Sangre helada. F. G. Haghenbeck

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Sangre helada - F. G. Haghenbeck El día siguiente

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no besos. Tampoco ayudaba el ajetreo del tractor, sacudiéndolo mientras araba la tierra. Su hijo, que lo seguía a pie, ni se inmutó por sus flatulencias. Estaba tan acostumbrado que seguramente había creado un método para no olerlos ni escucharlos. El campesino siguió conduciendo el artefacto y se golpeó en el pecho para lograr extraer todos los gases. El último eructo fue tan sonoro como la erupción de un volcán.

      Eran buenos tiempos para el campo. Había conseguido apoyo del gobierno para comprar el tractor y un cliente le había asegurado ya la compra de la cosecha. Se había asesorado con su prima, una maestra rural con ínfulas de terrateniente política de la comunidad de Alchichica, para adherirse a un programa de adquisición de maquinaria agrícola. La comunidad había sido inyectada de apoyos federales para las cosechas y el ganado, por eso el estado de Veracruz vivía bonanza. Su tierra había encontrado de nuevo fertilidad, regresando a tiempos más triunfantes. Había vestigios de esas épocas con los viejos cascos de las haciendas abandonadas. Pero también en los restos prehispánicos de localidades que comerciaron con la costa y el centro del país de manera exitosa. Era común que lo que se creía un montículo no era más que vestigios de una pirámide cubierta por el tiempo.

      Una gélida corriente golpeó a Camilo y su hijo, anunciando la pronta llegada del invierno. Alzó la mirada para ver el majestuoso volcán que seguramente terminaría nevado en pocas semanas, al igual que toda esa zona. El Cofre de Perote, o Nauh­campatépetl. Con su escarpada pared en forma de herradura, se levantaba al terminar su propiedad. El viejo limpiaba el terreno para sembrarlo pasando el año siguiente, cuando la nieve se hubiera derretido. Mas no había sido un tarea fácil, como creía, incluso con la ayuda del tractor. Quitar piedras y remover la tierra resultó un trabajo agotador. Quería enseñarle a su hijo como hacerlo, ya que él heredaría esas tierras. En general había sido un buen día de jornal, pero el almuerzo en la fonda lo llenó de gases.

      Para Camilo el melodrama presenciado no le afectaba, pues desde que habían implementado la prisión para alemanes en la fortaleza de San Carlos, escenas así eran comunes. El tractor se detuvo: había golpeado con algo y no deseaba que una descompostura lo arruinara. Descendió para percibir lo que había descubierto. Fue cuando halló la piedra. Era un pedazo pétreo anodino que brotaba unos centímetros del piso. De textura lisa, distinta de las rugosas piedras volcánicas de la zona. Con la mano despejó la tierra, descubriendo que poseía hendiduras rectas, demasiado perfectas para ser causadas por la erosión: tal vez labradas por un antiguo habitante. Decidió que había que quitarla del camino.

      —Tráete la pala… —ordenó a su hijo. El chico sacó la herramienta de la parte posterior del vehículo. Camilo de inmediato se dedicó a limpiar alrededor del mojón. Al descubrirla, percibió una extraña sensación de muerte y putrefacción, como si se tratara de los restos de una tumba. Era una sensación en su mente, algo que apuñalaba su cabeza ante cada palada.

      Se detuvo y pidió a su hijo que continuara. El muchacho aceptó el encargo sin remilgos. Pensó que así se libraría de esa sensación de pesadez y morbosidad, pero ésta persistió, latente.

      —Es una calaca, pa… —murmuró el chico. Camilo tuvo que dar un paso atrás para comprenderlo: la piedra parecía haber sido labrada asemejando una boca abierta con dientes. Dos círculos en la parte superior imitaban las cavidades de los ojos y una perforación triangular en la parte media como nariz. Sin duda, el primitivo artista deseaba emular una calavera.

      Metió de nuevo la pala para hacer palanca y la roca se movió dejando entrever un hueco en la parte inferior. Tal vez la entrada a una caverna o una madriguera de animal, pero el tufo que emergió fue de una fetidez terrible. Camilo y su hijo absorbieron esos gases, que los hicieron toser y lagrimear. Era un olor tan penetrante que se apartaron llevándose el brazo a la nariz. Se trataba de un hedor único, a piel fermentada y el aroma metálico de la sangre coagulada.

