Sangre helada. F. G. Haghenbeck
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El capitán César Alcocer sonrió divertido por los comentarios del licenciado. Le gustaba la forma de ser de su contraparte de Gobernación, pues a diferencia de los políticos de la capital era más dicharachero, relajado. Como que eso de ser cabrón y una piedra en el culo no se le daba. Y se agradecía, por eso no era extraño que fuera respetado y querido por los internos, más que su antiguo jefe el licenciado Tello. Dio una chupada a su vicio mientras atestiguaba en las mesas de los reclusos cómo servían limonada en grandes vasos. Algunas veces intercambiaban productos con los habitantes del pueblo, o se conseguían bastantes cosas en un mercado negro permitido por los guardias. Las pocas mujeres estaban vestidas de blanco y algodón, como si fuera una kermese. La señora Federmann resaltaba de entre todas ellas con un vestido de amplia falda a la rodilla, de tirantes en color verde pastel, con una pañoleta y lentes oscuros. Sus aires de estrella de la pantalla grande casaban a la perfección en ella. Por eso para muchos de los hombres de la prisión era imposible quitarle la mirada. Su esposo permanecía sentado a su lado en camastros de madera jugando una partida de ajedrez con su hija menor.
—¿La familia Federmann? —cuestionó el capitán señalándolos.
—¿Qué con ellos? —repuso admirado el alcaide.
—¿Por qué están aquí?
—En verdad, por las burradas de su hijo —torció la boca molesto, pues los estimaba y sentía que la situación hacia ellos no era placentera—. El chamaco decidió ser soldado del enemigo. Y hay un cabrón que les quiere hacer mala obra, el general Maximino.
—Me he enterado que todos tienen problemas con él. No dudaría que a él sí lo mandaran matar, colecciona enemigos —aceptó el capitán sin retirar la mirada de Greta. La rubia se dio cuenta y al encontrarse la vista entre ambos, en su rostro asomó una coqueta sonrisa. El capitán la disfrutó como un caramelo.
—Veo que está interesado en Greta —interrumpió su coqueteo el alcaide. El capitán lo miró sorprendido, pues lo habían descubierto—. Déjeme advertirle que es toda una viuda negra. No se haga muchas ilusiones, ellos están fuera de su nivel.
—Ya soy mayor de edad, licenciado. Ya puedo ir al baño solo —gruñó molesto el militar, arrojando su cigarro y encaminándose con grandes zancadas a la zona de las mesas.
IX
Desde muy joven, Marina Guerra había ocupado puestos académicos y políticos importantes. Para ella era normal el día a día de codearse con los intelectuales y científicos de la época. Se sentía privilegiada, suponía que era una situación inusual para una mujer. Más aún para una de su tipo: regordeta, de rasgos indígenas, bajita y poco agraciada. Era su orgullo, había roto las barreras racistas y clasistas en el universo elitista del conocimiento. Incluso representó a México en conferencias internacionales, colocándose como una voz importante del medio erudito. Ella sabía que todo ese éxito era fruto de su labor, pues había cincelado su carrera profesional, golpe a golpe, a detalle, para ser lo perfecta que era.
Una mujer con decisión, activa políticamente desde la Revolución mexicana. Una revolución que, aunque permitió a las mujeres participar en espacios que habían sido anteriormente negados, no le otorgó el voto a su género. Aun así, Marina Guerra se benefició de las políticas sociales cuando se abrió la posibilidad de que las mujeres tuvieran acceso a la educación superior y pudieran convertirse en profesionistas. Y aunque Marina siguió el camino para ser educadora, se decantó por la arqueología, entrando en un ambiente académico que hasta entonces era eminentemente dominado por hombres. No era extraño descubrirla en las fotografías de los periódicos al lado de grandes como Alfonso Caso, en Monte Albán; José García Payón, excavador de importantes zonas en Veracruz; y Jorge Ruffier Acosta, famoso por sus hallazgos en Tula. La prensa le llamaba la Exploradora de Pirámides y ese mote era un orgullo para ella.
