El escándalo del millonario. Kat Cantrell

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El escándalo del millonario - Kat Cantrell Miniserie Deseo

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enseñarte una cosa.

      Ansioso de estar a solas con ella, la condujo al piso superior, a una galería que daba al salón. Su abuelo le había regalado la antigua mansión, con buena parte del mobiliario intacto, al comprometerse con Gina.

      Un antiguo canapé se apoyaba en la pared a la suficiente distancia de la barandilla para ocultarlos a la vista de los de abajo.

      Se sentaron y él le puso la mano en la espalda.

      –Desde aquí se ve el piso de abajo, pero ellos no pueden vernos.

      –Muy conveniente –Alex carraspeó–. Gage y Cass se marchan ya. Son ellos los que me han traído.

      Phillip se sintió decepcionado. Aquello parecía definitivo.

      ¿Acaso había malinterpretado las largas y apasionadas miradas que ella le dirigía? Ahora la tenía donde quería que estuviera; bueno, más cerca del sitio al que quería llevarla.

      –¿Me vas a dejar plantado? –preguntó tratando de mantener un tono alegre.

      Probablemente fuera lo mejor. ¿Qué podía haber entre ellos? ¿Una breve aunque satisfactoria aventura en la que él, al final, se despediría? Una mujer como Alex se merecía promesas que él no podía hacerle. La trataría bien, desde luego, pero si una mujer intimaba con un hombre acababa queriendo enamorarse, casarse y ser dueña de su corazón. Phillip no podía ni quería hacerlo.

      Gina había sido suficiente para él. A veces le abrumaba la tristeza por haberla perdido. Como le había sucedido ese día. Alex lo había distraído, y le estaba agradecido.

      No obstante, cuando acabara la fiesta, la enorme mansión le parecería aún más vacía. No lo esperaba con agrado.

      Alex lo miró con los labios levemente entreabiertos.

      –En realidad, te iba a pedir que me llevaras a casa después, si no te importa.

      «Después» era una palabra que le gustaba mucho, ya que contenía toda clase de interesantes posibilidades. Sonrió.

      –Mi coche está a tu entera disposición, a cualquier hora.

      –Parece que la fiesta se acaba –comentó ella. Él tardó unos segundos en dejar de mirar su hermoso rostro para ver a lo que se refería.

      Miró hacia abajo. El salón estaba casi vacío. ¿Qué hora era? Había perdido la noción de todo: de la hora, los invitados y la gente con la que hubiera debido relacionarse. Y en menos de un minuto iba a tener que echar a los remolones como un mal anfitrión. Y lo peor de todo era que iba a encargar al mayordomo que fuera él quien los echara.

      Hizo una seña a George, que estaba acompañando a los invitados a la puerta de forma coordinada con el aparcacoches.

      George llevaba más de cuarenta años trabajando para los Edgewood, debido, sobre todo, a su especial capacidad para adivinar el pensamiento. Asintió y se acercó a los grupos de invitados que seguían en el salón para conducirlos a la puerta.

      –En el momento justo, diría yo –afirmó Phillip.

      –Estoy de acuerdo. Estaba deseando tenerte solo para mí.

      Una corriente eléctrica se deslizó entre ambos y a él le recorrió la entrepierna y le despertó los sentidos.

      –A no ser que prefieras que me vaya –añadió ella.

      –¿Cómo puedes pensar eso?

      Alex se mordió el labio inferior, una costumbre que él había observado en ella cuando trataba de decidir lo que iba a decir. No era que él se dedicara a mirarle la boca. Bueno, lo hacía más tiempo del debido, pero las reuniones que tenían sobre el proceso de aprobación por parte de la FDA eran interminables y ella se sentaba enfrente.

      –Solo quería comprobarlo. No se me da muy bien darme cuenta de lo que quiere la gente.

      Él se percató inmediatamente de lo que ella buscaba.

      Le tomó el rostro entre las manos. Sus ojos verdes brillaban cálidos y esperanzados. Incluso la mancha marrón parecía vibrar bajo su escrutinio. Eso le produjo una punzada de puro deseo.

      –Esta noche se trata de ser espontáneos –dijo él–. A ninguno de los dos se nos da bien, lo cual significa que no debe haber expectativas. Haz lo que desees.

      Lo decía en serio. Si ella quería pasarse la noche hablando, le parecería bien. Claro que no iba a rechazar a una mujer que estuviera dispuesta a acostarse con él. Pero lo único que deseaba era estar con ella, aunque se daba cuenta de que era egoísta, ya que no podía ofrecerle gran cosa. También era consciente de que debería encaminar en otra dirección la búsqueda de una esposa de conveniencia.

      Pero no tener expectativas implicaba que tampoco tenía que pensar en eso. Al menos, esa noche.

      –Sin expectativas –dijo ella sonriendo aún más–. Me gusta. Me gusta que entiendas que me cuesta ser espontánea. Pero quiero que esto sea algo que los dos deseemos, suponiendo que sea lo mismo.

      Él sonrió a su vez.

      –Eso espero.

      Una gran noche juntos sin compromiso ni ataduras, tomara la forma que tomara.

      –¿Mañana no nos sentiremos raros? Seguimos trabajando juntos –le recordó ella–. A algunos les resulta difícil estar sentados frente a frente en la sala de reuniones, después de haber estado desnudos.

      Muy bien. No había dudas de que ambos estaban pensando en lo mismo. El fuego de su entrepierna aumentó cuando deslizó la mano hasta la nuca de ella atrayéndola hacia sí para quitarle las horquillas del cabello.

      Le quitó una y la tiró. Había pensado en hacerlo desde el momento en que pisaron la pista de baile.

      –No, no nos sentiremos raros –murmuró–. Lo que pase en esta casa no saldrá de aquí.

      Ella se estremeció y sacudió la cabeza. Él fue buscando las horquillas y quitándoselas una a una. Ella alzó la barbilla para traspasarlo con la mirada, mientras el cabello le caía por los hombros.

      –¿Puedo contarte un secreto? –preguntó ella con voz ronca.

      –Lo que quieras.

      –A veces pierdo el hilo en las reuniones porque quiero echar a todos y dejar que me beses. Tal vez de pie y contra la mesa.

      Él gimió al formársele la imagen en el cerebro sin impedimentos, ya que no le quedaba sangre en la cabeza para detenerla. Entendía a Alex perfectamente.

      –Yo a veces pierdo el hilo porque me pongo a pensar en el sabor que tendrás aquí.

      Le recorrió la línea del cuello con el dedo, comenzando por la oreja y acabando en la clavícula, para después sustituir el dedo por la boca. Su sabor le colmó los sentidos al hacer realidad su fantasía de saborearla.

      Ella gimió y a él le sonó a música celestial.

      Necesitaba más, más contacto, más

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