      —Mira, pa… —señaló el hijo a un lado de la primitiva escultura. Camilo se agachó para recogerlo: era una figura de unos veinte centímetros de barro. Humana al parecer, en cuclillas y con las manos al frente. En sorprendente estado. Sólo el rostro le parecía extraño, como si abajo hubiera un esqueleto que trataron de cubrir con una máscara sonriente. Toda la figura aún con vestigios de color rojo.

      —¡En la madre, mijo! Encontramos una pinche pirámide… —logró decir al visualizar mejor el figurín de un dios prehispánico que había terminado su sueño milenario.

      IV

      Dos centinelas los recibieron parados en cada extremo del acceso, rectos y mirando al frente. Su integridad manifestaba porte castrense, el mismo con el que habían permanecido en ese puente por más de dos siglos. Eran centinelas de piedra, cuidadores de la fortaleza, enmarcando el acceso del infierno. La leyenda narraba que se trataba de soldados catalanes que tiempo atrás dejaron su sitio de custodios para pelear entre ellos en busca del amor de una pueblerina. Ambos murieron en un abrazo mortal cruzando sus bayonetas. Ante su delito, el rey español ordenó levantar las estatuas para que vigilaran por la eternidad. Sólo la pequeña María volteó a verlos. Su familia seguía incómoda con los brazos cruzados esperando llegar a su destino. Para la pequeña María no fue necesario tocarlos, en un parpadeo logró vislumbrar las escenas de la leyenda: el antiguo fuerte, la mutua muerte, la mujer que los lloraba y la última voluntad del monarca. Sin entender del todo la fábula, la joven paladeó esas imágenes ajenas a ella, descartándolas como un peligro. Había logrado entender que entre sus visiones, algunas eran sólo ecos del pasado. Victoria, en cambio, rumiaba el ardor en su mejilla, a causa de aquella bofetada. Más por ego dolido que por sufrimiento físico. Odiaba tener que vivir esclavizada a sus padres. Sentía que podía mantenerse por sí misma, alejándose de las complicadas relaciones familiares.

      El automóvil Packard remontó el camino entre el acceso hasta el gran portón del fuerte que remataba en un arco. Esa guarnición les daba la bienvenida con un escudo que había visto guerras y hambrunas, coronado por un mástil que ondeaba la flamante bandera mexicana. La boca de la puerta los devoró, cubriendo el vehículo con sombras para volver a salir a un pasillo, llamado pozo. Detrás de los gruesos diques del castillo en forma de cruz de cuatro picos estaba el edificio central, un cuadrado que confinaba un gran patio central abierto. Los muros de la construcción no escondían su arcaica antigüedad. Eran paredes encaladas que abrigaban las gruesas piedras con las que fueron erigidas. La portentosa edificación había sido levantada en 1777 por orden del virrey Antonio María de Bucareli y Ursúa como defensa para el medio camino entre la costa del Pacífico y la Ciudad de México. Se decidió que la llanura al norte de la montaña, el Cofre de Perote era el lugar ideal por su importancia en la táctica militar. El sitio había sido parte fundamental en la historia de México: sirvió como defensa de los realistas en la guerra de independencia, de resistencia en la invasión norteamericana, cárcel de los próceres nacionales, como fray Servando Teresa de Mier o Xavier Mina, y el lugar donde falleció el primer presidente de la nación independiente, Guadalupe Victoria.

      Después de haber sido colegio militar, fuerte de resistencia y cárcel, el gobierno del presidente Ávila Camacho resolvió que sería el lugar perfecto para montar un campo de concentración de enemigos de la República Mexicana. El furor popular contra los llamados países del Eje, Alemania, Italia, Japón, a causa del hundimiento de los barcos petroleros Potrero del Llano y Faja de Oro, impactó negativamente en las comunidades de extranjeros con esos orígenes. Ciudadanos alemanes fueron desarraigados de sus propiedades y se les concentró tierra adentro, en San Carlos de Perote, señalados como un riesgo para la seguridad nacional.

      —Hemos llegado, señores —informó el agente Huerta. Manipuló el automóvil para estacionarse al frente de la acogida de la plaza, que daba a una escalera doble que conectaba las oficinas principales. A los pies de éstas, un hombre de traje cruzado. Bajo y con cabello que peleaba por desaparecer de su cráneo. Un bigote delgado se movía de un lado al otro, esperando a la comitiva. En sus solapas, el escudo del gobierno mexicano y del partido político

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