50 leyes del poder en El Padrino. Alberto Mayol

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en lo más mínimo. Tomaba el Metro desde mi casa, en la periferia de la ciudad, y gastaba mi poco dinero en las librerías del centro de Santiago. No creo equivocarme si digo que nunca fui a una fiesta siendo adolescente. No tomé alcohol hasta los veinticinco años. No tenía habilidades sociales y aunque ahora tengo pocas, la verdad es que he mejorado muchísimo. En pocas palabras, soy eso que llaman un nerd. Tiendo a creer que ese concepto no me abarca, pero no tengo alternativa, es lo que resume mejor. Debo decir, eso sí, que nunca fui muy obediente. Leía lo que me apetecía, no aceptaba una intromisión intelectual y me enfrentaba a los profesores cuando era el caso. Tenía una cierta dosis de rebeldía, pero nunca fui disruptivo.

      En mi trayectoria inicial logré ser académico de la principal universidad de mi país relativamente rápido. Fui el profesor más joven del departamento que me albergaba y me hice cargo de todo lo que, en ese instante, fatigaba a mis colegas por ser un problema: las tesis de los estudiantes, la revista del departamento, el diseño de proyectos. De hecho, redacté un proyecto de investigación que significó grandes recursos para la Facultad… Pero nada bueno surgió de dichos esfuerzos y sus logros, pues estos me convirtieron en el enemigo público de mis colegas. No comprendí que la conquista de objetivos sin la necesaria acumulación de poder era una combinación tan inadecuada como insostenible. Pensé que ser generoso e inofensivo me haría respetable y querido. Y fue así… solo un tiempo. Por de pronto, mi esfuerzo en apoyar las tesis de estudiantes y mi preocupación en hacer más y mejores cursos significó que los estudiantes me quisieran bastante. Ese respeto y afecto duró muy poco. Bastó una operación política para que eso acabara. Los dirigentes estudiantiles pasaron al otro bando. Con una mala estructura de poder, ser enemigo del pueblo puede ser sencillo.

      Dado el escenario de enorme conflicto con mis colegas, estuve a punto de retirarme de las ciencias sociales con 32 años. Demasiado joven para haber sido derrotado y demasiado viejo para comenzar de nuevo. En 2010 decidí darme una segunda oportunidad. Sería la última. Si no funcionaba, de hecho, ingresaría de nuevo a la universidad (con dos posgrados y dos licenciaturas ya a cuestas) para dedicarme a otra cosa. Pero junté fuerzas y decidí perseverar solo una vez más. Pero comprendí que debía jugar las cartas de otra manera y ello implicaba declarar la guerra a quien fuese pertinente, asumir la necesidad de hacerse fuerte, no solo emocionalmente, sino en toda la gama de recursos.

      Para hacer viable mi existencia conseguí un trabajo en un banco. Y comencé a construir el camino para volver a la academia, pero no en los códigos de ellos. No quise cumplir las leyes de su mundo. El camino correcto me parecía absurdamente peligroso. Y el camino paralelo, fuera de los mapas, me parecía un poco mejor. No mucho, pero mejor. Fue por entonces que me iniciaba en la comprensión más profunda de la obra de Puzo-Coppola: no aceptes las leyes de otros, en ellas morirás.

      Cuando la política desaparece solo queda el poder. Ante nuestros ojos aparece una entidad que no ha fijado sus límites, que no conoce fronteras. Y con ella aparece también la necesidad de pensar e investigar ese objeto, puro y simple, como una línea recta en medio de un cuadro, como la pregunta por la luz y su carácter ondulatorio o particular. En ese juego, en ese navegar sin instrumentos precisos, me alejé de Weber y volví a tomar aquella novela leída de adolescente luego de la fascinación por ver la película El Padrino. Volví a Puzo una vez más, ahora buscando afinar los detalles, buscando más leyes. Ávido de una verdad que me fuera útil, fatigué las noches y los días.

      Aún recuerdo el estremecimiento que sentí cuando comprendí, como en medio de un misterio que nos ha revelado su secreto, que su novela no era sobre la mafia, no era sobre la familia, no era sobre Italia ni sobre los sicilianos en Nueva York. Comprendí que no era sobre los crímenes, que no era sobre el dolor y la necesidad de matar un hermano, que no hablaba acerca de la tragedia de huir de lo ominoso para caer en el Banco del Vaticano (Banco Ambrosiano). O mejor dicho, que sí era todo eso, pero que había algo más, algo que en realidad estaba debajo (y siempre lo que está debajo es más importante). Y eso que estaba debajo era Maquiavelo.

