Sangre helada. F. G. Haghenbeck

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Sangre helada - F. G. Haghenbeck страница 5

Sangre helada - F. G. Haghenbeck El día siguiente

Скачать книгу

un gustoso apretón de manos—. La familia Federmann vuelve a su confinamiento.

      —¡No la frieguen! ¿No llegaron a ningún acuerdo con mi contacto en la Secretaría? —preguntó el hombre alzando la ceja al unísono de su mostacho.

      —Creo que terminó con un ojo morado, obsequio del señor Federmann… —explicó apenado el agente quitándose el sombrero. La familia Federmann ya estaba atrás de él, por lo que la esposa se interpuso arrojándolo a un lado para hablar directamente con el alcaide.

      —No fue mi esposo… ¡Fui yo! —dictó llevándose su boquilla del cigarro a la boca, esperando que el licenciado hiciera su labor de caballero. Éste, levantando su bigote, intentó ocultar la risa que trataba de emerger. Sacó un cerillo y prendió el cigarro de la belleza rubia. Luego extrajo uno de sus vicios sin filtro para acompañarla. La elegante Greta Federmann y el licenciado intercambiaron miradas cómplices.

      —Greta… Greta… Dime que no tendré que mandar una carta de disculpas al licenciado Miguel Alemán —murmuró divertido el director del sitio.

      —Toño, el problema no fue con Miguelito. Ni siquiera nos quiso recibir, el muy cabrón… Se trata del imbécil que trabaja en su oficina, un tal Blanquet.

      —No hagas eso, Greta. Somos pocos y nos conocemos mucho en el partido.

      —No quiero verme como un malagradecido —gruñó el señor Federmann—, pero te he dado mucho dinero y de nada ha servido…

      —Richard, querido amigo, tú sabes que mientras estés aquí tendrás prioridades. Pero no puedo hacer más. Las elecciones se acercan y la disputa está cabrona. El general Maximino Ávila Camacho no quiere que el licenciado Miguel Alemán sea candidato. Te agarraron en medio de una bronca.

      —Genau! Por mí, el hermano del presidente puede ir a joder a su madre… —gruñó el señor Federmann sacando su portafolio de cuero del automóvil. El agente Huerta se quedó mirando cómo los soldados descargaban del camión esas extrañas cajas. Se acercó al licenciado Salinas, y de manera discreta preguntó al oído:

      —¿Y eso, señor? —señaló el cargamento.

      —Órdenes del general Cárdenas: se mandó el 2º Regimiento Aéreo a peinar las costas de Veracruz con unos aviones P-38 que nos vendieron los gringos… Los pinches submarinos alemanes ya nos comenzaron a hundir barcos —respondió el alcaide sin darle importancia.

      —¿Y qué? ¿Traen los aviones en piezas como un mecano? —jugó el agente.

      —Bombas GP de fragmentación de 500 libras. Todo un regalo del tío Sam para chingarnos a nazis.

      —¿Y a poco sí las usan? —terminó burlándose el hombre acercándose un poco a las cajas.

      —En la zona de Bustos, aunque no lo crea, agente, casi le damos en la madre a dos submarinos… Esos aviones no son de juguete.

      Mientras los hombres charlaban, Victoria, desde que bajó del automóvil, notó a un grupo de personas al otro lado de la plaza. No era algo fuera de lo inusual, sólo prisioneros, de los comunes, quizás en camino a la zona de comedores. Uno de ellos, un hombre alto y delgado, con una distintiva cabeza rapada, de pronto cayó al suelo sobre sus rodillas, llevándose las manos a los oídos. Al parecer sus compañeros lo trataron de ayudar pues estaba teniendo un ataque epiléptico. Victoria dio un paso al frente para intentar observar mejor. Fue entonces que la mirada de ese calvo cayó sobre ella. Pese a la lejanía, ella vio voracidad en esos ojos, la estaban devorando con la vista. Sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.

      —¿Qué le pasa a ese hombre? —preguntó la chica mientras sus padres voltearon a ver el incidente.

