Sangre helada. F. G. Haghenbeck

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Sangre helada - F. G. Haghenbeck El día siguiente

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ante el grito. Sólo sacó el arma de su cinturón para disparar una y otra vez. El dios sintió el dolor de las balas, pero supo que no eran mortales, ya que se fundían con su carne viva. La boca se extendió mostrando los colmillos, y se cerró de golpe. Una cascada de sangre emergió del hombro de Camilo ante la desaparición del brazo con la pistola. Masticó la parte del cuerpo arrancada, trozando los huesos como si fueran un suculento caramelo. Volvió a abrir las poderosas quijadas, para arrancar la cabeza. Ésta la tronó en su boca, saboreando el relleno. Fue el primer alimento en siglos. El dios estaba exhausto tras su resguardo milenario.

      Saciado, el ser desollado se arropó entre las raíces para retomar fuerzas, para tomar un nuevo sueño, pero esta vez reparador.

      VII

      13 de noviembre de 1943

      Veracruz, México

      ¿Te acuerdas de esos días en Barcelona, osita? ¿Puedes recordar aún el olor del chocolate caliente con churros? ¿Aún tendrás mi aroma después de que hicimos el amor en el hotel? Yo ya he perdido tu olor. Sé que olías a aceite virgen, a rosas y un poco de tomillo, pero no lo recuerdo. Sólo son las palabras las que se albergan en mi cabeza. No hay recuerdos de esos aromas. Sé que tu piel era como seda, pero mi tacto la olvidó. ¿Sabes qué si recuerdo bien? Las bombas a lo lejos en la ciudad, Barcelona. Sí, esas explosiones que parecían acompañarnos cuando llegabas a tu deleite en la cama, cuando yo te poseía como loco. Eran como tambores, marcando nuestros gemidos. ¿Tú los recuerdas?

      Han pasado cinco años desde que te vi la última vez. Cinco años, maldita sea. Es mucho. Pero no tanto para comenzar a olvidar los detalles. No se vale. Maldita guerra, no se vale. Deberíamos estar juntos. Pero no, nos tiene separados esta cosa que llaman guerra, pero que ni idea tengo de qué es. Yo sólo miro el cielo de mi prisión y pienso que es el mismo cielo de Barcelona, el que deberías de ver tú. Ruego por que esta carta no la confisquen, que no encuentren nada perverso para que sea retenida. ¿Has recibido las otras cartas? No hay respuesta tuya. Me gustaría saber cómo estás y qué ha pasado. Por favor, toma ese bolígrafo y escríbeme. Lo prometiste. ¿Qué ya no lo recuerdas? ¿También lo olvidaste?

      Hay mucho que aún está en mi memoria: siento que fue ayer que me informaron que iría con el comandante a España. Yo dije que sí porque no tenía nada mejor que hacer. Era un soldado bastardo. Claro que dije que sí. Quería conocer el mundo, como mi padre. Supuestamente no estábamos ahí. No, nadie decía que había alemanes ayudando al general Franco. Bueno, algunos sí, los que querían desprestigiar el movimiento: los comunistas republicanos. Pero ésos ya estaban fuera, estaban huyendo, estaban muertos. Y si no lo estaban, nos encargaríamos de matarlos. Para eso fuimos, para ganar esa guerra civil. ¿Sabía español? Claro que no. Pero pronto aprendí lo suficiente para hablarte, para hacerte reír. Decías que lo hablaba como una vaca francesa. No creo que un bovino franchute sepa español, y debo decirte que si lo conociera, hablo mejor que él. Aquí hasta ya maldigo sin acento. Mi español es tan bueno que me dicen “Barcelona”. ¡Puedes creerlo! Soy Barcelona. Ni siquiera me imaginan alemán. No puedo decirles que mi madre era gitana. Eso sería terrible, denigrante, peor que decir que judía. No, mejor soy Barcelona, el soldado germano-español que peleó en España.

