50 leyes del poder en El Padrino. Alberto Mayol

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muy bien (gracias a la conferencia principalmente). Y como estaba cansado de vivir en un banco, me busqué la vida y conseguí entrar a una nueva universidad.

      Tiempo después ocurrió lo que a veces acontece a los académicos que venden libros y aparecen en la televisión. El asunto es que llegué a ser candidato a la Presidencia de la República en unas primarias nacionales. Recorrí el país, fui a todos los programas de televisión que los candidatos deben visitar y llegué a la elección con la total claridad de una derrota segura y violenta, pero de una aventura formidable y sin más daño que el espanto económico de mi hacienda personal.

      Mi modesto paso de la teoría a la praxis, en términos realistas, fue catastrófico. El grupo dominante de la coalición donde participaba consideró que mi nombre era una amenaza y que debía ser quirúrgicamente extirpado de la contienda.

      Encerrado en una oficina tétrica pasé varios días observando sin ver cómo me faenaban en el matadero, amigos y enemigos. El exitoso académico que había logrado escapar del infierno, dejaba el paso a un mediocrísimo político que, ahora por otra puerta, retornaba al infierno. Con las pocas capacidades políticas que tenía había logrado ser candidato presidencial (también hay que decirlo). Recuerdo uno de esos días, solitario no por el exceso de poder, sino por algo más normal: por no tenerlo. Caminé al Metro, me subí y cavilé. ¿Cómo se sobrevive? Ya tenía asumido que perdería vergonzosamente la primaria presidencial de mi sector, pero el asunto no era ganar, era sobrevivir. El mundo académico es bastante más delincuencial de lo que parece y llegar en calidad de derrotado y defenestrado era una muy mala idea.

      Atribulado recapitulé mis infinitas discusiones con mi equipo de investigación sobre el problema del poder, sobre la seducción, sobre la estrategia. Y de pronto recordé que Vito Andolini (conocido como Vito Corleone) no tenía nada, que se había tenido que parar sobre la necesidad, o sobre la vergüenza, o sobre lo que fuera. Llegué a mi casa y saqué de la biblioteca El Padrino. Encontré dos o tres rayones, dos o tres páginas dobladas para marcar algo. Busqué en mis archivos del computador lo que tenía. Existía, pero era disperso. Preferí leer, volver al inicio. Era medianoche cuando lo comencé. Lo terminé alrededor de la misma hora en la que hoy escribo esto, las 4:40 de la madrugada.

      El libro, puesto en un contexto como el que vivía, era una revelación. Decidí inspirarme en la sabiduría proverbial de la obra y volví a sistematizar, en plena guerra personal. Era una escena absurda. Las preparaciones para la televisión y las reuniones dejaron de ser mi foco. Todo era Puzo. Y Coppola. La realidad era más terrible, la verdad es que ni siquiera era candidato. Para ello hay que inscribir una candidatura y cumplir requisitos formales.

      Comprendí que llegar al final era imprescindible. Y ordené mis armas para ello. Mi coalición tenía doce partidos y movimientos. Formalmente me apoyaba solo un movimiento. En la realidad era peor. Honestamente no me apoyaba ninguno (ese movimiento no tenía el poder para defender su ridícula idea de tener un presidenciable y luego de filtrar mi nombre a la prensa estaban suficientemente arrepentidos de la irreflexiva osadía desplegada). La tarea era ridículamente difícil. Para inscribirme legalmente en las primarias necesitaba una cantidad de firmas que era inviable recolectar, por logística y por costo económico. Debía entonces producir un escenario imposible: que el partido político que podía contar con las firmas, y que eran mis enemigos acérrimos, fuera justamente la entidad que inscribiera mi candidatura. Había que convencer primero al partido de que juntara dichas firmas, que gastara dinero, que cambiara su planificación y que luego además me inscribiera como uno de sus candidatos. Y era ese mismo partido el que había operado hasta el cansancio para sacarme del juego con toda clase de armas. ¿Cómo convertir el odio en amor? Es casi imposible, menos si no hay sexo.

