Sangre helada. F. G. Haghenbeck

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Sangre helada - F. G. Haghenbeck El día siguiente

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Federmann giró hacia su esposa, sorprendido. Era una solicitud que revivía viejas rencillas en casa y que hablaba mucho de los problemas que tenían entre ellos.

      —Es complicado, Greta —susurró el alcaide.

      —Encárgate de mandarlo, sólo hazlo —ordenó imponiéndose.

      —Haz como dice Greta —se resignó el señor Federmann apretando los labios. Intentó exponer su decisión—: No han sido días fáciles para nosotros… ¿Recuerdas cuando dieron la noticia del hundimiento del barco mexicano? Algunos salvajes comunistas rompieron a pedradas los ventanales del Casino Alemán y de la Librería Alemana.

      —Te comprendo, Richard —movió la cabeza aseverando—. Todo ha cambiado con esta guerra. Yo nunca pensé terminar en este culo del infierno. Quería ser diputado, pero dicen que me gané este puesto por mi lealtad… ¡Pura chorrada!

      —Fuiste a las fiestas equivocadas —Greta le acarició la mejilla con un gesto triste, asumiendo la mala suerte de ambos—. Llevarte con el cabrón del hermano del presidente no te trajo nada bueno.

      —Puede ser el siguiente…

      —Y yo puedo ser el mago de Oz —protestó Richard apurando su bebida.

      —Y aquí estamos, Richard. Sólo es política —el licenciado colocó la mano en el hombro de su amigo—. Haré lo que tu esposa dice, mandaré esa nota al secretario de Gobernación y veamos si podemos sacarte antes de Navidad.

      —Un invierno aquí es un pesadilla —se quejó Greta mirando por la ventana de la oficina.

      María y Victoria caminaban por entre los largos pasillos lóbregos de la fortaleza. Túneles con poca luz y ese olor fastidioso a humedad. Victoria se había quedado inquieta por lo atestiguado en el patio. Trataba de que no le afectara, rumiando su odio a su familia y la incapacidad de lograr que los dejaran libres. Aborrecía estar ahí, no por el confinamiento, sino porque se perdía las reuniones con sus compañeras de la capital y las fiestas en búsqueda de muchachos guapos. Estaba segura de que Raquel, su amiga, había encontrado un novio con dinero que ya la paseaba por las heladerías de la colonia Roma o en las cenas del Frontón México. María le seguía en silencio, aturdida por la imagen de ese gigante que vio en su mente, con un gesto que no representaba nada: ni felicidad, tampoco tristeza.

      —Escuché un ruido…

      —Yo no —murmuró María.

      —En la fonda… ¿Viste algo, verdad? —preguntó Victoria. Su hermana no comprendía del todo el don de María, pero entendía que era real. Más de una vez se había vuelto verdad lo que había predicho. Quizá para sus padres sólo eran delirios de una niña con exceso de imaginación, pero Victoria intentaba ayudar a María, al menos comprendiéndola. Apoyaba a su hermana aceptando que era diferente, y que esas visiones podían ser más una pesadilla que una bendición.

      —Algo… fue distinto. Me puso nerviosa… —rumió María intentando acordarse de lo percibido, mas era ese gigante que apareció en sus visiones lo que temía.

      —Ya sabes que si se te muestra algo, puedes decirme —le instruyó su hermana.

      Otra vez el ruido. Las dos voltearon. Algo se acercaba a ellas caminado entre oscuridades. Se tomaron de las manos.

      —¡Buuuu! —gritó un niño en pantaloncillos cortos de la misma edad que María. Toño Salinas se carcajeó burlándose de ellas.

      —¡Estúpido! —bufó Victoria continuando su andar hacia sus habitaciones. El chico saludó alzando la mano. María le sonrió.

      —¿De regreso? —preguntó sarcástico el chico con las manos en los bolsillos—. Me extrañaban, por eso regresaron.

      —Ni en sueños, idiota —clamó Victoria golpeándole el omóplato. El muchacho chilló exagerando el dolor.

