Los besos del millonario. Kat Cantrell

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Los besos del millonario - Kat Cantrell Miniserie Deseo

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style="font-size:15px;">      Logan McLaughlin era un nombre que ya debería haber olvidado. Pero, sin saber por qué, continuaba dándole vueltas en la cabeza y excitándola, cuando no debería excitarse al pensar en un hombre áspero, de caderas estrechas y amante del aire libre, que no era su tipo.

      Suspiró.

      –No, hazla pasar.

      Lara Gianni entró en el despacho y agarró a Trinity por los hombros para besarla en ambas mejillas, al estilo italiano.

      –Eres una mujer brillante. Logan McLaughlin es magnífico.

      –Apártate, que yo lo vi primero –dijo Trinity en tono seco–. ¿Por qué es magnífico? Dime que lo es porque tienes buenas noticias.

      Lara rio.

      –Las mejores. El vídeo se ha compartido medio millón de veces y la respuesta ha sido increíble. A la gente le encanta veros juntos. Los comentarios no tienen precio. El amor en un programa de televisión es mercadotecnia brillante.

      –Un momento ¿El amor en un programa de televisión? Era un concurso de emprendedores –la expresión de Lara le provocó un mal presentimiento–. El público debía ver el nombre de Fyra y tener una respuesta positiva. Esa fue la idea que nos vendiste.

      –Eso fue antes de que tú tomaras una dirección totalmente opuesta, que me encanta. Eres brillante.

      Sí, eso le había quedado claro. Lo que no lo estaba era de qué hablaba Lara.

      –No tomé una dirección opuesta. Perdimos el concurso y debía hacer algo, así que besé a mi compañero, y ahora Fyra está en todas las redes sociales.

      –No, vosotros sois lo que estáis en las redes. A la gente le ha gustado el idilio que has creado involuntariamente. Yo te recomendaría que continuaras.

      A Trinity se le hizo un nudo en el estómago.

      –¿Continuar el qué? No hay idilio, solo un beso.

      Un beso apasionado.

      Lara se encogió de hombros.

      –Te sugiero que halles el modo de convertirlo en algo mas que un beso. No tiene que ser una relación de verdad, con tal de que te fotografían con él el mayor número de veces posible besándoos y haciéndoos ojitos.

      Aquello era una locura. ¿Una falsa relación para conseguir publicidad? No podía hacerlo. Y él se negaría. Sin embargo, ¿por qué iba a ser tan distinto de un falso beso por la misma razón? Logan se había lanzado como un perro hambriento a un filete. Tal vez se le diera bien fingir que eran una apasionada pareja.

      La idea le produjo un escalofrío. Los beneficios de semejante acuerdo contenían muchas interesantes posibilidades que no podía desdeñar, como la de atraer a un tipo simpático para que se diera un paseo por el lado salvaje. Sería divertido corromper al prototipo de chico americano, sobre todo frente a una cámara.

      No. Una falsa relación larga era muy distinta a un falso beso. Su capacidad para la actuación no era tan buena. Aunque, de repente, no supo si había fingido que le gustaba o si había fingido que no.

      –De ningún modo. No puedo hacer algo así.

      Lara frunció el ceño al tiempo que sacaba el móvil, tecleaba unas cuantas veces y se lo mostraba a Trinity.

      –Este es el porcentaje de clics de tu vídeo en la página web de Fyra.

      Trinity palideció. ¡Un setenta y cinco por ciento! Hasta ese momento, el porcentaje de clics de su campaña con más éxito había sido del doce por ciento.

      Tras las tácticas que alguien había utilizado para desprestigiar a Fyra, no podía permitirse descartar la idea. Parecía que tendría que hacer una visita al señor McLaughlin al día siguiente. «Hola, eres mi nuevo novio».

      Myra dejó la hoja de cálculo impresa en el escritorio de Logan y no se molestó en disimular la sonrisa.

      –Te dije que el programa de televisión funcionaría.

      En efecto, lo había hecho. No hacía falta que la publicista le indicara que la venta de entradas se había duplicado. La oficina de los Mustangs llevaba toda la mañana comentándolo. Y debía agradecérselo a Trinity Forrester, directora de mercadotecnia.

      ¿Quién habría pensado que aquel ardiente beso produciría tan enormes dividendos?

      Duncan McLaughlin nunca había hecho nada semejante para que sus clientes abrieran la cartera, pero Logan podía alegar en su defensa que no había sido idea suya, a pesar de que la había aceptado rápidamente, tras darse cuenta de que la mujer por la que se le hacía la boca agua no pretendía ligar con él, sino que, simplemente, había hallado una última forma de que las cámaras los enfocaran.

      Como táctica, no podía ponerle pega alguna.

      Salvo la de que, después, se había dado cuenta, con desagrado, de que no conseguía borrarse de la memoria la sensación del pirsin que ella tenía en la lengua.

      Lisa, la administradora, entró en el despacho.

      –Tienes visita. Una tal señorita Forrester.

      Vaya, vaya. Se recostó en la silla mientras la expresión de Myra pasaba de intrigada a muy intrigada. Logan tuvo la sensación de que a su rostro le pasaba lo mismo, así que trató de dominarse, antes de hacer una señal de asentimiento a Lisa.

      –Que pase. Gracias, Myra. Luego hablamos.

      Y todo lo relacionado con el béisbol dejó de existir cuando Trinity entró en el despacho. Su excéntrico cabello lo hizo caer en picado. ¿Cómo podía ser tan sexy? En ella, era un recordatorio de que su dueña era una fuerza a tener en cuenta.

      Ese día iba vestida con un traje de chaqueta púrpura con minifalda y media negras, que hacían que sus piernas parecieran muy largas, y sandalias plateadas, que a él le gustaría ver en el suelo de su dormitorio.

      –Gracias por recibirme sin haberte avisado de que venía.

      Aquella voz ronca… Le despertó la sangre y le recorrió las venas haciendo que se sintiera vivo. Esa sensación solo la había tenido jugando al béisbol.

      ¿Por qué ella, ni más ni menos? Él buscaba a una mujer sencilla y sin complicaciones con quien escuchar música country y organizar meriendas al aire libre. Una buena mujer para sentar la cabeza, que fuera la madre de sus hijos y el amor de su vida. Era lo que su padre había hecho y lo que él quería hacer. Aunque aún no hubiera encontrado a esa imaginaria mujer perfecta, estaba seguro de que lo haría.

      Y no se llamaba Trinity. No debería sentirse atraído por ella.

      De repente recordó que había que ser educado, por lo que se levantó mientras le indicaba con la mano el canapé, cerca de la ventana que daba al estadio de béisbol y que era su sitio preferido, siempre que no hubiera partido. Cuando lo había, era el banquillo, hasta su amargo final.

      La mayor parte de los directores de equipo lo veían desde un palco de lujo, con aire acondicionado, pero los jugadores se dejaban la piel en

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