Ave Fénix rumbo a Wall Street. Yolanda Veguilla Dávalos
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Ella no vivía con lujos, pero a sus hijas y a mí no nos faltaba de nada, sobre todo amor. Siempre se acostaba temprano porque al día siguiente tenía que madrugar para trabajar. Nunca hubo diferencias en el trato entre sus hijas y yo. La quiero y respeto como a una madre. Mi madre puede sentirse muy orgullosa de su hermana.
Vienen a mi memoria recuerdos de aquel verano de 1982, cuando salía por las tardes a pasear con mis primas Loli e Isabelita. No teníamos problemas. Nos dedicábamos a maquillarnos sin saber, hasta que aprendimos; comenzábamos a utilizar las cuchillas de afeitar para acicalar nuestras axilas y nuestras piernas y disfrutábamos de todo. El ambiente era perfecto, siempre rodeado de risas. Era la nueva «chica» del barrio. Todos los chicos acudían como las moscas a la miel para conocer a la nueva prima. Así fue como conocí a mi primer amor, un chico cuatro años mayor que yo. Con Francisco Javier descubrí y despertaron nuevas sensaciones, escondidas y desconocidas hasta entonces para mí. Con solo su mirada y sus palabras conseguía encandilarme casi al extremo de la hipnosis. Sentía, solo con el roce de sus manos en mis manos, un calor interior creciente, que no llegaba a comprender. Así pasé aquel verano, entre sofoco y sofoco, tanto por el calor de Sevilla como por aquel otro fuego de pasión que me quemaba por dentro.
Casi al terminar el verano nuestros encuentros eran cada vez más íntimos y nuestros deseos, cada vez mayores, pero me negaba a ir más allá de besos o caricias porque a esa edad todavía colgaba de mis espaldas el peso de la cruz de la religión y creía que el solo hecho de besarnos o abrazarnos era pecado y que tarde o temprano deberíamos pagar por ello.
Un día me propuso ir un poco más allá en el camino de mi inexperta sexualidad, pero por temor y mucho miedo a lo desconocido no accedí. Era pequeña y me fui distanciando, sorprendida y asustada por la reacción de mi cuerpo, que actuaba por instinto, sorprendiéndome y castigándome porque sufría una batalla interior entre lo que dictaba mi cabeza y lo que deseaba mi cuerpo. Me negaba a dar rienda suelta a mis sentimientos porque siempre me gustó llevar el control de todo y si algo escapaba a mi control lo abandonaba. Hoy en día muchas veces siguen machacándome esos recuerdos y pienso: «Fuiste tonta e imbécil; lo deseabas como nunca habías deseado a nadie y lo dejaste marchar por miedo a lo desconocido». El primer amor verdadero es precioso, pero yo lo estropeé por no acceder a mis propios deseos, que aún a día de hoy me siguen quemando, de lo que me arrepentiré hasta el fin de mis días.
Aquellos temores eran infundados. Desde pequeños, en los colegios de aquella época nos instruían y machacaban haciéndonos creer que el placer sexual era pecado. La religión siempre estuvo presente en todo, incluso en la decisión de mi nombre. Mis padres me bautizaron. Según cuenta mi madre, ella quiso llamarme solo Yolanda, pero la Iglesia no permitía un nombre de mujer no bíblico sin la coletilla de María. Era una obligación en aquellos tiempos, al igual que la asignatura de Religión, que era impartida por sacerdotes, tanto en colegios públicos como privados.
1986
Al finalizar el verano de 1982, mi relación con mi primer amor había terminado y en septiembre decidí formarme cursando estudios superiores de Administración y Dirección de Empresas y obtuve algún que otro diploma de Administración Contable y Fiscalidad. Durante mi periodo de estudiante (década de los 80-90), uno de mis profesores, precisamente el que impartía la materia de Economía, de unos treinta y pocos años de edad, con coleta rubia y pinta de friki intelectual, iba siempre acompañado de una vetusta carpeta, donde guardaba hojas de papel milimetrado con gráficos pintados. Al principio no sabía identificar aquellos dibujos, pero pronto deduje que eran gráficos bursátiles. Antes no existía lo que hoy conocemos como gráficos a tiempo real y habitualmente se operaba en acciones utilizando gráficos a final de sesión. Sobre esos gráficos se pintaban las pertinentes rayitas marcando soportes, resistencias y directrices y así aparecía un mapa con el supuesto futuro movimiento que podría producirse si se cumplían determinadas circunstancias, tanto para corto, medio o largo plazo.
