Ave Fénix rumbo a Wall Street. Yolanda Veguilla Dávalos
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Mis padres decidieron que nos mudáramos a Dos Hermanas en la primavera de 1981, poco antes de que yo cumpliera catorce años. Nada cambió. Nunca tuve amigos a los que considerar como tales, por lo que no dejaba nada atrás. No hubo tristes despedidas, por lo que no me dolió aquella mudanza. En nuestra nueva casa conocí a tres niñas vecinas que rondaban mi edad, dos de ellas hermanas, Eva y Marisa, y la tercera era María José. Pronto congeniamos, nos hicimos amigas y comenzamos a salir.
Mi hermano Agustín se sintió feliz pensando que ahora, al vivir en una casa, no habría obstáculos para adoptar a un perro porque había más espacio y disponíamos de jardín. Una pequeña perrita de raza fox terrier, que llamamos Saray, comenzó a llenar esos huecos áridos y desiertos en el corazón de mi hermano, consiguiendo su actual amor por los animales, que a día de hoy le ha llevado a ser campeón mundial de ornitología por dos años consecutivos, 2017 y 2018, en la especialidad de canario rojo-alas blancas, y campeón nacional en 2018 en la misma especialidad.
Mi hermano y aquella perrita eran solo uno. Él la adoraba y se desvivía por ella.
Un día, mientras jugábamos en el jardín todos juntos, mi hermano Juanmi comenzó a llorar repentinamente porque Saray le había arañado la pierna sin intención. Mi padre, al ver a su hijo pequeño llorando, cogió a la perra, la metió en un saco y se la llevó a un campo cercano andando, donde intentó ahorcarla dejándola atada a la rama de un árbol. Mi hermano Agustín lloraba de la rabia e impotencia al ver volver a mi padre sin su perra, pero cuál fue nuestra sorpresa cuando Saray se deshizo de las cuerdas que la ataban y volvió a casa sola. Mi padre, al ver de nuevo a la perra, la volvió a agarrar y esta vez se la llevó acompañado de una pala. Mi hermano Agustín tuvo que hacer de tripas corazón para no enfrentarse a mi padre y forcejear con él hasta arrancarle la cabeza con aquella pala. Saray nunca más volvió a casa. Mi hermano desde ese momento comenzó a odiar a mi padre como nunca antes y jamás se lo perdonó. Yo lo acompañaba en el sentimiento. A raíz de aquella situación la relación con mi padre se hizo más áspera, fría y carente de afecto.
Por aquel entonces yo disfrutaba de una melena negra, que me llegaba a la cintura. Mis nuevas amigas me tachaban de anticuada. Ansiaba tanto su compañía que no podía defraudarlas y accedí a un cambio de look porque había que ser moderna. La madre de mis amigas Eva y Marisa, que era peluquera, me cortó el pelo y me lo rizó. Había transformado mi físico tipo Penélope Cruz en algo parecido a Michael Jackson de niño con rulos. No me favorecía en absoluto. Lloraba sobre mi almohada todas las noches hasta que lo superé. Acepté sin remisión que no se podía dar marcha atrás en el tiempo para recobrar mi largo cabello y que pronto volvería a crecer.
Mis amigas eran niñas felices. Yo notaba la diferencia de sus familias a la mía. Sus padres se preocupaban por su felicidad, hablaban y se reían con ellas, les compraban ropa y zapatos y disfrutaban de una paga mensual para sus gastos de quinientas pesetas y así podían pagar su cuota mensual como socias de la casa de la juventud y les sobraba para tomarse un refresco si les apetecía. Yo, sin embargo, no tenía paga. Mi madre a duras penas conseguía recaudar cien pesetas al mes para mí, para poder pagar la cuota de la casa de la juventud o comprarme algún conjunto de ropa.
Con mis amigas hice mis primeras incursiones en pandillas adolescentes y lloré mis primeros amores platónicos, tumbada en mi cama con la música y canciones de fondo de Los Pecos, Iván o Pedro Mari Sánchez.
