Ave Fénix rumbo a Wall Street. Yolanda Veguilla Dávalos
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A pesar del dolor de algunos recuerdos, hay otros que dibujan una sonrisa en mi cara y me alegran, como cada vez que mi madre guisaba lentejas para almorzar. Mi hermano odiaba las lentejas y siempre tejía un plan para no comérselas. Nos sentábamos los tres a la mesa —mi hermano Agustín, mi hermana Cristina y yo— y nos disponíamos a comer mientras mi madre fregaba o trasteaba con cualquier otra tarea, esperando a que mi padre llegara de trabajar para comer con él. Mi hermano me miraba y hacía ademán de volcar el plato y tirarse las lentejas por encima. Yo, intuyendo sus osadas intenciones, me echaba a reír sin poder parar hasta que se me quedaba el cuerpo flojo de tanta risa. Cuando mi madre se percataba de la situación ya era demasiado tarde y las lentejas andaban esparcidas, manchando el suelo y el uniforme del colegio de mi hermano.
Mi hermano conseguía su cometido de no comer lentejas, pero mi madre lo castigaba sin comer nada más y así, en muchísimas ocasiones, cuando ella no estaba presente atacaba al frigorífico, engullendo todo lo que encontraba a su paso, mezclando en su estómago pepinos con chocolate, chorizo, queso y todo aderezado con vinagre, que le encantaba y se empinaba la botella como si de agua se tratara. Aquellas mezclas de alimentos siempre acababan en cólicos de estómago que, en parte, todos sufríamos porque se agenciaba para él solo el único cuarto de baño del que disponíamos en casa.
Mi madre se enfadaba y cuando mi padre llegaba de trabajar se lo contaba. Mi padre se enfurecía y en alguna ocasión desenfundó su cinturón de las trabillas de su pantalón y lo utilizó a modo de correa para atizar a mi hermano en el culete. Mi hermano gritaba y lloraba mucho y yo con él, porque me dolía aún más que a él que le hubiera azotado y lo abrazaba con todas mis fuerzas para aliviarlo y serenarlo.
Hay recuerdos escabrosos flotando por mi mente, que me hacen fruncir el ceño y me amargan el alma. He intentado olvidarlos y borrarlos de mi memoria, pero no he podido. En ocasiones he llegado a pensar que fueran fruto de mi imaginación, que estaba loca y me los había inventado porque quizás fuera menos doloroso que recordarlos como en realidad sucedieron. Mi retentiva evoca imágenes que a fecha de hoy no consigo comprender. Mi padre disponía de algunos artilugios dentro de su diversa cacharrería que guardaba con celo en algún cajón por si algún día le hicieran falta para arreglar algún electrodoméstico, tales como rollos de cable, cinta aislante, amasijos de estaño, transformadores eléctricos, timbres y bobinas de ignición. A veces, a modo de chanza, nos sorprendía tanto a mi hermano como a mí y nos hacía tocar con un dedo aquellos transformadores o bobinas cargados de corriente eléctrica y nos producía calambres. Mi hermano y yo saltábamos del susto y él se reía porque había conseguido que picáramos en su trampa. Él se lo tomaba a broma, pero mi hermano y yo nos mirábamos y no llegábamos a comprender la finalidad de aquella guasa, con la que él tanto disfrutaba y se reía y que a nosotros nos asustaba tanto. Eran sentimientos muy diferentes los que sentíamos mi hermano y yo del que sentía mi padre. Me sigue martilleando estrepitosa y continuamente en la cabeza, una y otra vez, la risa de mi padre mientras mi hermano y yo sentíamos el calambre atravesarnos.
A día de hoy una actuación así por parte de un padre sería algo impensable, pero en aquella época no era algo tan increíble o inimaginable.
En el colegio, mi hermano Agustín era un superdotado. Sobresalientes y matrículas de honor por doquier inundaban su expediente académico. Se esforzaba muchísimo por no defraudar a mi padre y seguir estando a su altura. Tal era su obsesión que comenzó a sufrir de un tic nervioso, que le hacía parpadear incesantemente el ojo derecho por la propia presión que se autoimponía.