      —Se habrá desmayado por el sol… —indicó el alcaide, licenciado Antonio Salinas, quien procedió a invitar a los recién llegados a pasar a su oficina.

      Ni su hermana, menos sus padres, se percataron de lo que le sucedía a María. Ella estaba absorta en sus pensamientos cuando descendió del automóvil, sin poner atención en las charlas de adultos. A María le gustaba el licenciado Salinas. Era amable y siempre los invitaba a comer con su familia. Pero más por ser el padre de su amigo, Toñito. María tampoco se fijó en los sucesos que llamaron la atención de su hermana, pues estaba más preocupada por bajar la maleta para poder enseñarle a Toñito las cosas que había adquirido en la capital. Fue cuando comenzó a oler ese tufo a carne podrida. Al principio sólo restregó la mano en su nariz para tratar de alejarlo, pero el olor aumentó hasta rodearla de tal manera que comenzó a tener color. Eran colores imposibles de definir, tonos que nunca antes había visto, matices que existieron en la Tierra pero que habían desaparecido ya. Éstos venían con la hediondez que formaba figuras alrededor de ella. No se trataba de una visión más, sino de algo mayor. Sus encuentros psíquicos eran simples parpadeos, esto era un terremoto. Algo grande, tan gigante que sobrepasaba los altos muros de la prisión. Podía imaginar una figura humana que volvía a caminar hacia ella y extendía la mano para llevársela a la boca. En esa figura apreció la carne viva, músculos que se entretejían formando extremidades y expulsando ese hedor terrible. María sabía que estaba cerca, muy cerca de ella.

      —Ven, entremos —indicó su madre desbaratando sus quimeras para regresar a la vida real.

      La familia Federmann subió las escaleras acompañando al licenciado Salinas.

      —Que lleven sus maletas a sus habitaciones —comentó el licenciado haciendo un gesto a uno de los soldados que pasaban—. No era el plan original que se quedaran más tiempo, pero mi mujer y Toñito estarán felices de verlos de nuevo.

      —Me gustaría continuar nuestra amistad en otros ambientes, Toño —gruñó Greta resignada a regresar a las habitaciones húmedas y frías que tenían como hogar. Muy distintas a su cálida y amplia hacienda cafetalera en Chiapas que les confiscó el gobierno.

      —Lo sé, lo sé… Mira, todo se fue a la fruta con eso que hizo su hijo. Cuesta trabajo hacerles entender que fue su decisión, y no la de ustedes —intentó disculparse el director entrando a su oficina. El sitio donde despachaba era amplio, con una ventana mirando al patio. Las paredes permanecían adornadas con la fotografía del presidente Ávila Camacho y un óleo de las cumbres boscosas de Veracruz. Para tratar de aligerar el viaje de sus amigos desde la capital, sirvió tres copas del juego de cristal cortado que adornaba el escritorio. Una copa cayó en manos del padre, otra en las de la madre, y la última fue para él.

      —Gustav tiene mayoría de edad. Si no me hacía caso ni para peinarse, menos en lo que respecta a sus inclinaciones políticas —se quejó Greta bebiendo de golpe la copa.

      Su esposo se sentó en el sofá de cuero al lado del escritorio, dejando caer su frustración:

      —Soy amigo cercano del gobernador en Chiapas y le puse dinero para su campaña, pero nada de eso ha servido —Richard sacó de su bolsillo un prendedor parecido al del licenciado con el símbolo del Partido. Su esposa mientras disponía de sus hijas, dándole indicaciones a Victoria al oído. Ambas se despidieron con una leve inclinación y salieron de la oficina.

      —Dile eso a los agentes gringos, Richard. Ellos sólo ven apellido alemán y te fichan.

      —¿Y por qué está libre esa puta de la Krüger? ¿O el cabrón de Hellmuth Oskar Schreiter en Guanajuato? —se quejó Greta sirviéndose otro trago sin pedir permiso.

      —Sabes que son gente cercana al secretario de Gobernación… —alzó

Скачать книгу