      Solo quedaba una fórmula: el miedo. Maquiavelo, Puzo y Coppola me acompañaron. Producir miedo en la estructura del partido era difícil. Los partidos son entidades muy insensibles. Pero ese partido, ante mi candidatura, había tenido que convocar una candidata desde fuera de su estructura partidaria, un rostro de televisión, mucho más visible que yo. Me enfoqué en demostrarle a ella que estaba expuesta a ser vista como una persona poco seria si no aceptaba ir a primarias competitivas y legales (argumento que, de todos modos, era cierto). Ella entonces, preocupada por el qué dirán, exigió las primarias a su partido. Indignados y desconsolados, tuvieron que cambiar todo el diseño. Su odio crecía hacia mí. Y el escenario se tornaba tóxico. Pero ya había dado el paso y no convenía retroceder.

      La lucha terminó con un triunfo: el partido político que me detestaba me inscribía como candidato a las primarias porque no tenían otra alternativa. Fue entonces cuando tomé la decisión de sistematizar con más fuerza los recursos de poder como una herramienta poderosa. El Padrino ingresó a mi mochila y viajó en gira por el país. No tenía dinero, tenía diez veces menos apariciones de televisión que el siguiente candidato menos visto, pero tenía a Puzo-Coppola.

      La historia tuvo un final feliz: perdí con dignidad. Volví a la universidad con toda tranquilidad, nadie me miró con cara de muerto. Y comprendí que había que organizar esa sabiduría.

      La larga historia de ordenar un conocimiento dio paso a algo más concreto, las leyes del poder. Primero fueron veinte. Las lecturas pasaron y luego fueron treinta. Después cuarenta. Finalmente el número se fijó en cincuenta. Y nos pusimos, junto a Darío Quiroga (sociólogo de profesión y asesor de oficio), que me había ayudado en la campaña, a hacer seminarios al respecto. Y fue entonces que fundamos una Cosa Nostra, que adquirió su forma final con el arribo de Mirko Macari (periodista de profesión y provocador de oficio).

      ¿Por qué se llaman leyes? Porque son leyes, a la manera de Moisés, pero también a la manera de Newton. Hay pecadores que creen que se trata de una metáfora, de un ejercicio relativo, que son recomendaciones genéricas. Diré que no. Son leyes. Y el que quiere incumplir la ley puede hacerlo (lo he hecho), pero sabrá también padecer las consecuencias.

      Sí, son leyes para las que no existen los abogados. Debes saberlo. Ante el poder siempre estarás solo, arrojado al mundo, con la enorme probabilidad de que el poder se olvide de ti dejándote en un lugar hostil o, peor, que se recuerde de ti para esperar el siguiente callejón oscuro y clavar un cuchillo en tu espalda.

      El poder es el único veleidoso que siempre triunfa. No es poco.

      PRIMERA PARTE

      La Constitución Política de El Padrino

      La cabeza de caballo

      Jack Woltz, un todopoderoso productor de Hollywood se despierta una mañana luego de un sueño intranquilo. En lo más profundo de su cama, las sábanas y su pijama están inusualmente húmedos. Woltz percibe unas misteriosas secreciones corporales amenazando su despertar. Los segundos se agolpan mientras intenta comprender lo que ha ocurrido.

      Jack Woltz, nos cuenta la obra de El Padrino, es un personaje relevante para los políticos. Se rumorea que es amigo personal y quizás asesor del primer director del FBI, Edgar Hoover. El productor es miembro oficial de la sección cinematográfica del Gabinete Asesor de Información Bélica del presidente de Estados Unidos, lo cual significaba que colaboraba en la realización de películas de propaganda. Estamos en el año 1945, Hollywood ha nacido hace poco más de quince años y los productores van demostrando que derrotarán a los directores en la disputa del poder. Woltz es el símbolo de ese poder, junto a otros dos productores. Pero este hombre poderoso ahora está despertando en una cama ensangrentada y fría.

      Al borde de la histeria, Jack Woltz busca una respuesta a sus preguntas, pero al mismo tiempo no desea respuesta alguna. No obstante su vida disipada, tiene perfecta claridad de que no se trata de los fluidos corporales

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