Ave Fénix rumbo a Wall Street. Yolanda Veguilla Dávalos

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Ave Fénix rumbo a Wall Street - Yolanda Veguilla Dávalos

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vuelven a dejar al descubierto, desnuda y sin protección ante un mundo que me mira, me observa y me da miedo. Salgo corriendo con la esperanza de escapar de ellos y vuelvo a concentrarme en un campo llano y verde plagado de amapolas rojas, con un precioso sol de fondo, pero que se nubla de repente, dejando hueco a ese espíritu que me muestra la imagen de cómo una noche de Reyes, con siete u ocho años escasos, me afanaba por apilar ordenadamente los juguetes de cada uno de mis hermanos en bloque. Disfrutaba y me hacía feliz cooperar en dicha tarea junto con mis padres. Cuando terminaba los contemplaba como a una obra de arte. En una de esas noches de Reyes, fantástica y maravillosa para otros niños, para mi padre no fue suficiente el negarme la magia y el misterio de la infancia, sino que además se atrevió a comentarle a mi madre: «Mírala, embobada mirando los juguetes de sus hermanos. Los está contando, a ver quién tiene más». Aquella crítica me quebró el alma literalmente. Fueron puñaladas intencionadas y envenenadas que me esforcé en perdonar, pero que nunca podré olvidar. Me pasé el resto de la noche llorando, acurrucada en mi cama, y lo guardo en lo más profundo de mi corazón como uno más de la pila de golpes no físicos recibidos por parte de mi padre. Todos regalados, todos llorados, todos perdonados, pero no olvidados ni contados hasta ahora.

      Así transcurrió mi niñez, atendiendo a mis hermanos y ayudando a mi madre en las tareas de casa mientras se iba edificando alrededor de mi cuerpo una coraza bien cimentada, indestructible e impenetrable al dolor y al sufrimiento.

      1975

      El 10 de mayo de 1975 hice la primera comunión junto con mi hermano Agustín, rodeada de todos los compañeros de mi curso en la escuela, sin mucho convencimiento porque no entendía muy bien su celebración. Se consideraba un acto tradicional, como el bautismo, y con esa edad no tenías capacidad suficiente para decidir sobre el consentimiento de tal ritual. Como acto previo a la comunión se nos exigía confesar nuestros pecados. Teníamos que contarle a un cura qué actos habíamos cometido de los que la Iglesia consideraba pecado para que nos absolviera. En primer lugar, ya me costó de por sí tener que buscar en mi diario alguna travesura endiablada, que no encontré porque siempre fui una chiquilla bastante obediente y sumisa, así que me la tuve que inventar para poder comulgar. Imagino que al resto de chiquillos les ocurriría lo mismo porque, a ver: ¿qué pecados ha cometido un crío a los siete u ocho años de edad? Mi mayor vileza fue tener que inventarme una mentira con pecado incluido para tener algo que contar al clérigo y poderme confesar. Me sentí mal porque me forcé a mentir para proseguir con la ceremonia. No comprendía por qué algunas personas incluso disfrutaban contándole al señor cura sus culpas, perversidades, deslices o flaquezas y se sentían eximidas de culpa tras la absolución del sacerdote. Ellos descargaban sus maldades contándoselas al párroco y tras la exculpación se sentían liberados. Más tarde comprendí que todo este protocolo era por compromiso con la fe cristiana. No volví a comulgar en mi vida porque respetaba demasiado la fe cristiana y sus creencias y no me sentía a la altura. Fue la única vez en mi vida que accedí a contarle a un clérigo mis culpas, inventadas o no. Hoy en día, cuando algún acto me hace tanto daño que trastorna mi conciencia, acudo a un psicólogo para que me enseñe a aprender a vivir con mi culpa, perdonarme y aceptarme a mí misma después de haberme dejado la mitad de mi sueldo en su consulta.

      Imagino que debe de ser difícil y pesado para un sacerdote tener que cargar a su hombro con el saco de todos los pecados de su comunidad. Allí almacenan todas las infidelidades, lujurias, envidias, egoísmos, avaricias, soberbias, perezas e inocencias infantiles. Son los portadores de muchísimos hechos que a veces son tan dolorosos que supongo la dificultad de su carga bajo el secreto de confesión.