Ese noviembre de 1943, un miembro de la familia Juárez, de nombre Camilo, quien vivía en el pueblo de Alchichica, con tierras de cultivo cercanas al volcán llamado Cofre de Perote, declaró a las autoridades locales que había localizado un posible vestigio prehispánico en la zona media entre la cultura totonaca o mexica. El hombre y su hijo al parecer fueron a la capital en búsqueda de un pago, pues no se supo más de ellos. Sin embargo, en su comunicado a las autoridades del pueblo, se mencionaba la presencia de figuras de barro o piedra esculpidas con motivos que asemejaban calaveras, resaltando la reverencia que había a deidades relativas a la muerte. Además de ese descubrimiento, a finales del siglo XIX, un cronista de Xalapa había recopilado una larga tradición oral entre los habitantes del pueblo que contaban la historia de cómo había una tierra sagrada donde se impedía que se habitara y que aún era venerada por indígenas locales. Todo eso se comentó de inmediato en varios círculos intelectuales, y en la Ciudad de México, aunque algunos historiadores fueron escépticos, el gobierno decidió enviar una misión arqueológica a la zona en búsqueda de aferrarse a un indigenismo latente que había servido como escudo político ante lo foráneo, en especial con la guerra en Europa y las presiones de entrar en ella. En el pueblo de Perote y cercanías, los habitantes habían ya aceptado que dicho descubrimiento iba a significar un cambio radical en su estilo de vida, comparándose con Monte Albán en Oaxaca o Palenque en Chiapas. Una gran pancarta se colocó en la plaza por orden del presidente municipal. En ella se leía: “Éste es el sitio donde nacieron nuestras raíces, bienvenido”.
Antes de que el invierno impidiera los trabajos, arribó una comitiva de arqueólogos liderados por Marina Guerra. Fueron dispuestos específicamente por el secretario de Defensa Lázaro Cárdenas y el secretario de Educación Pública Octavio Véjar Vázquez para ofrecer, en corto plazo, el aviso de un hallazgo arqueológico importante a nivel mundial. Anuncio importante en tiempos en que las historias positivas escaseaban. Los primeros restos materiales y óseos fueron hallados e inmediatamente se desató el júbilo en el pueblo: las campanas de la iglesia repicaron y se dispusieron peregrinaciones para celebrar el descubrimiento. Ellos se estaban convirtiendo en los nuevos héroes nacionales: la ciudad de Perote, como Marina Guerra, a quien por lo pronto comenzó el rumor de que se nombraría doctora honoris causa por la UNAM. El alcalde pidió que los restos arqueológicos fueran conservados en el pueblo y no se trasladaran a la capital, aprovechando la situación para pedirle al gobierno central que instalara alumbrado público, alcantarillado, una escuela y nuevas carreteras. Resultaba obvio que todo el descubrimiento era parte de una disputa política entre hispanistas e indigenistas, así como el control de los símbolos nacionales.
Finalmente el culto sobre los nuevos descubrimientos de figuras con temas mortuorios, así como la capitalización simbólica de lo que podía ser la tumba de un dios mexica, mostraron que los mecanismos nacionalistas invocados por las elites políticas podían realizarse en cualquier parte. Sin embargo, la imagen de una mujer implicada en la invención de la historia nacional no iba a ser aceptada fácilmente en un momento social y político en que la situación de las mujeres en México estaba en entredicho. A Marina Guerra se le infamó, como si la nación no pudiera sobrellevar la idea de que una mujer realizara un hallazgo tan emblemático. Por ello, se le olvidó, dejándola sin apoyo ni cobertura mediática. Lo que pudo ser uno de los grandes descubrimientos quedó como un pie de página, olvidado por el pueblo, el gobierno y la prensa. Nunca se enteraron de que Xipe Tótec, nuestro señor desmembrado, el gran dios rojo, deidad de la vida, la muerte y la resurrección, había despertado para recuperar su dominio, sólo por que lo había revelado una mujer.
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