La violencia y su sombra. María del Rosario Acosta López

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La violencia y su sombra - María del Rosario Acosta López Ciencias Humanas

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de nailon, flota una cadena de oro del ancho de un dedo pulgar que culminaba de manera dramática en un águila que cabría con dificultad en la mano de una niña de 4 o 5 años. El ave de rapiña, también de oro, llevaba incrustadas dos esmeraldas haciendo las veces de ojos. Al lado de la cadena flotante, igualmente suspendidas, pero a distinta altura, se mecen casi imperceptiblemente dos argollas gruesas, visiblemente diseñadas para los dedos de un hombre. Como trasfondo a la cuidadosa puesta en escena, sobre el fondo negro de la vitrina, en tipografía blanca, el texto curatorial da cuenta de los costos ambientales de la minería de oro ilegal en Colombia en términos de las cantidades de agua, energía eléctrica y mercurio necesarios para producir una sola argolla. A pesar de los esfuerzos del guía de la visita por atraer la atención del grupo hacia la escala del daño ambiental ocasionado por la minería ilegal, los jóvenes no despegan por un segundo sus ojos del águila dorada, sus sentidos cooptados por el fulgor del oro flotante.23

      La estética del despliegue de oro paramilitar en el Museo de la Fiscalía resulta extrañamente familiar. La vitrina con las joyas flotando contra un fondo negro evoca de manera directa la estética minimalista de las estilizadas vitrinas del Museo del Oro. El parecido es intencional. Así nos lo confirma el curador del Museo de la Fiscalía, quien, durante uno de nuestros múltiples recorridos del museo, respondió al comentario de una visitante que notó la coincidencia estética señalando que se trataba de un deliberado “gesto irónico”. La movilización de la ironía como estrategia que media la producción de resonancia estética entre los dos museos es significativa precisamente debido al ‘no lugar’ de la ironía en el Museo del Oro. En Mi museo de la cocaína, Michael Taussig nota ese no lugar y lo conceptualiza como central a la función del Museo del Oro que pertenece al Banco de la República (Taussig, 2004). La ausencia de ironía, argumenta Taussig, es constitutiva del silencio del Museo del Oro en relación con la economía política colonial y el lugar de la esclavitud en la producción del proyecto republicano, así como frente a la relación no resuelta del presente entre un orden esclavizante y el racismo estructural del Estado poscolonial colombiano. La ironía que reprime el museo, explica Taussig, es justamente la de las y los mineros empobrecidos en las márgenes de la nación con agua y barro hasta la cintura buscando, a veces por años, la sustancia de los sueños y leyendas que se exhibe en el Museo del Oro —y, más recientemente, en el Museo de la Fiscalía— como ornamento.24

      Si el objeto de la ironía es la disimulación de una burla, aquí hay un doble juego de disimulaciones. Por un lado, es justamente a través de un gesto irónico que la puesta en escena del oro paramilitar como ornamento se burla de la ausencia de ironía que es constitutiva del Museo del Oro. El museo forense reclama para sí mismo el afecto que por definición debe reprimirse en el Museo del Oro y al hacerlo se burla de este. Ese es el gesto irónico en su sentido más literal. Hay algo en la puesta en escena del poder forense del Estado que hace posible burlarse disimuladamente del museo institucional más emblemático de Colombia.

      Pero el juego de disimulaciones excede la intención de su puesta en marcha. Hay otra lógica productiva en juego en el momento en el que el museo forense se vale de la ironía para movilizar la estética del Museo del Oro con el objetivo —este sí no irónico— de insertar al Museo de la Fiscalía dentro de los lenguajes estéticos de la nación. El museo forense no solo moviliza la ironía como estrategia para la apropiación estética del estilo que de manera deliberada ha construido el Banco de la República para exhibir objetos arqueológicos de oro, sino que moviliza también la represión de la ironía. Al hacerlo apela a un mecanismo de representación cuya función consiste en hacer aparecer el Estado poscolonial —paradójicamente— a través de la puesta en escena de su propia violencia. Sin ironía. Lo hace, por un lado, reprimiendo la relación paradójica entre la violencia y los medios del Estado en contra de aquella (incluido el derecho); y, por el otro, ficcionalizando obsesivamente sus prácticas violentas —como vimos también en el caso del campero rojo— para garantizar justamente aquello que fracasa en implementar de manera legítima.25 El museo forense se convierte así en una institución ambigua que media para el público la relación contradictoria entre los medios y los fines de la violencia legal.