Yo, sin embargo, era más lista. O quizás debería decir más astuta. Nunca me gustó esforzarme más de lo justo y necesario, así que gastaba poco tiempo en estudiar y hacer los deberes de clase, aunque quizás dedicara más tiempo del habitual a leer libros. Leía historias; me encantaba imaginarme como la protagonista de los libros que pasaban por mis manos sin cesar.
Aún recuerdo el día que mi padre compró la enciclopedia ilustrada Salvat, con sus lomos en piel. Pasaba horas leyendo de todo, hasta que las palabras se me atropellaban y me nublaban la vista, por lo que tenía que parar a descansar, muy a disgusto.
Ummm. Se me acaba de venir a la memoria un recuerdo flash que describe a la perfección a la niña que fui, para que así podáis haceros una mejor idea, y que aún a día de hoy me hace esbozar una sonrisa inocente.
Era una mañana de primavera. Ya comenzaba a hacer calor en Sevilla y el ambiente se perfumaba con el azahar de sus naranjos en flor. Yo contaba con seis años de edad y a mi maestra, doña Pepita, aquel día no le bastó con ojear de un vistazo mi cuaderno para ver si había terminado todos los deberes de gramática y matemáticas, como solía hacer. En esta ocasión los repasó a conciencia y así descubrió cómo, aparentemente, las cuentas estaban hechas porque no faltaban números, pero aquellas cifras habían sido escritas sin ton ni son y sin hacer cálculos. Así que, como se suele decir, me pillaron in fraganti y, como respuesta a mi atrevido y vivaz comportamiento, doña Pepita me reprendió sin consuelo delante de todos mis compañeros de clase.
Ella, con ojos iracundos y su habitual cojera, se dirigió con paso acelerado a su mesa, se apoyó un momento antes de separar su silla y la colocó en medio de la clase, mostrando la fatiga en su rostro, debida al dolor de su pierna. Se sentó con dificultad, frunciendo el ceño como muestra del calvario por tanto sufrimiento, y con un atisbo de sarcasmo me nombró en voz alta. Acudí a su petición y me ordenó que me colocara boca abajo en su regazo, sobre sus piernas. No dudé, consciente de la tortura de los acontecimientos venideros. Cerré los ojos y me entregué al cumplimiento de mi martirio. En aquella postura se dispuso a levantar sin ningún recato mi falda tableada gris de uniforme a la altura de mi cintura y con una regla de unos dos centímetros de grosor me golpeó en el trasero. Sinceramente, no me dolió, pero sentí una vergüenza enorme e indescriptible porque todos los niños de la clase vieron mis braguitas blancas de algodón y se rieron de mí con tales carcajadas que me atravesaron por la mitad y me dejaron marcada. Tal fue el bochorno que sentí que lo escondí en lo más profundo de mi corazón y jamás nunca se lo conté a mi madre.
En ese mismo momento decidí encapsularme en mi burbuja como un pez en su pecera y no atender al mundo más de lo estrictamente necesario.
En nuestros días una acción como esa por parte de un profesor hacia un alumno sería impensable e incluso podría costarle la libertad, pero en la década de los 70 era un hecho habitual que los profesores «corrigieran» a los alumnos con golpes de regla, bofetadas, capones y toda clase de humillaciones.
Estos desprecios vejatorios iban calando hondo, echando raíces en mi personalidad, moldeándome como a una escultura de arcilla fracturada por el excesivo calor de un horno defectuoso. Tan solo me sentía protegida mientras cuidaba de mis hermanos. Sufría por ellos, estaba siempre atenta y pendiente de ellos como si fueran mis propios hijos. Mis padres se olvidaron en parte de mi infancia. No los culpo por ello porque sé que sus errores fueron producto de su excesiva juventud e inconsciencia, aunque reconozco que no puedo olvidar esos recuerdos que pesan sobre mi cabeza, en los que me reclamaban incluso el día de Reyes, al descubrir de madrugada que no estaba dormida, y aprovechaban para que les ayudara a colocar cuidadosamente los juguetes de todos mis hermanos, que dormían.
Me empeño en ignorar toda reminiscencia de mi doloroso pasado. Cuando algún demonio llama a mi memoria para recordármelo pruebo a cerrar los ojos, respirar hondo durante un momento y evocar el olor salino del mar o de la frescura de la yerba recién cortada para alejar