      No sé si hice bien al enrolarme de marino. Debí seguir en la milicia, a lo mejor ya sería oficial. O tal vez estaría muerto en Rusia. Sólo sé que tenía que salir de ahí. Un barco era la mejor opción, por eso fui marino. México, me dijeron, ¿por qué no? Conozco el español, vamos a México. De regreso iría a buscarte, a decirte que era mi error, que no debí huir de Barcelona cuando me dijiste que estabas esperando al niño. Me asusté. Era un crío, nunca me he visto como padre. ¿Qué querías que hiciera? Era sólo México. Un par de meses para asimilarlo y regresaría. Maldita guerra, no se vale. Cuando llegamos a Veracruz, no esperaba tardar tanto en tomar la mercancía. Aún menos que los idiotas de mis compatriotas hundieran barcos mexicanos. Claro que no nos iban a dejar salir. Todos los marinos fuimos “incautados”. Más de trescientas personas. Alemanes, yugoslavos, italianos y no sé qué más. Dizque enemigos de la nación. Después de rondar por varios lugares como apestados que nadie quería, llegamos a la fortaleza el 8 de febrero de 1942. Ahí nos dijeron que sería nuestra casa hasta resolver el problema. ¿Resolver el desgraciado problema? ¿Cómo? ¿Terminando la guerra? ¿México terminando la maldita guerra? ¿No era de risa?

      Al principio querían que nosotros nos mantuviéramos por nuestra cuenta. Pero existe lo dicho en la Convención de Ginebra. Yo lo sabía, muchos lo sabíamos. Así que el gobierno mexicano tenía que darnos techo, darnos de comer y preservar nuestra salud. Que se jodan. La verdad no nos peleamos mucho con ellos. No son más que un puñado de guardias, igual de jodidos que nosotros. Así que los hicimos a nuestro modo. No nos va mal. No, no es como Barcelona. No comemos vieiras ni ostras, como las que devoramos en aquellas tardes calurosas. Pero nunca falta comida en mi plato. Son un puñado de guardias, todos al mando de un tal Tello y un Salinas que ni pistola usan. Hasta podemos beber alcohol. ¡Claro que lo conseguimos del pueblo! Se compra de todo si tienes pesos. A algunos no les gusta eso, unos mojigatos que dicen llamarse Comité Antifascista de Perote; se quejaron con una carta al presidente mexicano por las borracheras de los fines de semana. Tú sabes que los alemanes cuando tomamos, tomamos, ¿verdad?

      No sé qué más platicarte. Mi vida ya no tiene sobresaltos. Se repite cada día una y otra vez, esperando a que esto termine o que me respondas una carta. Maldita guerra, me hizo huir de ti. No quería. Te lo juro. Me asusté. Pero quiero regresar, quiero verte. ¿Recuerdas Barcelona? Yo ya no sé si la recuerdo. Creo que la estoy perdiendo, como a ti.

      Te quiero.

      Por favor, contéstame.

      Johann Lang, “Barcelona”

      VIII

      –Mire, le voy a platicar cuál es mi trabajo. Se trata de recibir la deportación selectiva de las personas acusadas de ser afines a los países del Eje y mantenerlos confinados… ¿Eres alemán? Vienes aquí. ¿Descendiente de alemanes con relaciones con los nazis? Tu cuarto te espera. ¿Hiciste propaganda a favor de Hitler? Seguro te recibiremos —expuso con un dejo de sarcasmo el licenciado Antonio Salinas. Lo hacía como si se tratara de una charla en un café en los portales de Córdoba, afable. Se encontraba en uno de los cuartos cerrados de la fortaleza. Las paredes de esa sección estaban manchadas con hongos que disfrutaban la humedad y oscuridad. Una bombilla apenas si lograba iluminar a los presentes.

      El director del centro de confinamiento permanecía sentado en una silla de madera. Frente a él, su nuevo prisionero: Von Graft. Esto no era tan alegre como el día en la fonda del camino. Al llegar a la fortaleza de San Carlos, el comité de bienvenida de los soldados estacionados le dieron una divertida fiesta. Su labio estaba hinchado y una fea cicatriz se abría en su ceja. Los moretones en su cuerpo eran visibles, deberían doler. Aún golpeado y esposado, dos soldados lo vigilaban en todo momento. Disfrutaba la escena, recargado en la pared fumando, el capitán César Alcocer con la camisa de su uniforme remangada. Parecía que él mismo había ayudado con el excitante recibimiento.

      —¿Quién decide si serás prisionero de este campo? —continuó el licenciado Salinas—. Desde luego, no nosotros: el gobierno de los Estados Unidos. Los gringos proporcionan las listas de sospechosos. También hacemos nuestras propias investigaciones. No creas que somos tan huevones. Sí, ése es mi departamento, la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales de la Secretaría de Gobernación. Trabajo con el licenciado Tello.

      El licenciado se levantó, con pereza avanzó hacia el capitán ofreciéndole un cigarrillo. Von Graft se lo llevó a la boca, mientras el encendedor lo prendía. Salinas hizo lo mismo, con otro cigarro para él. Después de darle dos fumadas, regresó a la silla.

      —Si es posible, los espías son deportados a Alemania

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