Poco a poco fui apartándome de ellas porque sentía vergüenza al salir sin dinero, además de que mi padre era el único que nunca estuvo dispuesto a recogernos en coche a la vuelta de nuestras salidas. Por aquel entonces Dos Hermanas no disponía de transporte desde el centro del pueblo hacia las afueras, donde yo vivía, por lo que dependíamos de nuestros padres para poder desplazarnos de noche. Durante el día no había problema, a pie se llegaba a todos sitios, pero de noche siempre acechaba el peligro de agresiones sexuales y los padres se turnaban para recogernos. Excepto el mío.
Llegué a culparme, pensando que era la causante del distanciamiento de mi padre hacia mí. Más tarde comprendí que sufría algún tipo de trastorno que lo había traumatizado en su infancia de posguerra y que no debía condenarme por ello. Había algo dentro de su cabeza que no terminaba de encajar, como si los engranajes estuvieran oxidados y lo privaran de sentimientos. Mi madre nunca lo asumió y aún a fecha de hoy, que mi padre sufre un avanzado alzhéimer, sigue sin reconocerlo. He intentado hablar con ella en más de una ocasión para explicarle cómo me sentía en aquella época y sigue sin querer escuchar. Hace oídos sordos e intenta que nadie pisotee lo que ella siempre consideró un marido perfecto y padre ejemplar. Jamás tuve una conversación con mi padre. Nunca hablamos de nada. Tenía bien asimilado que su única misión en esta vida era que no nos faltara comida, pero ¿y lo demás?: el amor, el cariño, la confianza. No, no era como otros padres, que disfrutaban con la compañía de sus hijos. A él le molestábamos. Siempre estaba huraño, enfadado, gritando y de mal humor. No le incomodábamos solo nosotros; era su carácter amargado por naturaleza: se irritaba con excesiva facilidad por hechos que no lo merecían, como un portazo por una corriente de aire o el arrastrar una silla por el suelo porque pudiera arañarlo. Le molestaba todo. Se enojaba incluso al rozarnos por el quicio de una puerta porque pudiéramos rayarla. Además, estaba obsesionado con el dinero. Solo quería ahorrar. No disfrutaba viviendo; solo pensaba en guardar dinero para no sé qué. No disfrutaba de los pequeños placeres de la vida. Su principal obstinación consistía en atesorar cada vez más y más dinero por si algún día lo necesitaba.
Mi madre, después de mudarnos en el verano de 1982, volvió a quedarse embarazada, de su sexto hijo. Este embarazo la disgustó bastante pero no tanto como el anterior, mi cuarta hermana, su quinto hijo, a la que llamó Irene. De este penúltimo embarazo recuerdo que no fue para nada deseado, mi madre no sabía cómo deshacerse de él y en más de una ocasión saltó desde lo alto de una mesa para posibilitar un aborto de forma natural. Aquel embrión estaba bien agarrado y por más que lo intentó, sus artimañas no funcionaron. Recuerdo que mis padres estaban tan desesperados con la idea del nacimiento de mi hermana Irene que incluso pensaron en viajar a Londres donde le podrían practicar un aborto. Al final, creo que por miedo, aquella idea quedó en el olvido. Los familiares la consolaban y tranquilizaban, repitiéndole constantemente: “no hay quinto malo, donde comen cuatro, comen cinco”, así finalmente nació mi hermana Irene. Su sexto y último embarazo aunque tampoco fuera el más deseado, lo vivió de forma diferente, no había tanta presión ya que tras la mudanza había más espacio en casa. A mí la noticia no me sorprendió, ya que aquel era su estado natural desde que tengo uso de razón.
Durante las vacaciones escolares, decidí pasar el verano con mis primas hermanas de mi edad, ya que me había alejado de mis amigas y no tenía con quién relacionarme porque comenzaron a salir con chicos y yo no encajaba. Me sentía como el Patito Feo de la película. En alguna que otra ocasión salían juntas con sus nuevos amigos y parejas y por supuesto, un número impar, no era un buen aliado en aquella pandilla, así que nuestra relación se fue deteriorando, algo muy normal a esa edad en la que comienzas a descubrir a los chicos y dejas un poco de lado a tus amigas.
Recuerdo aquel verano como uno de los mejores de mi vida. Mi tía Josefa,