Una aristócrata en el desierto - Matrimonio en juego. Maisey Yates

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Una aristócrata en el desierto - Matrimonio en juego - Maisey Yates Libro De Autor

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enemigos nunca desaparezcan. Solo están silenciados. Espero que no tengas que pelear con su rabia.

      –Yo no soy Malik. No pretendo seguir su ejemplo – señaló Tarek. Él pretendía gobernar para el bien de su pueblo, no para el suyo propio. Malik había intimidado a las masas, había ignorado la economía, había hecho oídos sordos al hambre de su pueblo. Se había gastado el dinero en dar fiestas y en regalarles casas a sus amantes.

      Tarek no estaba sediento de poder. Solo quería el bien de su gente.

      Su hermano había sido muy distinto desde pequeño. Se había convertido en un asesino, pero, por suerte, ya estaba muerto.

      Olivia asintió despacio.

      –Entiendo. Los cambios también pueden provocar problemas.

      –Hablas como si lo supieras por experiencia.

      Ella esbozó una suave sonrisa. Tarek nunca había conocido a una criatura tan refinada.

      Las féminas que poblaban los campamentos beduinos eran fuertes y rudas, preparadas para luchar contra los elementos y contra los enemigos. No tenían nada que ver con el ridículo espécimen que tenía delante. Delgada y alta, tenía el cuello demasiado largo y frágil. Parecía a punto de romperse con el más leve de los golpes.

      –Mi esposo hizo algunos cambios cuando subió al trono. Modernizó el país. Alansund era uno de los reinos más retrasados de Escandinavia y el rey Marcus hizo mucho por cambiar eso – dijo ella, y tragó saliva–. Los cambios siempre son dolorosos.

      –Ahora tu nación se enfrenta a otro cambio. Un nuevo rey.

      –Sí. Aunque confío en que Anton, mi cuñado, hará todo lo que pueda por su pueblo. Es un buen hombre.

      –¿No lo bastante bueno como para que te cases con él?

      –Está enamorado de otra mujer y quiere casarse con ella. Además, sería un poco raro ser la esposa del hermano de mi marido.

      Tarek no era capaz de captar la razón de ser de esa objeción. Si su hermano, Malik, hubiera estado casado, le habría dado igual casarse con su viuda. A él poco le importaba de quién había sido esposa una mujer antes.

      Aunque, por otra parte, tenía que reconocer que era un ignorante en lo que se refería a relaciones amorosas.

      –¿Es él quien te ha enviado aquí? ¿Tu cuñado? – quiso saber Tarek.

      Olivia asintió y dio unos pasos hacia el trono. El sonido de sus zapatos de tacón retumbó en la sala. Era un sonido intrigante y desconocido para el sultán.

      –Sí. Pensó que necesitarías una reina. Y él tenía una de sobra.

      Tarek reconoció un extraño sentido del humor en su comentario. Podía haberse reído, si hubiera sido dado a esas cosas. Hacía tiempo que había olvidado el sonido de la risa.

      –Entiendo. Pero, lamentablemente, no me encuentro en posición de contraer matrimonio. Ahora, ¿puedes irte por ti misma o tengo que llamar a los guardias para que te saquen de aquí?

      Olivia no estaba acostumbrada a que rechazaran su presencia. Aunque, en poco tiempo, era la segunda vez que le ocurría. Anton la había enviado a la otra punta del mundo, a un país extranjero. Con Marcus muerto, ella había dejado de ser importante. No tenía razones para sentirse ofendida. Después de todo, no era de sangre real y no había tenido un heredero. Había sido cuestión de política palaciega. No había sido nada personal.

      El bien de Alansund era prioritario. Por eso, su unión con Marcus había ido destinada a asegurar las relaciones entre Estados Unidos y la pequeña nación escandinava.

      Al morir su marido, Anton había intentado casarla con otro hombre, un diplomático de Alansund que iba a residir en Estados Unidos. Había tenido sentido, pero… a ella no le había gustado el hombre en cuestión. Además, tampoco había tenido interés en volver a su país natal. Ansiaba algo nuevo. Un cambio.

      Con la muerte de Malik y la subida al trono de un nuevo sultán en Tahar, había surgido la oportunidad perfecta para que Olivia forjara una alianza con aquel lugar aislado, pero muy rico en petróleo y otros recursos naturales.

      Anton se lo había pedido y ella había aceptado. En cierta forma, había esperado que el sultán hubiera sido… distinto.

      Su presencia llenaba la sala con su fuerza y su poder. Aunque no era la clase de monarca al que ella estaba acostumbrada. Su marido, al igual que Anton, había sido un hombre muy culto, que había elegido con esmero las palabras al hablar y había irradiado una belleza aristocrática aplastante.

      El sultán Tarek al-Khalij no poseía ninguna de esas cualidades. Era más una bestia que un hombre. Parecía encontrarse fuera de su elemento en el trono.

      No era guapo.

      Vestía una sencilla túnica y pantalones de lino, tenía el pelo moreno recogido hacia atrás con una cinta de cuero y la barba oscura ocultaba sus rasgos.

      Sin embargo, había algo cautivador en él.

      Sus ojos eran del color del ónix. Y la atravesaban con la mirada.

      En cierta forma, Olivia debía estar agradecida de que la rechazara. No era la clase de hombre con el que había esperado casarse. Ella había visto fotos de Malik, su hermano, un hombre culto, cuidado y atractivo, igual que Marcus.

      Había estado preparada para encontrarse algo así. Pero no para Tarek.

      Lo malo era que no sabía qué sería de ella si regresara en ese momento a Alansund, sin haber cumplido su misión. Por nada del mundo quería volver a sentirse inútil y prescindible. Y tampoco quería decepcionar a su cuñado. Él era uno de los pocos buenos vínculos que mantenía con su país adoptivo.

      No creía que Anton la expulsara de allí, aunque sabía que no había lugar para ella en el palacio de Alansund. No sería más que una molestia…

      Algo parecido había experimentado durante su infancia. Había sido la niña olvidada, mientras que todo el mundo había dedicado su atención a Emily. La débil Emily había requerido cuidados a todas horas.

      Sin embargo, no tenía sentido sufrir por el pasado. Sus padres habían hecho las cosas lo mejor que habían podido. Y ella había intentado ser una buena hermana. Aun así, la sensación de ser invisible la había dejado traumatizada.

      –Espero que reconsideres tu decisión – insistió ella, sin pensarlo.

      ¿Era eso cierto?, se preguntó a sí misma. En parte, deseaba volver a su avión privado, meterse en la cama y pasarse todo el viaje de vuelta a Alansund acurrucada bajo la sábana en posición fetal.

      Aunque eso era otro problema. Volver a Alansund implicaba meterse de nuevo en el avión, el mismo modelo en que había perecido su esposo. Tres píldoras para la ansiedad no habían bastado para hacer la ida más soportable.

      –¿Sabes cuál ha sido siempre mi función en mi país? – preguntó él con tono misterioso.

      –Ilústrame – replicó ella con frialdad.

      –Yo soy la daga. La que un

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