Ave Fénix rumbo a Wall Street. Yolanda Veguilla Dávalos
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Yo seguía creciendo en todos los sentidos. Tenía un buen trabajo y me compré mi primer coche (un Ford Fiesta rojo).
Solía quedar los fines de semana con mis nuevos conocidos del teatro. Me apetecía más su compañía que la de Raúl y comencé a entablar amistad con un chico de Sanlúcar de Barrameda, camarada de uno de mis compañeros del grupo de teatro, que me hacía bastante tilín. Era estudiante de Derecho, moreno y con el pelo negro y rizado. Me hacían gracia los hoyuelos que se le formaban en los mofletes al reírse. Solía venir todos los fines de semana a casa de su amigo. Un viernes habíamos quedado todos juntos a cenar en un restaurante de la calle Real de Dos Hermanas. Aquel chico me gustaba y tenía una necesidad urgente de sentirme bien con mi imagen personal. Me miré al espejo, solté mi pelo negro y me vestí con tacones, una minifalda y una camiseta estrecha, con la que se marcaban demasiado las curvas de mi cuerpo. Me sentía a gusto y una magnífica sonrisa se dibujaba en mis labios y a mi paso se iba perfilando una estela de alegría. Tenía mi coche en el taller porque estaba averiado y tuve que desplazarme a pie. Salí a la calle rumbo al restaurante. Fue una velada espléndida, aunque el chico para el que me había acicalado no se presentó porque estaba bastante atareado estudiando para sus exámenes y le fue imposible desplazarse hasta Dos Hermanas. Al terminar de cenar me despedí de todos y me dispuse a volver a casa caminando. No había más de veinte minutos andando entre el centro del municipio y mi casa, pero eran pasadas las doce de la noche y las calles que se iban apartando del centro del pueblo estaban vacías, desiertas, parecían abandonadas. Decidí atravesar el puente de la Moneda por el paso peatonal, por arriba. Las farolas estaban encendidas, con lo que podía ver y me sentía más segura. A mitad del puente un vehículo se paró a mi vera y me fue siguiendo despacio, a mi paso. De pronto desapareció la sonrisa de mi rostro, que me había estado acompañando hasta ese momento. No me atrevía a mirar. Tenía miedo, estaba aterrada, pero no quería demostrarlo. Aquel tipo comenzó a decir barbaridades groseras, con palabras huecas que yo no quería escuchar, con sus chiflidos insolentes. Era uno de esos típicos personajes que se creen con el derecho de acosar a una mujer por su forma de vestir o caminar. Tuvo la osadía de sacar su brazo izquierdo, intentando agarrarme para obligarme a montarme en su coche. Me aparté con fuerza y le pedí por favor que me dejara tranquila y me respetara. Aceleró su coche y paró al final del puente. Se bajó del coche y me asusté al ver brillar con la luz de las farolas el filo plateado de una navaja en su mano derecha. No lo dudé: me descalcé y comencé a correr descalza y furiosamente en sentido contrario, desandando lo andado hasta darme de bruces con un chico, que al verme tan sofocada se sorprendió. No podía articular palabra alguna por el susto. Me agarró por los hombros, intentando que me tranquilizara. Me miraba paciente, esperando a que le contara lo sucedido una vez que la opresión en mi pecho y el ahogo fueron aliviándose. Le expliqué la causa de mi desasosiego y acaloramiento y me sentí abochornada mientras se lo contaba porque se notaba que le estaba pidiendo a gritos, sin palabras, que no se separara de mí y me acompañara hasta la puerta de mi casa; porque sentía tanto miedo que no soportaría que se apartara de mí, aun sin conocerlo absolutamente de nada. Aquel chico desconocido intentó tranquilizarme y consolarme. Le pedí por favor que me agarrara del brazo porque así me sentía protegida y él accedió amablemente. Al llegar a la altura del puente donde se produjo el maldito incidente ya no había rastro ni del coche ni de aquel tipo y me sentí enormemente aliviada. Gracias a la bondad de aquel chico es posible que hoy esté contando esta historia. Nunca más supe de él y rebobinando en el interior de mi cabeza ahora recuerdo que me sentía tan turbada que ni siquiera le pregunté su nombre, de lo que me arrepentiré siempre porque sé que hubiera tenido un hueco en la historia de mi vida como el mejor de mis leales amigos.
Aquel suceso me hizo replantearme una serie de cuestiones. Incluso llegué a sentirme culpable por creer ser la causante de la excitación de aquel tipo por mi manera de vestir, llegando a acosarme por ello.
