El libro de la vida y la muerte. Osho
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El cristianismo se ha convertido en la mayor religión del mundo. El budismo no podrá ser tan importante, por la sencilla razón de que el miedo a la muerte ayuda a la gente a creer en Cristo más que en el Buda. De hecho, hay que tener agallas para creer en el Buda, porque el Buda dice: «Te enseño la muerte total». No está satisfecho con la muerte pequeña. Dice: «Esta muerte pequeña no sirve, porque regresarás. Yo te enseño la muerte total, la muerte suprema. Enseño la aniquilación, de manera que nunca tengas que regresar, para que desaparezcas, para que te disuelvas en la existencia, para que no existas más, nunca más; para que no quede rastro de ti».
El budismo desapareció en la India, totalmente. Un país del que se dice que es tan religioso, y el budismo desapareció por completo. ¿Por qué? Porque la gente cree en religiones que enseñan que viviremos tras la muerte, que el alma es inmortal. El Buda decía que lo único que valía la pena realizar es que no se es. El budismo no podía sobrevivir en la India porque no ofrecía un refugio contra el miedo.
El Buda no le dijo a la gente: «Creed en mí». Por eso su enseñanza desapareció de la India, porque la gente quiere creer. La gente no quiere verdades, quiere creencias.
Creer es fácil. La verdad es peligrosa, ardua, difícil; tiene un precio. Uno tiene que buscar e indagar, y sin garantías de que se hallará, sin garantías de que exista verdad alguna en ningún sitio. Puede que no exista.
La gente quiere creer, y el último mensaje del Buda al mundo fue: «Appo dipo bhava», «Sé tu propia luz». Sus discípulos lloraron, diez mil sannyasins le rodeaban… estaban tristes, claro está, y vertieron lágrimas; su maestro se iba. Y el Buda les dijo:
–No lloréis. ¿Por qué lloráis?
Ananda, uno de los discípulos, dijo:
–Porque nos dejáis, porque erais nuestra única esperanza, porque teníamos la esperanza de que a través de vos podríamos obtener la verdad.
Para responder a Ananda, el Buda dijo:
–No te preocupes por eso. Yo no puedo darte la verdad; nadie puede dártela, no es transferible. Debes alcanzarla por ti mismo. Sé tu propia luz.
Mi actitud es la misma. No necesitáis creer en mí. No quiero creyentes aquí. Quiero buscadores, pues el buscador es un fenómeno completamente distinto. El creyente no es un buscador. El creyente no quiere buscar, por eso cree. El creyente quiere evitar la búsqueda, por eso cree. El creyente quiere ser liberado, salvado, necesita un redentor. Siempre está buscando un mesías, alguien que pueda comer por él, masticar por él, digerir por él. Pero si soy yo el que come, a ti no se te pasará el hambre. Nadie puede salvarte excepto tú mismo.
Aquí lo que se necesitan son buscadores, indagadores, y no creyentes. Los creyentes son la gente más mediocre del mundo. Así que olvidaos de creer, pues os estáis buscando problemas. Empezáis creyendo en mí, y entonces surge la incredulidad, porque no estoy aquí para satisfacer vuestras esperanzas.
Yo vivo a mi manera, y no os tengo en cuenta. No tengo en cuenta a nadie, porque si empezamos a tener en cuenta a los demás, uno no puede vivir su propia vida de manera auténtica. Tened en cuenta algo y os convertiréis en farsantes.
George Gurdjieff solía decir a sus discípulos algo fundamental: «No tengáis en cuenta a los demás, si no no creceréis nunca». Y eso es lo que está sucediendo en todo el mundo, que todos se ponen a tener en cuenta a los demás: «¿Qué pensará mi madre? ¿Qué pensará mi padre? ¿Qué pensará la sociedad? ¿Qué pensará mi esposa, mi marido…?». ¿Qué puede decirse de los padres…? ¡Incluso temen a los hijos! Porque piensan: «¿qué pensarán nuestros hijos?». La gente tiene en cuenta a los demás, y entonces resulta que hay millones de personas a las que tener en cuenta. Si vamos por ahí teniendo en cuenta a todo el mundo, entonces nunca seremos individuos, sólo un batiburrillo. Con tantos compromisos como habéis adquirido, tendríais que haberos suicidado hace mucho.