      Mario Puzo había reescrito El Príncipe de Maquiavelo, pero lo hacía en 1969 (450 años después de su origen) inspirándose en una historia que abarcaba (en la novela) hasta 1955 (desde 1900 aproximadamente). Luego, en la versión cinematográfica tanto Mario Puzo como Francis Ford Coppola avanzaron más décadas, escribiendo un último libreto que excede las fechas originales abriéndose a una nueva generación (los nietos de Vito Corleone, el padrino), construyéndose un relato que llega hasta la década del ochenta, involucrando un radical esfuerzo por mostrar las entrañas del poder en ese lugar donde el misterio se apuesta a sí mismo, el lugar donde el poder no necesita armas porque su única arma está en aquel que concentra el poder, que con razones más o menos comprensibles, recibe la fortuna de la potencia. El vilipendiado Padrino III es en realidad una obra mayor. Los remilgos de los críticos de cine, influenciados formidablemente para no darle el Óscar ante una película que ya a nadie le importa, son irrelevantes: la obra es, además de formidable, una oda a la valentía política. Juan Pablo II, el socio ideológico de Ronald Reagan, era el papa. Y Reagan era el alma de la época en Estados Unidos. Y la película venía a decir cómo Juan Pablo II había llegado a ser papa. Y la historia era ominosa.

      Puzo volvió a escribir El Príncipe como el regisseur de una ópera clásica que ha sido contratado para volver a montarla y ha decidido renovarla radicalmente ante la evidencia de la reiteración posible. Esto significa, entre otras cosas, que Puzo no se centró en la mafia, que no estuvo fundamentalmente enfocado a investigar el funcionamiento de las familias italianas dedicadas a los negocios ilegales en Nueva York o en Chicago. Significa, en cambio, que Puzo reconstruyó en un ejercicio narrativo la teoría del poder de Maquiavelo y la puso en escena en forma de novela, mezclando el juego de Dostoievski con el perfilamiento de los muy distintos hijos de Los hermanos Karamazov (además del asesinato interno en la familia), con la muy evidente filosofía del poder del autor de El Príncipe.

      Conozco la historia de reescribir El Padrino. Lo he hecho. Es una plantilla formidable, en ella todo adquiere nueva luminosidad. También escribí una ópera que fue censurada, Maquiavelo encadenado, una historia contemporánea donde los gobernantes del presente han convertido en prisioneros los secretos del poder, concentrados en el cuerpo de Maquiavelo. Mientras el orden funciona, nadie piensa en Maquiavelo, que trabaja esclavizado como sirviente en un country club llamado El Príncipe. Pero cuando el orden se desbarata, emerge la necesidad de la sabiduría de Maquiavelo.

      ¿Por qué llaman a Maquiavelo en la crisis? Porque en el éxito, el poder es invisible a fuerza de comodidades y facilidades. Solo la carencia y sobre todo la derrota nos convocan a concentrar todas las fuerzas en la acumulación de poder. He ahí un punto relevante, imposible de omitir: el poder se acumula, se concentra, tiene la virtud de su suma sin límite.

      Pero volvamos a la historia de cómo nació este libro.

      Pasó el tiempo desde la lectura que me reveló un maquiavelismo fino y profundo en Puzo. Por entonces comencé a trabajar el problema del poder, pero no fui capaz, no tuve la osadía de cruzar las fronteras disciplinarias y los moldes impuestos para vociferar los nombres prohibidos de un novelista y un cineasta como dos teóricos del poder al nivel de los grandes. Esa falta de valentía fue un cierre cognitivo. Hoy me avergüenza: había aceptado las leyes que me hacían débil. No pude reconocer lo que veía ni expresar lo que sentía. La juventud es temeraria, pero no osada. Los investigadores queremos el reconocimiento de los pares, una extraordinaria manera de no innovar, de convertirse en funcionario sin necesidad (nadie puede criticar a un funcionario que debe funcionar, pero un intelectual que debe pensar no debiera impregnarse del alma funcionaria). Lo cierto es que coleccioné algunas observaciones del libro en algún archivo de la computadora, algún apunte en la copia de mi libro y alguna observación se quedó pegada exitosamente en mi memoria.

      Una disrupción misteriosa de la sociedad (una inusual explosión social en mi país, que luego fueron dos y pronto fueron más) me encontró bien parado, con material, trabajo en

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