Sangre helada. F. G. Haghenbeck
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El Monje Gris suspiró, mirando sus apuntes en la libreta. No estaba molesto por estar encerrado, sino por haber perdido los instrumentos científicos de su casa, para seguir con las investigaciones que tanto le apasionaban. Guardó sus apuntes en su maleta donde escondía sus pertenencias, y se encaminó al salón para comer. Odiaba tener que interactuar con los demás presos. Los sentía como borregos. Ba, ba, ba. Balen cabezas de algodón. No saben que son sólo marionetas de los grandes inmortales. Rían, fantoches y bufones de la idiotez, disfruten su ceguera del conocimiento pues nunca entenderán el futuro que nos avecina.
Salió al patio, entrecerrando los ojos cuando el sol le golpeó el rostro calvo. Y escuchó esa voz potente y sonora. No, no estaba ahí, se encontraba cerca. Le llamaba implorando reconocimiento e invocaciones. ¿Eran ellos? ¿Los inmortales que venían por él? Esa voz fue tan potente que lo derribó. Se hincó en el piso sin fuerza, tapándose los oídos. La voz dolía, rasgaba su ser como navajas que cortaran el interior de su audición. Lloró, no sólo de dolor, también de felicidad, pues por fin sus plegarias habían sido escuchadas y el gran conocimiento del Universo le sería develado.
—¿Qué sucedió Monje? —le ayudó su compañero de celda, que al verlo caer al suelo corrió hacia él. Un par de soldados, celadores de la prisión, también le asistieron. Apresaban sus articulaciones pensando que se trataba de un ataque epiléptico. Pero no, no era enfermedad, era éxtasis. Alguien había destapado la tumba eterna de un infinito, el Monje Gris sabía que había removido la piedra que lo mantenía durmiendo. Era el principio de un nuevo mundo, una renovada muerte. Y abrió los ojos, dejando que la voz se disolviera en su locura, para poder ver que le ofrecía.
Al otro extremo del patio, descendiendo de un automóvil negro recién llegado, la advirtió: era joven y pura, virgen, con ojos claros que lo miraban con asombro y terror. No era como las mujeres indígenas que había secuestrado para su cuarto de torturas. No, esta ninfa era un regalo para él. Entendía que el infinito le estaba obsequiando ese pedazo de carne blanca para su gusto, para hacer con ella todo lo que deseara. Sonrió de manera tonta ante las preguntas de los custodios para saber si estaba bien.
—¿Qué le pasa a ese hombre? —preguntó Victoria Federmann al mirar cómo se desvanecía un calvo al otro lado de la plaza. Sus padres voltearon a ver. Asustados prefirieron huir aferrando el hombro de su hija.
—Se habrá desmayado por el sol… —indicó el alcaide del centro de confinamiento, invitando a los recién llegados a pasar a su oficina.
VI
A través de la fina corteza de tierra mojada, el ser divino olisqueó de nuevo el aire libre. Le supo más ligero, lleno de nuevos retos por conocer. Esa bocanada despertó sus adormecidos sentidos inmovilizados por siglos. Encontró sus movimientos frágiles, oxidados por su estancia en esa tumba. Sus ojos sin pupilas volvieron a encontrase con la luz del sol, con esos pétalos luminosos del venerado Tonatiuhtéotl. Era placentero sentir sobre su carne viva esa sensación cálida. Una mano delgada y descarnada, dejando restos de gusanos atrás, brotó de la gruta que había sido su prisión. Quitó la piedra que servía de portón. La enorme pieza, que les había sido imposible mover a Camilo y su hijo, rodó sin resistencia ante su fuerza.
Sintió el cercano invierno, la estación cuando todo moría para revivir en la primavera. Halló una aglomeración de sensaciones que le indicaba la existencia de miles de nuevos reinos que dominar. Sintió en su boca el sabor reconfortante del terror de los humanos, el mismo con el que era alimentado con corazones de vírgenes. Su cuerpo fue dejando atrás la tierra, dispersando más de ese tufo que había hecho huir a Camilo. No logró alzarse pues sus piernas estaban aún débiles, atrofiadas por los siglos de permanecer en un estado de semimuerte. Quizá la piedra que le servía de prisión ya no lo retenía al haber sido apartada por el campesino, pero también existía algo en el ambiente que lo invitaba a retomar su reinado, sabía que era un llamado, un rezo de nuevos acólitos.
Más del doble de alto que un humano, sin seguir las proporciones normales. Las extremidades, delgadas y largas, poseían dimensiones enormes. Todo él, carne viva. Libre de su celda, entendía que debía resguardarse. Se arrastró al bosque cercano, el mismo que servía de principio para el monte del Cofre de Perote. No reconocía el paisaje, pues lo que habían sido pirámides levantadas en su honor ya sólo eran montículos cubiertos de hierba. No vio centros ceremoniales con las ofrendas que podrían haberlo alimentado ante su hambruna, ni rastro alguno de sus devotos. No habría vírgenes ni corazones. Sólo vio al lado de su tumba ese objeto cuadrado rojo que no poseía nada de interés para él. Olía desagradable, a algo que le picaba sus sentidos. La gasolina no le gustó, menos cuando agitó el objeto rojo y se desbordó. Pensó que era su sangre, pero sabía fuerte, venenosa. Comprendió que los humanos seguían ahí, pues había vestigios de su presencia. En especial su emanación: todos hedían a orines y caca.
Terminó escondiéndose entre los árboles, castañeando su dentadura ante el cansancio y el gran desgaste de emerger de su confín. Entonces vio a sus primeros humanos: dos hombres, uno que olía a enfermedad, a gases estomacales. Era viejo y decrépito. A su hijo lo paladeó sabroso. Detrás de ellos le seguía una comitiva, gente del pueblo cercano. Para el ser divino sólo eran parte del rebaño que lo adoraría. Con ellos venían más objetos cuadrados como el rojo de la sangre de veneno. Los humanos se juntaron ante las piedras de su sepulcro. Estuvieron mirando el descubrimiento y se marcharon, quedándose sólo los hombres que removieron la piedra.
—¿Crees que nos den dinero, pa? —preguntó el joven a su progenitor que permanecía en cuclillas mirando la tumba descubierta.
—Lo pediremos, mijo. Es nuestra tierra. Si quieren estas piedras, tendrán que pagar —contestó Camilo. Se levantó, rascándose la cabeza al comprender que su tractor había cambiado de lugar y un charco de gasolina emanaba de él. Alzó la mirada hacia el bosque, donde los ojos divinos lo vigilaban. Le pareció ver algo. El campesino no comprendió qué era, pero se sintió atraído.
—Hay alguien entre los árboles… —murmuró el hijo que se encaminó al bulto. El olor a podrido se hizo insoportable.
—Debe ser el cabrón de Hipólito. Ése quiere quitarnos la tierra… El desgraciado no tiene llenadera —murmuró Camilo. Del tractor sacó un viejo revólver que guardaba en la caja de herramientas. Con la seguridad del arma en sus manos, siguió a su chamaco hacia el bosque. El viento agitó las ramas, haciéndolas crujir.
Su hijo se detuvo al borde de la pared de árboles, mirando las grandes pisadas y el rastro del ser divino. Se hincó revisando la hojarasca compactada por el