Se dice que hay gente que muere a los treinta años y que los entierran a los setenta. La muerte sucede muy pronto. Creo que decir que a los treinta no es correcto, la muerte sucede incluso mucho antes. Alrededor de los veintiuno, cuando la ley y el estado te organizan, convirtiéndote en un ciudadano, ése es el momento en que muere una persona. De hecho, es cuando te reconocen como ciudadano: ahora ya no eres peligroso, ya has dejado de ser salvaje, ya no eres un bruto sin refinar. Ahora todo está bien en ti, todo correcto; ahora te han ajustado a la sociedad. Eso es lo que significa el que tu nación te conceda el derecho de voto: la nación puede estar ahora tranquila porque te ha destrozado la inteligencia, y por ello puedes votar. No hay nada que temer; ahora eres un ciudadano, un hombre civilizado. Has dejado de ser un hombre, ahora eres un ciudadano.
He observado que la gente muere alrededor de los veintiún años. A partir de entonces, la existencia es póstuma. En las tumbas deberíamos empezar por escribir tres fechas: nacimiento, muerte y muerte póstuma.
Se dice que una persona es ingeniosa cuando sabe resolver dificultades, y que es sabia cuando sabe cómo evitarlas. Sé sabio. ¿Por qué no cortarlo todo de raíz? No creas, y no habrá razón para ser incrédulo, y la dualidad nunca surgirá, y no necesitarás hallar una manera de salir de ello. Por favor, no os metáis en eso.
La verdad es individual, y la masa no se preocupa por la verdad. Le preocupa el consuelo; le preocupa la comodidad. La masa no consiste en exploradores, aventureros, en gente que se adentra en lo desconocido, valientes… que arriesgan sus vidas para hallar el significado de sus vidas y de la vida de todo lo que existe. La masa sólo quiere que le regalen los oídos con cosas agradables y cómodas, para así relajarse tranquilamente en esas palabras de consuelo.
La última vez que me acerqué por mi pueblo natal fue en 1970. Uno de mis antiguos maestros, con quien siempre había mantenido una relación cariñosa, se hallaba en su lecho de muerte, así que lo primero que hice fue dirigirme a su casa.
Su hijo me recibió en la puerta y me dijo:
–No le moleste, por favor. Está a punto de morir. Le quiere a usted, le ha estado recordando, pero sabemos que su presencia puede arrebatarle su consuelo. No le haga eso cuando está a punto de morir.
Yo le contesté:
–Si no estuviese precisamente a punto de morir habría hecho caso de tu consejo, pero ahora tengo que verle. Si justo antes de morir abandona sus mentiras y consuelos, su muerte tendrá un valor mucho mayor que el que ha tenido su vida.
Aparté al hijo a un lado y entré en la casa. El anciano abrió los ojos, sonrió y dijo:
–Me estaba acordando de ti y al mismo tiempo sentía miedo. Me enteré de que venías al pueblo y pensé que tal vez llegarías antes de que muriese y así podría verte por última vez. Pero al mismo tiempo sentí mucho miedo, ¡pues encontrarse contigo puede resultar peligroso!
Le dije:
–Ciertamente será peligroso. He venido en el momento justo. Quiero que acabe con todos sus consuelos antes de morir. Si puede morir inocente, su muerte tendrá un valor tremendo. Eche a un lado todo lo que sabe porque se trata de un conocimiento prestado. Aparte de sí a su dios porque sólo es una creencia. Aparte de sí la idea de cualquier cielo o infierno porque no son más que su codicia y su miedo. Ha permanecido aferrado a esas cosas durante toda su vida. Al menos, antes de morir, reúna el coraje suficiente… ¡ahora ya no tiene nada que perder!
»Un hombre moribundo no tiene nada que perder: la muerte lo hará