Mi profesor no me enseñó nada de bolsa, pero aquellos gráficos hicieron que despertara mi curiosidad al respecto. Aquel fue mi primer contacto con el mundo bursátil.
Existía entre nosotros una atracción mutua. Ambos lo sabíamos. Él era soltero y al parecer le atraían las chicas jóvenes. Me gustaba porque me hacía sentirme importante. Se había fijado en mí (una chica de diecinueve años) un profesor de treinta y pocos. ¡¡¡Guau!!!
Al terminar sus clases inventaba cualquier excusa para entablar una conversación conmigo a solas y preguntarme si tenía alguna duda sobre el tema explicado.
Cuando nos cruzábamos por los pasillos, entre clase y clase, me miraba de reojo y se fijaba en la gente que me rodeaba y acompañaba. En más de una ocasión alguna que otra compañera se percató de su poco disimulo y me comentó su tremendo descaro.
Yo me sentía halagada, a la vez que renegaba de albergar esperanzas en una relación que yo misma rechazaba por miedo a un futuro desconocido y a la diferencia de edad.
Al terminar mis estudios fui a recoger mi expediente para adjuntarlo a mi curriculum vitae y allí estaba él. Se me acercó y me invitó a dar una vuelta y tomar una copa. Ya no era alumna y, por tanto, nadie tendría nada que reprocharle por mantener una relación con una exalumna. Reconozco, ciertamente, que a mí me atraía muchísimo; incluso me temblaban la voz y las rodillas cuando se me acercaba, pero por miedo no accedí a disfrutar de aquella copa a la que me invitó, ya que por aquel entonces yo ya tenía novio y siempre fui demasiado fiel en mis relaciones. Por segunda vez en mi vida me negué a vivir un amor que deseaba, pero al que temía enfrentarme.
Muy pronto llegó el dulce sabor de mi independencia económica y así fue como, con diecinueve años, entré a formar parte del mercado laboral. Me contrataron como contable en una empresa de transporte internacional de mercancías frigoríficas a jornada completa, de ocho de la mañana a tres de la tarde, y por las tardes trabajaba como gestora en una asesoría laboral, contable y fiscal.
Era feliz, económicamente independiente y por primera vez en toda mi vida me sentía capaz de desafiar al mundo. Mis pocas amistades me envidiaban porque ahora era yo la que tenía dinero y podía hacer lo que me viniera en gana sin tener que dar explicaciones a nadie. Era una mujer independiente, con las ideas muy claras, ambiciosa, inconformista, con mucho carácter y consciente de que sin lucha ni trabajo nunca conseguiría mis objetivos.
Como ya he dicho antes, tenía novio. Lo conocí mientras estudiaba; era un compañero. Raúl, que así se llama, fue mi primera relación formal. Nos conocimos. Me llamaba la atención aquel chico moreno con apariencia elegante, de aspecto italiano, que me miraba de reojo en clase y se avergonzaba al ser descubierto. Una tarde me invitó a salir a solas y paseamos por Sevilla, por el parque de María Luisa, y ahí comenzó nuestra relación.
Era hijo de una familia modesta, humilde y sencilla. Tenía una hermana y estaba muy unido a ella. Había una diferencia de edad entre ambos de apenas dos años y me molestaba que en nuestras citas cada vez fuera más frecuente la presencia de su hermana y que él no se percatara del daño que estaba causando a nuestra relación, que cada vez se tornaba más fría y distante.
Nos fuimos distanciando y así fui conociendo a gente más afín a mis intereses. Ya estaba trabajando y no dependía de nadie económicamente e incluso me estaba planteando seriamente emanciparme.
Fue por entonces cuando decidí apuntarme como participante en un grupo de teatro y pasaba más tiempo trabajando, ofreciendo funciones en colegios y parques al aire libre, que con Raúl.