El escándalo del millonario. Kat Cantrell

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El escándalo del millonario - Kat Cantrell Miniserie Deseo

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      Alzó los ojos y lo miró con una expresión vulnerable e insegura que lo conmovió. La atracción que sentía por ella aumentó por una simple mirada.

      –No eres torpe, sino sincera, lo cual resulta estimulante.

      –Me alegra que lo creas así –frunció el ceño–. A las personas como yo no las suele ir a buscar el anfitrión de la fiesta. Tendemos a ocultarnos tras una estatua y a tener problemas de guardarropa.

      –¿Por qué has venido si no te gusta arreglarte?

      Era evidente que no se había transformado en alguien a quien le gustara hacerlo, lo que era una pena. Cada vez se alejaba más de ser candidata a acompañante permanente. El problema era que cuanto más estaba allí con ella, más quería olvidarse de sus reglas para el matrimonio.

      –Ya sabes por qué.

      La corriente subterránea entre ambos aumentó de temperatura cuando se miraron a los ojos. La atracción que sentía hacia ella era un problema de enormes proporciones.

      –¿Has venido por mí? –preguntó, aunque no era verdaderamente una pregunta.

      Ella le sonrió, dándole a entender que sí.

      –Me halaga que te hayas puesto un vestido incómodo y te hayas maquillado para mí.

      –Se debe a un arranque de espontaneidad. No es propio de mí, pero espero que, al final, haya merecido la pena.

      Phillip estuvo a punto de gemir. Alex le encantaba. ¿Por qué no podían ser dos personas normales que se encuentran en una fiesta y no tienen ningún otro plan que pasárselo bien?

      –Soy fan de las mujeres espontáneas.

      Sobre todo porque él carecía de oportunidades de mostrarse espontáneo. La espontaneidad era enemiga de alguien con la vista puesta en la presidencia del país. La vida de Phillip consistía en declaraciones muy pensadas, apariciones planificadas, conocidos a lo que se investigaba concienzudamente y sesiones fotográficas.

      La probabilidad de estar con una mujer interesante en un oscuro rincón era prácticamente nula. Sin embargo, allí estaba. Solo por esa vez, él deseaba mostrarse espontáneo.

      Sonrió de oreja a oreja. Probablemente llevaba mucho tiempo sin sonreír así salvo que se lo hubieran ordenado.

      –Pues vamos a hacer algo totalmente impulsivo. Baila conmigo.

      Ella negó con la cabeza con tanta fuerza que fue un milagro que esta no se le desprendiera del cuello.

      –No puedo bailar contigo delante de toda esa gente.

      –Claro que puedes. Llevas un vestido adecuado, eres mayor de dieciocho años y no estás casada.

      Esos eran los tres elementos que podían provocar un escándalo y los que tachaba automáticamente de la lista en los primeros segundos en que se hallaba en compañía de una mujer. Después de que se su tío perdiera la posibilidad de ser nombrado senador a causa de unas fotografías en que aparecía con una mujer que no era su esposa, Phillip se había jurado no apartarse del buen camino.

      Su carrera no le importaba solo por el hecho de resultar elegido, sino porque quería hacer las cosas de otro modo, cambiar el mundo. Se negaba a que su buena estrella se eclipsara demasiado pronto por cualquier motivo, y mucho más por una mujer. Era indudable que era un privilegiado, pero serlo implicaba una gran responsabilidad.

      –El vestido no tiene poderes mágicos, Phillip. Soy torpe con las palabras y con los pies.

      –Parece que no te das cuenta de que eres una ejecutiva con éxito que ha fundado una empresa millonaria. Deberías estar en la pista intimidando a todos los presentes por ser Alexandra Meer, sin importante lo que piensen.

      Le tendió la mano. No iba a consentir que se pasara la noche en aquel rincón. Tenían que hacer honor al impulso de ella de acudir a la fiesta.

      Alex vaciló mientras miraba la mano tendida de Phillip.

      Tenía un motivo para haberse escondido tras la estatua. Otras mujeres debían de tener una piel adhesiva que les permitía llevar un vestido sin hombreras sin que se les cayera. Alex no la tenía. Y, si bailaba, todos se darían cuenta.

      –Vamos –rogó él con su voz profunda voz. Ella se estremeció al oírla, igual que lo había hecho la primera vez–. No voy a dejarte aquí y, si no bailas conmigo, no estaré ejerciendo bien mi papel de anfitrión. Es mi casa, por lo que resultaría extraño.

      Alex observó la estatua, muy grande y fea, tras la que había buscado refugio.

      –Se trataba de que no me vieras.

      Ni él ni nadie. La estatua era un buen escondite que le permitía seguir lo que sucedía en el salón. Las fiestas le recordaban por qué no acudía a ellas. Las relaciones sociales constituían un conjunto de reglas confuso y complejo que a ella le resultaba difícil seguir. Le gustaban las reglas, pero cuando tenían sentido, como en las finanzas. Los números eran iguales ese día que el anterior y el siguiente.

      Normalmente seguía al pie de la letra su propia regla número uno: no llamar la atención. Pero Phillip la atraía intensamente y las fiestas parecían ser su hábitat natural, por lo que había acudido a una para ver si, fuera de Fyra, las cosas avanzaban entre ellos.

      Porque había chispa entre ambos, aunque él no había hecho nada al respecto. Ella quería averiguar si su frialdad se debía a una falta de interés o a otra cosa.

      Cass le había insistido en que necesitaba un cambio de imagen y le había quitado la tarjeta de crédito para comprarle aquel vestido. Alex no tenía ni pizca de glamur, pero la imagen que le devolvió el espejo estaba muy bien.

      Y allí estaban Phillip y ella flirteando y divirtiéndose, y él le acababa de pedir que bailaran. Parecía que, en efecto, el vestido tenía poderes mágicos.

      Tal vez podría bailar con él. Solo una vez. Después se volvería a su escondite antes de que alguien tratara de hablar con ella; alguien que no fuera tan comprensivo como Phillip con sus meteduras de pata.

      Ella le tendió la mano lentamente, lo cual le resultó casi tan difícil como entrar por la puerta de su mansión sabiendo que él se hallaba al otro lado, tan increíblemente guapo como siempre. En realidad, había tenido que echarle mucho valor a todo lo que había hecho para conseguir que su relación con él avanzara.

      Tal vez las estrellas se hubieran alineado para aliviar la soledad que sentía, resultado de su incapacidad para las relaciones sociales y de la firme creencia de que los idilios eran un mito.

      De vez en cuando salía con alguien, no muy a menudo. Pero le gustaba la compañía, y Phillip era el primer hombre en mucho tiempo en el que no podía dejar de pensar.

      Esa noche quería comprobar hacia dónde podrían ir las cosas entre ellos.

      Sin embargo, aquella casa centenaria la abrumaba, con el vestíbulo del tamaño de una biblioteca pública, flanqueado por dos escaleras que conducían al primer piso. Era un recordatorio visual de la privilegiada posición que él ocupaba y de que los hombres como él llevaban una vida que no tenía nada que ver con la de un patito feo como ella.

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