      En efecto, hay algo decididamente paradójico en la elección de exhibir oro paramilitar en el contexto de un museo institucional cuya función es dar cuenta del monopolio del Estado colombiano sobre los medios de la lucha contra el crimen o, en términos weberianos, del monopolio sobre los medios de coerción. La operación feliz —en una traducción tal vez excesivamente literal de Austin— del mecanismo de representación de la exhibición del oro precolombino en el contexto del museo forense se hace manifiesta en la represión de dos tipos de relaciones. La primera es la relación del oro paramilitar con la cocaína; y la segunda, la relación del Estado colombiano con el paramilitarismo y, en particular, con su rol en la construcción de soberanía.26 Aquí es importante notar que se trata de dos relaciones que se constituyen en intensa cercanía con la represión de la relación oro-colonialidad. De esta alineación entre ambas relaciones surge justamente un entramado entre oro-coca-paras-Estado.

      En un museo organizado en torno a la lucha contra el crimen organizado en donde la cocaína y su comercio son temas reservados a las salas sobre narcotráfico y a propósito de la financiación de las desmovilizadas FARC-EP, el oro paramilitar es presentado al público como si perteneciera a un universo separado por completo de la coca. La represión de la relación oro-coca-paras-Estado es legible no solo en la puesta en escena de las joyas que pertenecieron alguna vez a paramilitares y que ahora pertenecen al Estado, sino también en la interacción de dichos objetos con las demás salas que constituyen el museo. El oro paramilitar que flota, literal y figuradamente, encapsulado bajo una luz tenue en medio de una urna transparente debe ser entendido como deliberadamente fuera de contexto. El resultado es el oro escindido de la discusión sobre la relación constitutiva entre paramilitarismo y el Estado poscolonial en Colombia.27

      En efecto, lo que apropia el museo forense del Museo del Oro es un mecanismo práctico o, dicho de otra manera, el método de una práctica: un mecanismo para la producción de ficciones. Dicho mecanismo de ficcionalización se hace manifiesto en la compulsión por presentar el oro paramilitar como si flotara. En este sentido, la ilusión del oro flotante es muy similar a la de otras sustancias que, en su carácter fundacional del Estado poscolonial, aparecen “suspendida[s] entre la ficción, el hecho, el truco y la verdad” (Coronil, 1997). En este caso, el oro flotante opera en el intersticio entre “ficción económica” (Tubb, 2014) y “ficción criminal” (Comaroff y Comaroff, 2004) de forma tal que el aspecto más sustantivo de la cosa, es decir, la cosa desprovista de las relaciones sociales que la constituyen, pueda brillar en la oscuridad de la urna vacía como un significante flotante.28 Por ello, no es coincidencia que sea la ficción del oro flotante aquello que cautiva, por encima de lo demás, al público del poder forense concretizado en un grupo de jóvenes definidos como ‘infractores’ por su relación con la comisión de delitos menores. Como tampoco lo es el que sea la ficción aquello que media la puesta en escena del poder forense del Estado.

      En su rol de hacer legible el poder forense del Estado, el museo forense insiste compulsivamente en desambiguar el complejo de relaciones oro-coca-paras-Estado a través de la puesta en escena repetitiva de la ilusión del oro paramilitar. Es decir, a través de una ficción. No obstante, sería equivocado calificar la relación entre ficción y aparato forense que el museo pone en marcha como de orden accidental o excepcional. Si el aparato forense opera por medio de ficciones, lo hace porque aquello que es intrínseco a la operación de los regímenes forenses de la modernidad es su producción de poderosas prácticas imaginativas. Sin embargo, también sería insuficiente pensar dichas prácticas como equivalentes, ignorando las formas en que truco, fantasía y ficción, a pesar de ser inmanentes a la producción del Estado poscolonial, lo son de manera diferenciada. Aquí, el análisis antropológico está llamado justamente a dar cuenta de cada una de ellas atendiendo a su especificidad, al tiempo que a las lógicas comunes que las animan.

      Conclusiones

      A modo de conclusión quisiera retomar

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