Sangre helada. F. G. Haghenbeck
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—¡Hipócritas! Saben bien que sólo se trata de dinero. Quieren sobornarnos para no ir a prisión —el empresario acomodó sus lentes y cruzó los brazos. Estaba escarlata de la cara, como si lo hubieran puesto en el comal igual que las tortillas. Su esposa lo apaciguó con una caricia.
—Podrá entender el malestar de mi marido —dijo ella—: un agente de Gobernación pidió dinero para no mandarnos al campo de concentración. Tal vez usted sea alguien decente, capitán, sin embargo está rodeado de corruptos.
—Lo siento, señora. Estoy seguro de que en pocos días quedará resuelta su situación —intentó ser cortés el militar con la bella mujer.
—Se agradece, capitán. Llámeme Greta… Greta Federmann, para servirle —respondió la mujer extendiendo su mano para saludar al militar. Éste se inclinó para besarla. Hubo un momento íntimo… e incómodo entre ellos. La señora Federmann giró los ojos hacia su mesa—: mi esposo, Ricardo… Y mis hijas, Victoria y María.
El oficial miró a las dos muchachas. La mayor tendría unos dieciocho, trataba de verse muy adulta. Faltaba algo para que tuviera las curvas de su madre, pero se veía hermosa con su aspecto de ninfa. La pequeña sólo bajó la cabeza, incómoda ante la presentación.
—No se hagan los inocentes, señora… ¿Y su hijo? —el agente Huerta intervino al ver el coqueteo entre la señora Federmann y el militar—. Dígale al capitán dónde está su primogénito…
—En Europa… —fue la respuesta lapidaria de la mujer.
—¿Se reclutó para la guerra? Debe de ser un joven valiente —continuó el juego el capitán. Mas la hija mayor se levantó de golpe, gritando:
—¡Por favor, mamá! ¿A quién engañas con tu pose de mosquita muerta…? ¡El idiota de mi hermano Gustav se enroló en el ejército alemán! ¡Está peleando con los nazis!
Un silencio embarazoso se montó en el local. La señora Federmann amplió sus labios en algo que parecía una sonrisa, la mirada saltando entre los presentes.
—¿Ustedes son mexicanos? —balbuceó el cabo intrigado.
—¡No se deje llevar por el pelo rubio! Papá nació en Chiapas, es un Volksdeutscher. Sólo mamá viene de Salzburgo, ella sí es Reichsdeutsche, ciudadana austriaca… ¡Dios! ¡Qué porquería de familia me tuvo que tocar! —continuó su berrinche la chica Federmann.
—¡Victoria! ¡Cállate! Ten respeto a tu padre…
La palma de la mano de la mujer fue más rápida que el vuelo de una mosca. Golpeó directo en la mejilla de su hija, dejándola roja cual durazno maduro. La bofetada fue contundente y sonora. La hizo sentarse de nuevo en su silla. Pero no impidió que la chica terminara de vomitar el odio contra su familia:
—¡¿Qué?! No quieres que manche tu nombre ahora que conociste a un nuevo galán… —volvió la cara al capitán—: Mamá los come vivos…
—Halt die Klappe! —la hizo callar su padre con otro golpe en la mesa. Hasta las tortillas parecieron brincar del susto.
—Y yo pensé que tenía problemas —susurró para sí Von Graft, que ya comía sin prestar mucha atención al drama desatado. Viró a su lado y se encontró con la mirada de la hija menor quien lo observaba con curiosidad, y miedo. A ella le preguntó:
—¿Siempre es así, preciosa?
La infanta María alzó los hombros, sin poner atención a la escena familiar que había tenido que sufrir. Era como si esos sucesos fueran lejanos, y hubieran ocurrido en otro mundo.
—Ellos pelean, sí. Pero no los escucho.
El apresado sonrió. Extendió las manos esposadas a la niña para saludarla al fin.
—Hola, soy Karl. Creo que seremos compañeros en la prisión de Perote…
—Mi nombre es María… —se presentó ella, apenas tocando los dedos de la mano del hombre.
Y fue cuando lo vio todo.
María Federmann tuvo un desprendimiento, de esos que pensó que había dejado de tener en su casa en Chiapas. Ya no estaba en medio de la carretera rumbo a la prisión en la fortaleza de San Carlos en Perote, Veracruz. Ni miraba a todos los presentes. Estaba lejos, en otro lugar. Un sitio alto, entre montañas nevadas que miraba a un extenso lago brillante. Era un lugar hermoso, un paraíso boscoso. Y ahí, en ese lugar, estaba el recién conocido Karl von Graft. Mas no estaba solo, había hombres con uniforme a su alrededor. No verdes, como los del capitán. Grises y elegantes, con botas altas, repletos de radiantes medallas. Todos reían, pero más aún el pequeño hombre de uniforme café: el centro de todo. Tenía un pequeño bigote debajo de la nariz, que caía al igual que su copete negro que trataba de cubrir su calvicie prematura. Carcajeaba, pero en su mirada había muerte, mucha muerte. María lo sabía porque podía oler las miradas. Al menos así lo pensaba: apestaba a pelo quemado y se paladeaba el sabor metálico de la sangre. Por eso sabía que ese hombre de sueños gigantes exudaba asesinato. Y de pronto sacó una pistola de su cartuchera para entregársela a Von Graft. Éste la recibió con un gesto de placer. María trató de gritar, pues sabía que era para matar a Blancanieves. Y no se equivocaba: Von Graft caminó a un extremo del sitio, donde la bella Blancanieves, con su traje azul, amarillo y rojo, tal como lo vio en la película de Walt Disney, estaba hincada llorando. Intentó suplicar por su vida. Nada conmovió a Von Graft que colocó la pistola Luger en la sien de la bella princesa para disparar sin piedad. Sangre y sesos salpicaron su cara. El cadáver de la princesa se derrumbó en el piso con un gran charco de sangre alrededor. La bella princesa se convulsionaba y…
—¡Noooo! —gritó María histérica soltando la mano del prisionero. Todos voltearon a verla. Von Graft era el más asustado. El capitán de inmediato corrió hacia el prisionero, llevando su mano al cuello para ahorcarlo.
—¡No hice nada! ¡No le hice nada! —intentó explicar Von Graft sin entender el terror en aquella niña. El cabo colocó el cañón de su pistola en el pecho del prisionero. Todo era gritos y caos. María derramaba grandes lágrimas mientras decía algo al oído de su hermana Victoria quien la abrazaba intentando calmarla. Fue entonces que la joven Victoria se levantó, interponiéndose entre el militar y Von Graft.
—¡Déjenlo!… Le juro que no pasó nada. Mi hermana se asustó por una araña. Ella es… especial —explicó la muchacha. El capitán, fastidiado, echó un vistazo a todos. Convencido de que fue un mal entendido, soltó a Von Graft. Un ambiente tenso permaneció sin embargo en el cuartucho de aquel comedor. Por eso fue extraño que el campesino que comía al lado de la barra diera un gran eructo. Eso hizo que algunas risas brotaran y la situación se aligerara:
—Perdón… Los frijoles me causan gases…
—Creo que mejor nos vamos —indicó el agente Huerta señalando a la familia Federmann. No hubo despidos ni cruce de miradas. Salieron del local apenas el hombre dejó un billete para pagar por las comidas. El capitán suspiró ante lo vivido y se sentó para poder comer su almuerzo en calma. Sólo alzó los ojos para inyectarle un poco de terror a su prisionero:
—No te ganaste ese cigarro, pendejo…
III
Camilo volvió a eructar. Sintió cómo los gases emergían por su garganta,