdono. ¿En qué empresa ha dicho que trabaja?
–No lo he dicho. ¿Cómo ha dicho que se llama?
A él no se le escapó la burla. Había perdido los buenos modales con ella. Su madre se lo recriminaría, porque no lo había educado así.
–Logan McLaughlin. Soy el dueño y director general de los Dallas Mustangs.
–Ya veo que se dedica al campo del deporte. Que no vaya mejor vestido me ha despistado –le miró la camiseta y le tendió la mano para estrechársela mecánicamente.
Sin embargo, cuando su palma se deslizó por la de él, a Logan le subió