Los besos del millonario. Kat Cantrell
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Las cámaras seguían rodando y tomaban una vista panorámica de los perdedores y el presentador, que se despedía de ellos con los comentarios marca de la casa.
–Encended la silla eléctrica, chicos –gritó–. Hay que llevar a cabo algunas ejecuciones.
Esa era la parte más cutre del programa, que ella esperaba haberse evitado. Tenía una idea sobre cómo hacerlo y, al mismo tiempo, que la enfocaran las cámaras.
Echó la silla hacia atrás con un ruido agudo, se levantó, se dirigió al lugar en que estaba su compañero y le clavó el dedo en el pecho con más fuerza de la que pretendía. Pero ya tenía la atención del cámara, que era lo único importante.
–Es culpa suya, McLaughlin. Habríamos ganado de no ser por usted.
Él entrecerró los ojos y le quitó el dedo de su pecho
–¿De qué habla? El barco empezó a hundirse en cuanto nos emparejaron. Chica mala conoce a chico americano por los cuatro costados. ¡Por favor! Deberían habernos llamado tren lanzado a descarrilar. A ella le pareció una forma tan perfecta de describir el día que estuvo a punto de echarse a reír, pero se contuvo. Admiraría su ingenio más tarde, con una copa de vino para celebrar que no volvería a verlo.
–¿Sabes lo que te pasa? Espero que no te importe que te tutee.
–Seguro que vas a decírmelo –dijo él cruzándose de brazos, en una pose a la que ella había tratado de no prestar atención durante todo el día, sin conseguirlo. Cuando él lo hacía, los bíceps se le marcaban bajo la camiseta y pedían a gritos que los tocaran. Ella quería hacerlo, solo una vez. ¿Era mucho pedir?
–Alguien debe hacerlo. Si no, seguirás yendo con el libro de reglas metido en el… trasero –se corrigió ella, no fuera a ser que los productores cortaran toda la conversación debido a su sucia boca–. Hay reglas que uno debe incumplir. Por eso hemos perdido. Si quieres comportarte como un santo, hazlo cuando estés solo.
Él se enfureció.
–¿Me estás llamando santurrón?
–El que se pica, ajos come –afirmó ella con dulzura–. Y ese ni siquiera es el peor de tus problemas.
Él la miró con ojos que despedían fuego. Ella estuvo a punto de callarse, porque estaba muy enfadado y, aunque quería que las cámaras los grabara, se sentía muy mal por estar metiéndose con él. Pero el enfado hizo que él perdiera todos los filtros y que centrara toda su atención exclusivamente en ella.
–Vamos a oírlo. Por favor, ilumíname.
–Te atraigo y no lo soportas.
Eso era como el refrán: «Dijo la sartén al cazo, apártate, que me tiznas». Aunque ella no iba a reconocerlo y mucho menos en voz alta.
–Perdona, ¿cómo dices?
–Ya me has oído.
Le volvió a presionar el pecho con el dedo. Era duro, delicioso, y resultaba muy excitante lo inamovible que era él. Logan era sólido, un hombre que no se arredraría ante problemas inesperados. A veces, una mujer necesitaba un hombro fuerte en que apoyarse. Él tenía dos.
–Te he oído –dijo él y levantó la mano para, supuso ella, apartarle el dedo, pero la aplastó contra su pecho, agarrándolo–. Es lo más disparatado que has dicho, de momento.
El cámara estaba grabando la discusión en primer plano. Ella lo miró de reojo y estuvo a punto de sonreír.
Esa publicidad no tenía precio. Al día siguiente, a aquella hora, y con su ayuda, el clip se haría viral: Dos ejecutivos se enfrentan en el plató de un programa de telerrealidad. Los espectadores verían a una mujer fuerte que no le pasaba ni una a su compañero. Con tal de que escribieran Fyra correctamente, la publicidad positiva contrarrestaría la negativa.
–Pues prepárate para más disparates porque no solo te atraigo, sino que no dejas de pensar en cómo sería besarme. Reconoce que el pirsin de la lengua te despierta la curiosidad.
–Por supuesto –masculló él.
¿Ah, sí? Fascinada, lo miró y, en efecto, la expresión de su rostro denotaba más agitación. Logan McLaughlin nunca había besado a una mujer con un pirsin en la lengua. Y quería hacerlo.
El deseo y la excitación fluyeron entre ellos. El corazón de él latía aceleradamente bajo la mano de ella, lo que reflejaba perfectamente lo que le sucedía al suyo.
–Cualquier hombre con sangre en las venas sentiría curiosidad –murmuró él–. Solo hay un motivo para tener la lengua atravesada por una barra de metal: complacer a un hombre.
Cerró los ojos durante unos segundos y al volver a abrirlos había un brillo perverso en ellos que hizo que a ella se le desbocara el pulso. Atrapada por su mirada llena de deseo, ella se inclinó hacia él y cerró el puño agarrándole la camisa.
–Solo hay un modo de averiguarlo…
La boca de él se unió a la suya antes de que se diera cuenta de que se había movido. Y todo pensamiento racional despareció de su mente mientras Logan la besaba. El plató se evaporó, al igual que los fascinados espectadores, cuando él la estrechó en sus brazos.
Justamente donde ella quería estar.
Logan McLaughlin era perfecto bajo sus manos, porque, en efecto, todo en él era duro. Su espalda podría calificarse de obra de arte, definida por cimas y valles que ella no había notado en ningún otro hombre. Era increíble descubrir algo nuevo en un cuerpo masculino.
Quería más. Y lo tomó.
Ladeó la cabeza para besarlo con mayor profundidad y él contraatacó inmediatamente, lanzando la lengua al encuentro de la suya, lo que aumentó el deseo que corría por las venas de ella. Su boca. Qué cosas le estaba haciendo. Qué cosas podría hacerle.
De repente, sus labios desaparecieron y ella se inclinó hacia delante, en un intento desesperado por recuperarlos. Él, en cambio, le rozó la oreja con ellos.
–¿Qué tal lo he hecho? –murmuró–. ¿Se ha aproximado a lo que buscabas?
Trinity rio porque, ¿qué otra cosa podía hacer?
–Sí, ha sido perfecto.
Él le había seguido el juego todo el tiempo, por supuesto. ¿Qué se creía ella?, ¿que a un hombre que era la encarnación del compromiso y del sueño americano iba a interesarle una mujer como ella, que había convertido su independencia en un escudo? ¿Que a él le había gustado el beso tanto como a ella?
Que fueran pareja nunca tendría sentido, a no ser que se tratara de un engaño.
Aquel era un sitio estupendo para despedirse.
Sin embargo, por algún motivo, a Trinity le resultó muy difícil apartar las manos del cuerpo de su compañero.
Capítulo Dos