Historia trágico-marítima. Bernardo Gomes de Brito

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Historia trágico-marítima - Bernardo Gomes de Brito Vida y Memoria

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con ellos a un lugar donde estaba su rey, que les haría mucho regalo. Para este tiempo, serían aún ciento veinte personas, y ya entonces D. Leonor era una de las que caminaba a pie, y a pesar de ser una mujer hidalga, delicada y moza, venía por aquellos ásperos caminos tan trabajosos como cualquier robusto hombre del campo, y muchas veces consolaba a las de su compañía, y ayudaba a traer a sus hijos. Esto fue después de que no hubo esclavos para las andas en las que venía. Parece verdaderamente que la gracia de Nuestro Señor aquí auxiliaba, porque, sin ella, no podría una mujer tan débil y tan poco acostumbrada a los trabajos andar tan largos y ásperos caminos, y siempre con tantas hambres y sedes, que ya entonces pasaban de trescientas leguas las que habían andado, debido a los grandes rodeos.

      Volviendo a la historia: después de que el capitán y su compañía entendieron que el rey estaba cerca de ahí, tomaron a los cafres por sus guías y, con mucha prudencia, caminaron con ellos hacia el lugar que les decían, con tanta hambre y sed como Dios sabe. De allí al lugar donde estaba el rey había una legua. Al llegar, les mandó decir el cafre que no entraran en el lugar, porque es cosa que ellos mucho esconden, pero que se fueran a poner junto a unos árboles que les mostraron y que allí les mandaría dar de comer. Manuel de Sousa lo hizo así, como hombre que estaba en tierra ajena y que no sabía tanto de los cafres como ahora sabemos por esta perdición y por la de la nao S. Bento, que cien hombres de espingarda atravesarían toda la Cafrería,29 porque mayor miedo tienen de estas que del mismo demonio.

      Después de estar así protegidos a la sombra de los árboles, les comenzó a venir algún sustento por su rescate de los clavos. Y allí estuvieron cinco días, pareciéndoles que podrían estar hasta venir navío para la India, y así se lo decían los negros. Entonces pidió Manuel de Sousa una casa al rey cafre para resguardarse con su mujer y sus hijos. Le respondió el cafre que se la daría, pero que su gente no podía estar allí junta, porque no podría mantenerse ya que había falta de alimento en esa tierra, que se quedara él con su mujer y sus hijos con algunas personas que él quisiera y la otra gente se repartiera por los lugares, que él le mandaría dar alimentos y casas hasta que viniera algún navío. Esto era la perversidad del rey, según parece, por lo que después les hizo; por donde está clara la razón que dije, que los cafres tienen gran miedo de espingardas; porque como los portugueses tenían solo cinco y hasta ciento veinte hombres, el cafre no se atrevió a pelear con ellos, y a fin de robarlos los apartó a unos de los otros por muchos lados, como hombres que estaban tan cercanos a la muerte por hambre; y sin saber cuánto mejor habría sido no apartarse, se entregaron a la fortuna e hicieron la voluntad de aquel rey que trataba su perdición, y nunca quisieron tomar el consejo del rey amigo, que les hablaba con la verdad y les hizo el bien que pudo. Y por aquí verán los hombres cómo nunca han de decir ni hacer cosa en que cuiden que ellos son los que aciertan o pueden, sino poner todo en las manos de Dios Nuestro Señor.

      Después de que el rey cafre convino con Manuel de Sousa en que los portugueses se dividieran en diversas aldeas y lugares, para que se pudieran mantener, le dijo también que él tenía allí capitanes suyos que llevarían a su gente, a saber, cada uno los que le entregaran para darles de comer; y esto no podía ser sino cuando él les mandara a los portugueses que dejaran las armas, porque los cafres tenían miedo de ellos cuando las veían, y que él las mandaría meter en una casa para dárselas cuando viniera el navío de los portugueses.