Me costó un tiempo asimilar lo sucedido. Me despertaba de noche con pesadillas, gritando y sudando, agitada, viendo la cara de aquel tipo violándome dentro de su coche.
Desde aquí quiero decir a todas esas chicas que alguna vez se sintieron amenazadas o acosadas por su forma de vestir o mostrarse al mundo de forma desinhibida, que no es su culpa, que no se deben sentir culpables por ello, que tienen todo el derecho del mundo a vestir como quieran para sentirse guapas porque, ante todo, son ellas las que se tienen que sentir a gusto consigo mismas y no les debe importar en absoluto lo que piensen los hombres. No es culpa nuestra que un pequeño círculo de hombres piensen y se crean con el derecho de atacarnos porque se exciten fácilmente y sean tan retrógrados que le den prioridad a la cabeza que tienen entre sus dos piernas que a la que hay entre los hombros. Nosotras, como mujeres, decidimos cómo vestir y mostrarnos al mundo. Cuando somos jóvenes nos importa gustar físicamente, pero eso no significa que vayamos pidiendo guerra y que seamos unas fulanas porque los hombres piensen que solo lo hacemos para excitarlos. Nada más lejos de nuestras intenciones, a veces. Porque también reconozco que hay mujeres que, sabiendo y conociendo esta debilidad de los hombres, se aprovechan de ella para conseguir sus objetivos como, por ejemplo, un puesto de trabajo. Son ellas también las que consiguen con su forma de actuar que al resto no se nos respete y se nos martirice. Nosotras, como mujeres, somos las únicas que podemos y debemos luchar por nuestros derechos y lo conseguiremos haciéndonos respetar todas juntas, sin flaquear en nuestras decisiones. Tenemos derecho a decidir cómo vestirnos, a dónde ir, qué estudiar y dónde trabajar; a ser tratadas en el ámbito laboral igual que los hombres y cobrar igual que ellos por nuestros servicios, no solo por cargos públicos, sino en la pequeña y mediana empresa privada también. Tenemos derecho a ser madres y a no ser discriminadas laboralmente por ello. Tenemos derecho a ser iguales que los hombres.
Ya no estamos en la prehistoria, cuando era obligación del hombre salir a cazar y traer la presa mientras la mujer se quedaba al cuidado de sus hijos, esperando a que el hombre llegara con la presa cazada para que ella la cocinara. Hoy en día nuestro mayor miedo no es el león ni el tigre de la sabana, sino ese hombre que sigue intentando humillarnos por nuestro género, hundiendo nuestra autoestima para conseguir que sigamos siendo sus criadas y negándonos el derecho de decidir. Aquellos que nos ven como sus obedientes sumisas. Aún queda mucho tiempo, pero sé que algún día no habrá diferencias entre hombres y mujeres. Debemos seguir luchando por nuestras hijas, por que algún día lleguen a conocer un mundo de igualdad. Un día en el que una adolescente no tenga que asistir a clases de defensa personal para poder defenderse ante un hombre en el caso de sentirse agredida. Todas juntas lo conseguiremos. Esta es mi lucha de hoy y hasta que mi corazón deje de latir.
Al final el tiempo todo lo borra y aquel suceso pasó a ser una historia más guardada en el cajón de los desperfectos de mi vida.
Al poco tiempo de estar trabajando en la empresa de transporte internacional de mercancías frigoríficas, decidí solicitar un préstamo para la adquisición de dos cabezas tractoras. Planteé un proyecto, junto con un análisis de probabilidades, para presentarlo en varias entidades bancarias. Debido a mi ambición, en un par de meses me examiné y obtuve la capacitación profesional de transporte internacional. Pensaba contratar a dos conductores profesionales y montar mi pequeña empresa de transporte internacional, paralela a la empresa en la que ejercía como contable. Mi objetivo era prestar servicios de transporte internacional enganchando mis cabezas tractoras a dos de los semirremolques frigoríficos de la empresa donde trabajaba y facturar por kilómetros recorridos a la empresa madre, que sería la que me suministraría los viajes y las cargas.
Cuál fue mi sorpresa cuando los dueños de la sociedad donde trabajaba, tras presentarles mi proyecto con toda mi ilusión, me negaron la colaboración por el sencillo hecho de ser mujer. Me explicaron de forma sarcástica, con palabras sordas y huecas que no me imaginaban cambiando el aceite o los filtros de mis cabezas tractoras ni haciendo un canje de neumáticos, por lo que les iba a acarrear más problemas que beneficios. Consiguieron derrumbarme, sin convencerme, y mis sueños de empresaria se esfumaron rápidamente como el humo de los cigarrillos que nunca me fumé.