      —¿Es cierto que vieron a un verdadero espía? —cuestionó intrigado.

      —¿El Chacal? Sí, es un idiota como tú —rezongó Victoria entrando a su habitación. María de nuevo le sonrió. En su mundo poco entendía de algunos comentarios burlones, pero había aprendido a sonreír al escucharlos.

      —Sí, me extrañaron… —concluyó complacido el chico.

      V

      –¡Monje, es hora de comer! —le gritaron desde el otro extremo. El eco entre los gruesos muros rebotó cual pelota de tenis para llegar a los oídos del desatento hombre. Alzó la mirada y pudo ver quién le hablaba: era Barcelona, el marinero germano-español con el que compartía catre. Dejó de escribir en su libreta e hizo un gesto de haberlo escuchado. Mas el marino no se movió, esperando a que su compañero lo siguiera al comedor. Éste continuó escribiendo, indicando con un movimiento de la mano: Vamos, ve tú. Déjame de chingar. Estoy trabajando.

      Barcelona alzó los hombros y desapareció entre los pasillos de la fortaleza, uniéndose al murmullo de los prisioneros que asistían a la campana que llamaba al almuerzo. El Monje Gris continuó escribiendo sus pensamientos en una oprimida letanía llena de adjetivos con letra pequeña sobre una de sus libretas. Llenaba cuadernos con esos pensamientos, cientos de ellos. Plasmaba sus ideales filosóficos, delirios sexuales con dibujos explícitos, reflexiones sobre la historia de México comparando viejos dioses con ángeles, teorías de conspiración antisemitas sobre el dominio mundial y planteamientos donde aseguraba que en la búsqueda de la sabiduría de los secretos del vasto universo, esos descubrimientos dañaban la cordura de una persona, pues la mente no estaba preparada para tal entendimiento. Excepto la suya, claro.

      El Monje Gris pasaba la mayor parte del tiempo cavilando en todo, literalmente en todo. Era un elegido con el poder de la sabiduría universal, un tocado de inteligencia sobrehumana, alguien en quien la moral se desvanecía. Al menos así lo suponía, y así lo expresó en los juicios en su contra, culpado de asesinato. Podrían haberlo encerrado en La Castañeda, pero su origen germánico lo llevó al campo de confinamiento en San Carlos. Una repentina donación monetaria de su hermano ayudó a su encierro en ese lugar frío y olvidado. Era una manera de esconderlo y desentenderse de él. Aunque para su viciada mente sólo se trataba de una prueba de frustrar su cruzada personal.

      Hace dos años, en 1941, meses antes del ataque japonés a Pearl Harbor, una denuncia llegó a las autoridades de la Ciudad de México. Hablaban de un extraño suceso en una mansión situada en avenida San Ángel, dentro de un barrio ostentoso y distinguido. Al llegar al lugar, la policía descubrió algo insólito: la sirvienta y el mozo, totalmente desnudos y hambrientos, estaban encadenados con oxidados grilletes a la pared. Y en una de las habitaciones, la señora de la casa, Geraldine Schulz, yacía muerta con un disparo en el costado. La policía indagaría que esa mansión estaba a nombre del ingeniero Adolf Schulz, de orígenes alemán y polaco, nacionalizado mexicano. Ese hombre estaba casado con la difunta y tenían un hijo que no se encontraba en el lugar. En el reconocimiento de la casa, la policía descubrió el acceso al sótano. Ahí se encontraba un cuarto con complejos instrumentos de tortura. Era en ese lugar donde sometía a humildes muchachas recién llegadas a la ciudad, que al parecer caían en las mentiras del patrón. Sorprendidos, los agentes unieron las declaraciones de los sirvientes para comprender que ese hombre estaba totalmente demente. Al ser detenido en su oficina, en el centro de la ciudad, Adolf Schulz declaró que los actos cometidos eran con la única finalidad de poder descansar su mente debido al esfuerzo del trabajo intelectual al que era sometido. En pleno delirio, incluso trató de incriminar a su esposa, a

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