      Para mí el misterio de la comunión consistió en tener que inventarme un pecado para contárselo a mi sacerdote y profesor de Religión, don Antonio, que me absolvió de mi mal acto prohibido por la Iglesia y que, como colofón, me hizo abrir la boca para sacar la lengua y recibir la hostia. Esta solemne fiesta era un acto privado de fe, en el que se supone que Jesucristo venía de fuera a tu espíritu y estaba contigo un par de minutos y luego se iba. Hay personas que sienten la fe, creen en Dios y lo utilizan como una tabla salvavidas en momentos de desastres. Los creyentes hablan de una unión con Dios muy especial, comparable al acto de amor que une a dos esposos en una sola vida. Otras personas, sin embargo, no pueden porque, por más que se afanen por encontrarlo, nunca lo vieron ni lo sintieron. No es necesario ofender a nadie por pensar diferente y aún sigo creyendo que lo que para unos es Dios para otros es la grandeza de la bondad y la naturaleza y la fuerza del ser humano por ser solidario y capaz de respetar todas las culturas y creencias en armonía.

      El día de la celebración mi madre me vistió con un vestido blanco de comunión, comprado o prestado de una de mis primas (no lo recuerdo bien), y tras la ceremonia religiosa marchamos a casa a comer chocolate con churros y café para los mayores. Éramos felices; todos reíamos en el salón de mi casa con los chistes de mi tío Paco. El mejor recuerdo de aquel día fue la fotografía en la que se nos ve a mi hermano y a mí juntos, de la mano, en el portal de casa, con un vestido blanco impecable y un cardenal que me ocupaba media frente, de color entre verde amarillento y violáceo y que aún parecía más morado en comparación con el blanco inmaculado del vestido. En el momento de sacar la tarta de comunión, pilló a todos por sorpresa la explosión de la cafetera en el fuego de gas, dejando tanto el techo como los azulejos de la cocina todos tiznados de café. Menos mal que no pilló a nadie en la cocina en el momento del reventón.

      Agradecí la presencia de mis abuelos paternos en la celebración. Mi abuelo Antonio estaba feliz por la presencia de gran parte de la familia. A Franco le quedaba poca vida y era como si él lo intuyera. Pronto Franco sería historia. En su cabeza rondaba el miedo por un futuro incierto como, imagino, rondaría por la cabeza de todos los españoles.

      Por aquellos años, algunos fines de semana mis padres nos llevaban de paseo al parque de María Luisa o a la plaza de España y allí jugábamos con las palomas. Mi madre, al recordármelo, siempre hace referencia a una frase con la que se reía mucho y que mi hermano Agustín repetía constantemente años atrás, tras sus primeros contactos con las palomas a los tres o cuatro años de edad: «Ay, hermana, corre. Corre, que se me caen los saquetines y me pican las palomas». Con los saquetines se refería a sus calcetines, pero debido a su media lengua por su corta edad no lo pronunciaba correctamente. Aprendimos a disfrutar del contacto con las palomas y así comenzó nuestro amor por los animales. De vez en cuando nos llevábamos a casa alguna paloma sin que se percataran los vigilantes y nos contentaba cuidarla en casa. La enjaulábamos en la terraza y le dábamos de comer. Disfrutábamos cuidándola y era nuestro mayor tesoro. Más de una vez, al llegar a casa tras salir del colegio, la paloma había desaparecido. Según mi madre, se había escapado de la jaula y se había ido volando. ¡Qué casualidad que siempre el día que se fugaba una de nuestras palomas había para comer puchero con carne de gallina! A la hora de la comida mi hermano y yo nos mirábamos desconfiados, cómplices, y centrábamos nuestra mirada en la gallina, que adornaba el centro de la mesa como la pringá del puchero. Mi madre nos obligaba a comérnosla, intentando engañarnos, pero nosotros intuíamos que aquella gallina era nuestra paloma y se nos quitaba el hambre por completo. No podíamos comérnosla. Nuestro estómago se encogía y se quejaba de hambre y fatiga. Llorábamos desconsolados y nos retirábamos sin probar bocado porque nos dolía demasiado imaginarnos a nuestra paloma desmembrada y masticada dentro de nuestro estómago. Los dos sufríamos y no llegábamos a entender cómo era posible que nos causara tanto dolor algo que a mis padres les producía risa.

      No rieron tanto aquel 20 de noviembre de 1975, cuando se anunció la muerte de Franco. Creo recordar que fue la primera vez en mi vida que noté verdadera preocupación en la cara de mis padres. Ese día no fuimos al colegio. En la primera cadena de TVE se transmitía la capilla ardiente del dictador: un sinfín de personas daban su último adiós al caudillo. Me impactó muchísimo la visión de aquel señor vestido de militar dentro de una caja oscura y abierta, forrada en su interior de satén o seda blanca. Lo comparaba con Drácula. Era la primera vez que veía a un difunto de verdad y no como los de las películas.

      Mis

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