El escándalo del millonario. Kat Cantrell

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El escándalo del millonario - Kat Cantrell Miniserie Deseo

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la estatua, impidiendo de ese modo que ella se moviera. El aroma de Alex lo abrumó al principio. Luego lo hizo ella, alertando sus sentidos.

      –Qué casualidad encontrarte aquí –dijo él alegremente–. Espero no ser el tipo aburrido al que tratas de evitar en la fiesta.

      Alex lo miró con los ojos como platos, que rápidamente se volvieron cálidos Eran de un fascinante color verde con una mota castaña en el iris izquierdo. No se parecía a ninguna otra mujer de las que Phillip conocía, lo cual decía mucho, ya que se relacionaba con la élite de Dallas y Washington.

      –Claro que no. El tipo más aburrido es el alcalde –Alex gimió, lo cual le hizo sonreír–. Quiero decir que no estoy evitando al alcalde. Tampoco es un hombre aburrido. ¡Tú tampoco! No estoy evitando a nadie.

      ¿Estaba mal que a él le divirtiera tanto ponerla nerviosa de aquel modo? Le resultaba muy fácil, y ella siempre decía alguna inconveniencia que lo hacía sonreír. Y necesitaba sonreír, sobre todo esa noche. Y ella era la única de los asistentes capaz de conseguirlo, la única persona a la que había conocido en mucho tiempo que no pareciera impresionada por su posición y riqueza.

      Eso le gustaba.

      –Pero si esperaras evitar a alguien, este sería un lugar muy oportuno –se apoyó en la pared y cruzó los pies–. Nadie sabría dónde estabas, a no ser que te hubieran estado observando antes.

      Las sombras no ocultaron el rubor de Alex.

      –¿Me estabas mirando?

      –Vamos, cuando una mujer lleva un vestido como ese, no debe sorprenderla que un hombre se dedique a mirarla.

      Ella bajó la vista y frunció el ceño.

      –Solo es un vestido –masculló.

      El vestido de color hueso tenía un matiz dorado que captaba la luz cuando ella se movía, y se le ajustaba a las curvas, lo cual demostraba que las tenía.

      Había atraído su atención por completo porque implicaba que no se oponía a arreglarse de vez en cuando para acudir a un acontecimiento social. Los políticos acudían a muchos y él iba casi siempre sin compañía.

      Tal vez hubiera hallado a una posible acompañante.

      –Nunca te había visto con un vestido. He ido a las reuniones de Fyra Cosmetics dos o tres veces y tú, querida, has reinventado el concepto de ropa informal. Cass, Trinity y Harper siempre llevan trajes de chaqueta, pero tú sueles ir en vaqueros.

      Las otras tres cofundadoras de Fyra vestían bien y no les importaba pagar para hacerlo. Phillip diría que prefería a una mujer elegante. A Gina le gustaban las tiendas lujosas, y las escasas mujeres que le habían interesado desde la muerte de su esposa eran muy exigentes en cuanto a lo que se ponían.

      Sin embargo, le dejaban de interesar al poco tiempo.

      Pero Alex… Alex le intrigaba. Había destacado inmediatamente de las otras tres socias cuando su primo Gage le había presentado a las fundadoras de Fyra Cosmetics.

      A Phillip le fue imposible no prestar atención a la mujer de cabello castaño recogido en una cola de caballo y vestida con una camiseta y unos vaqueros. Era desconcertante que la directora financiera no llevara maquillaje.

      Quería conocerla mejor, comprender por qué no dejaba de pensar en ella, por qué era tan distinta de las mujeres que conocía. Pero debía andarse con cuidado con el sexo opuesto por muchas razones, sobre todo por su aversión al escándalo.

      Además buscaba a alguien que fuera una compañera permanente y solo una mujer idónea podría desempeñar ese papel. Y sus criterios para elegirla eran muy exigentes.

      No tenía sentido que una mujer se hiciera ilusiones si nos los satisfacía. No sabía si Alex encajaría en esa categoría, pero iba a averiguarlo.

      –¿Y tus invitados? Te estoy impidiendo que estés con ellos.

      –Creo que son setenta y ocho –Phillip no se movió–. Pero tú también eres mi invitada. Habría sido una negligencia por mi parte no preocuparme por cómo estabas, después de haberte visto esconderte detrás de esta estatua.

      –El vestido me resulta incómodo –se señaló el torso–. Nada está donde debería.

      Él, como era de esperar, dirigió la vista a la zona indicada.

      –A mí me parece que todo está en orden.

      –Porque me lo acabo de colocar.

      Sin querer, él se imaginó a Alex escondiéndose detrás de la estatua para meterse las manos debajo del vestido y «colocarse todo». Fue incapaz de descartar la imagen, de no experimentarla.

      Y aquel pequeño espacio fue insuficiente para contener a un senador, a una directora financiera y la enorme atracción que fluía entre ambos.

      Se contuvo para no preguntarle si necesitaba ayuda para colocarse algo más. Lo tenía en la punta de la lengua. Pero un senador de Estados Unidos no se dedicaba a decir lo que le parecía, por muchas ganas que tuviera de flirtear con ella. Entre otras cosas.

      La vida de Phillip no era suya, nunca lo había sido ni tampoco consentiría que lo fuera. Era un Edgewood, un miembro de una familia de hombres de estado y de magnates del petróleo que confiaba en que fuera el primero en llegar a la Casa Blanca.

      Para lograrlo, necesitaba tener esposa, así de claro. En Estados Unidos no se había elegido a un presidente soltero desde el siglo XIX. El problema era que su corazón le seguía perteneciendo a Gina, y pocas mujeres estaban dispuestas a desempeñar un papel secundario, aunque la actriz principal estuviera muerta.

      Se hallaba en un grave dilema. O se casaba con alguien para guardar las apariencias y se resignaba a la soledad los cincuenta años siguientes o esperaba conocer mágicamente a una mujer que aceptara sus normas matrimoniales: serían amigos y amantes, desde luego, pero el amor no iba incluido en la oferta, ya que sería una traición de primer orden.

      Sabía que no era justo, pero no creía en las segundas oportunidades. Nadie tenía la suerte de hallar un alma gemela dos veces. Alex lo entendería si era la mujer adecuada para él.

      –¿Quieres una copa de champán? –le preguntó.

      –¿Tanto se me nota que necesito una copa? –preguntó ella con ironía–. ¿O es que me has adivinado el pensamiento?

      Él sonrió.

      –Ninguna de las dos cosas. Me parece que es una pena que estés en este rincón preocupándote por el vestido y no disfrutes de la fiesta.

      Ella puso los ojos en blanco mientras se colocaba detrás de la oreja un mechón de cabello que se le había escapado del peinado.

      –Se necesita mucho más que champán para que yo me divierta en un fiesta de etiqueta.

      Ya estaba de nuevo con sus comentarios inoportunos. Él sonrió.

      –¿Debo sentirme insultado porque mi fiesta no está a la altura de tus expectativas?

      Ella lo miró con expresión horrorizada.

      –¡No!

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