Historia trágico-marítima. Bernardo Gomes de Brito
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Al ver el capitán y su compañía que no tenían remedio de embarcación, con consejo de sus oficiales y de los hidalgos que en su compañía llevaba, que eran Pantaleão de Sá, Tristão de Sousa, Amador de Sousa y Diogo Mendes Dourado de Setúbal, asentaron que debían de estar en aquella playa, donde salieron del galeón, algunos días, pues allí tenían agua, hasta que les convalecieran los enfermos. Entonces hicieron sus cercas de algunas arcas y toneles, y estuvieron allí doce días, y en todos ellos no les vino a hablar ningún negro del lugar. Solamente los tres primeros aparecieron nueve cafres en un otero, y allí estarían dos horas sin hablar nada con nosotros y, como espantados, se volvieron a ir. Y de allí a dos días les pareció bien mandar un hombre y un cafre del mismo galeón para ver si encontraban algunos negros que con ellos quisieran hablar, para rescatar alguna provisión. Y estos anduvieron allá dos días sin encontrar persona viva sino algunas casas de paja, despobladas, por donde entendieron que los negros habían huido con miedo, y entonces volvieron al campamento, y en algunas de las casas encontraron flechas atravesadas, que dicen que es su señal de guerra.
De allí a tres días, al estar en aquel lugar donde escaparon del galeón, les aparecieron en un otero siete u ocho cafres con una vaca amarrada; con señas los cristianos los hicieron ir abajo y el capitán, con cuatro hombres, fue a hablar con ellos; y después de tenerlos seguros, los negros le dijeron con señas que querían hierro. Entonces el capitán mandó por media docena de clavos y se los mostró, y ellos se complacieron de verlos y entonces se acercaron más a los nuestros y comenzaron a tratar el precio de la vaca; y cuando ya estaban de acuerdo, aparecieron cinco cafres en otro otero y comenzaron a gritar en su lengua que no dieran la vaca a cambio de clavos. Entonces se fueron estos cafres llevándose consigo la vaca sin pronunciar palabra. Y el capitán no les quiso tomar la vaca, a pesar de que tenía gran necesidad de ella para su mujer y sus hijos.
Así estuvo siempre con mucho cuidado y vigilancia, levantándose cada noche tres y cuatro veces a rondar los cuartos, lo que era gran trabajo para él; y así estuvieron doce días hasta que la gente convaleció, al cabo de los cuales, viendo que ya todos podían caminar, los llamó a consejo sobre lo que debían hacer, y antes de hablar sobre el asunto les habló de esta manera:
—Amigos y señores: bien ven el estado al que por nuestros pecados hemos llegado, y yo creo verdaderamente que los míos nada más bastaban para que, por ellos, fuéramos puestos en tan grandes necesidades, como ven que tenemos; pero es Nuestro Señor tan piadoso que nos hizo tan gran merced, que no nos fuéramos al fondo en aquella nao, a pesar de traer tanta cantidad de agua debajo de las cubiertas; le agradará a él que, pues fue servido al llevarnos a tierra de cristianos, los que en esta empresa acabaron con tantos trabajos tendrá por bien que sea para la salvación de sus almas. Estos días que aquí estuvimos, bien ven, señores, que fueron necesarios para que nos convalecieran los enfermos que traíamos; ahora, alabado sea el Señor, ya pueden caminar. Por lo tanto, los junté aquí para que establezcamos qué camino tenemos que tomar para remedio de nuestra salvación, que la determinación que traíamos de hacer alguna embarcación se nos impidió, como vieron, por no haber podido salvar de la nao ninguna cosa para poder hacerla. Y pues, señores y hermanos, se les va la vida como a mí, no será razón hacer ni determinar nada sin consejo de todos. Una merced les quiero pedir, la cual es que no me desamparen ni me dejen, dado el caso que yo no pueda andar tanto como los que más anden, por causa de mi mujer e hijos. Y así, a todos juntos, querrá Nuestro Señor por su misericordia ayudarnos.
Después de hablarles y conversar todos sobre el camino que tenían que hacer, por no haber otro remedio, establecieron que debían caminar con el mayor orden que pudieran a lo largo de estas playas, camino del río que descubrió Lourenço Marques, y le prometieron nunca desampararlo, lo que de inmediato pusieron en obra. Este río tendría ciento ochenta leguas por costa, pero ellos anduvieron más de trescientas por los muchos rodeos que hicieron al querer pasar los ríos y pantanos que encontraban en el camino, y después volvían al mar, en lo que gastaron cinco meses y medio.