      Como Manuel de Sousa ya entonces andaba muy enfermo y fuera de su perfecto juicio, no respondió como habría hecho estando en su entendimiento; respondió que él hablaría con los suyos. Pero como fuera llegada la hora en que había de ser robado, habló con ellos y les dijo que no pasaría de allí, de una u otra manera buscaría remedio para el navío, u otro cualquiera que Nuestro Señor de él ordenara, porque aquel río en el que estaban era de Lourenço Marques, y su piloto André Vaz así se lo decía; que quien quisiera pasar de allí que lo podría hacer si bien le pareciera, pero que él no podía, por amor a su mujer y a sus hijos, que venía ya muy debilitado de los grandes trabajos, que no podía ya caminar ni tenía esclavos que lo ayudaran. Y, por lo tanto, su determinación era terminar con su familia cuando Dios de eso fuera servido; y que les pedía que, los que de allí pasaran y encontraran alguna embarcación de portugueses, que le trajeran o mandaran las nuevas; y los que allí se quisieran quedar con él lo podrían hacer, y por donde él pasara pasarían ellos. Y, sin embargo, para que los negros se fiaran de ellos y no fueran a pensar que eran ladrones que andaban robando, que era necesario que entregaran las armas para remediar tanta desventura como el hambre que tenían hacía tanto tiempo. Y ya entonces el parecer de Manuel de Sousa y de los que con él lo consintieron no era de personas que estaban en sí, porque si bien hubieran mirado, mientras tuvieron las armas consigo nunca los negros se les acercaron. Entonces mandó el capitán que depusieran las armas en que, después de Dios, estaba su salvación; y contra la voluntad de algunos, y mucho más contra la de D. Leonor, las entregaron; pero no hubo quien lo contradijera sino ella, aunque poco le aprovechó. Entonces dijo:

      —Vos entregáis las armas; ahora me doy por perdida con toda esta gente.

      Los negros tomaron las armas y las llevaron a casa del rey cafre.

      En cuanto los cafres vieron a los portugueses sin armas, como ya habían concertado la traición, los comenzaron de inmediato a apartar y a robar, y los llevaron por esos campos a cada uno como le caía la suerte. Y acabando de llegar a los lugares, los llevaban, ya desvestidos, sin dejarles sobre sí cosa alguna, y con muchos golpes los lanzaban fuera de las aldeas. En esta compañía no iba Manuel de Sousa, que con su mujer y sus hijos y con el piloto André Vaz y obra de veinte personas, se habían quedado con el rey, porque traían muchas joyas, rica pedrería y dinero; y afirman que lo que esta compañía trajo hasta allí valía más de cien mil cruzados. Cuando Manuel de Sousa, con su mujer y con aquellas veinte personas, fue apartado de la gente, de inmediato les robaron todo lo que traían, solo no los desvistieron; y el rey le dijo que se fueran en busca de los de su compañía, que no quería hacerles más mal ni tocar su persona ni la de su mujer. Cuando Manuel de Sousa esto vio, bien que se habría acordado de cuán gran error había cometido en dar las armas; y era fuerza hacer lo que le mandaban, pues no estaba más en su mano.

      Los otros compañeros, que eran noventa, en los que entraba Pantaleão de Sá y otros tres hidalgos, aunque todos fueron apartados unos de otros, pocos y pocos, según se acertaran, después de que fueron robados y desvestidos por los cafres a quienes fueron entregados por el rey, se volvieron a juntar porque estaban cerca unos de otros, y juntos, muy maltratados y muy tristes, faltándoles las armas, los vestidos y dinero para el rescate de su sustento, y sin su capitán, comenzaron a caminar.

      Y como ya no llevaban figura de hombres ni quien los gobernara, iban sin orden, por caminos desiguales: unos por los campos, otros por las sierras se acabaron de esparcir, y ya entonces cada uno se ocupaba de aquello con lo que le parecía que podía salvar la vida, fuera entre cafres, fuera entre moros, porque ya entonces no tenían consejo ni quien los juntase para eso. Y como hombres que andaban ya del todo perdidos, dejaré de hablar de ellos y volveré a Manuel de Sousa y a la desdichada de su mujer y sus hijos.

      Viéndose Manuel de Sousa robado y echado por el rey, y que fuera a buscar a los de su compañía, y que ya entonces no tenía dinero ni armas ni gente para tomarlas, y dado que hacía días que ya venía enfermo de la cabeza, sintió sin embargo mucho esta afrenta. ¿Pues qué se puede imaginar de una mujer muy delicada, viéndose en tantos trabajos y con tantas necesidades, y, sobre todas, ver a su marido delante de sí tan maltratado y que no podía ya gobernar ni mirar por sus hijos? Pero, como mujer de buen juicio, con el parecer de esos hombres que aún tenía consigo, comenzaron a caminar por esos campos, sin ningún remedio, ni fundamento, solamente en el de Dios. En este tiempo aún estaba André Vaz, el piloto, en su compañía, y el contramaestre, que nunca la dejó, y una mujer o dos, portuguesas, y algunas esclavas. Yendo así caminando, les pareció buen consejo seguir a los noventa hombres que iban adelante, robados, y hacía dos días que caminaban siguiendo sus pisadas. Y D. Leonor ya iba tan débil, tan triste y desconsolada por ver a su marido en la manera en la que iba y por verse apartada

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