De esta playa donde se perdieron, en 31 grados, el 7 de julio de cincuenta y dos, comenzaron a caminar con este orden que sigue, a saber: Manuel de Sousa con su mujer e hijos, con ochenta portugueses y con esclavos; y André Vaz, el piloto, en su compañía, con una bandera con el Crucifijo erguido, caminaba en la vanguardia; y a doña Leonor, su mujer, la llevaban esclavos en andas. Justo atrás venía el maestre del galeón con la gente del mar y con las esclavas. En la retaguardia caminaba Pantaleão de Sá con el resto de los portugueses y de los esclavos, que serían hasta doscientas personas, y todas juntas serían quinientas, de las cuales eran ciento ochenta portugueses. De este modo caminaron un mes con muchos trabajos, hambres y sedes, porque en todo este tiempo no comían sino el arroz que se había salvado del galeón y algunas frutas del campo, porque otros sustentos de la tierra no encontraban ni quién se los vendiera; por donde pasaron tan gran escasez que no se puede creer ni escribir.
En todo este mes podrían haber caminado como cien leguas; y, por los grandes rodeos que hacían al pasar los ríos, no habrían andado treinta leguas por costa; y ya para entonces habían perdido a once o doce personas; solo un hijo ilegítimo de Manuel de Sousa de diez u once años que, al venir ya muy débil del hambre, junto con un esclavo que lo traía en la espalda, se quedó atrás. Cuando Manuel de Sousa preguntó por él y le dijeron que se había quedado atrás obra de media legua, estuvo a punto de perder la cabeza, y por parecerle que venía en la retaguardia con su tío Pantaleão de Sá, como algunas veces había ocurrido, lo perdió así. De inmediato prometió quinientos cruzados a dos hombres para que volvieran en su búsqueda, pero no hubo quien los quisiera aceptar por estar ya cerca la noche y a causa de los tigres y leones, porque, cuando quedaba un hombre atrás, se lo comían. Por esto le fue forzado no dejar el camino que llevaba y dejar así a su hijo, donde se le quedaron los ojos. Y aquí se podrá ver cuántos trabajos fueron los de este hidalgo antes de su muerte. También se había perdido António de Sampaio, sobrino de Lopo Vaz de Sampaio, que fue gobernador de la India, y cinco o seis hombres portugueses y algunos esclavos, de pura hambre y trabajo del camino.
En este tiempo habían ya peleado algunas veces, pero siempre los cafres se llevaban lo peor y en una pelea les mataron a Diogo Mendes Dourado, que hasta su muerte había peleado muy bien como valiente caballero. Era tanto el trabajo, tanto de la vigilancia como del hambre y el camino, que cada día desfallecía más la gente y no había día que no quedara una o dos personas por esas playas y por los campos, por no poder caminar; y de inmediato eran comidos por tigres y serpientes, por haber en esa tierra gran cantidad. Y ciertamente que ver quedarse estos hombres, que cada día se les quedaban vivos por esos desiertos, era cosa de gran dolor y sentimiento para unos y para otros, porque el que se quedaba les decía a los otros de su compañía que caminaban, tal vez a padres, a hermanos y a amigos, que se fueran, que los encomendaran a Dios Nuestro Señor. Causaba esto tan grande dolor, ver quedarse al pariente, al amigo, sin poderlo amparar, sabiendo que de allí a poco tiempo había de ser comido por fieras alimañas, que pues causa tanto dolor a quien lo oye, cuánto más hará a quien lo vio y pasó.
Con grandísima desventura iban así prosiguiendo, ora se metían en el campo a buscar de comer y pasar ríos, y volvían por toda la orilla del mar subiendo sierras muy altas, ora bajando otras de grandísimo peligro; y no eran suficientes estos trabajos, sino muchos otros que los cafres les daban. Y así caminaron obra de dos meses y medio, y era tanta el hambre y la sed que tenían que la mayor parte de los días ocurrían cosas de gran admiración, de las cuales contaré algunas de las más notables.
Ocurrió muchas veces entre esta gente venderse un búcaro de agua de un cuartillo por diez cruzados,27 y un caldero que llevaba unos dos litros costaba cien cruzados; y debido a que a veces en esto había desorden, el capitán mandaba buscar un caldero de esta, por no haber una vasija mayor en la compañía, y le daba a quien la iba a buscar cien cruzados, y él con sus propias manos la repartía, y la que tomaba para su mujer e hijos era a ocho y diez cruzados el cuartillo; y del mismo modo repartía la otra, de modo que siempre pudiera hallar