Suya por una noche. Sandra Field

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Suya por una noche - Sandra Field Julia

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de atrás recogió su maleta y las perchas que tenían los vestidos.

      Le dolían todos los músculos. Se sentía fatal. Y tenía peor aspecto aún.

      Corrió a la puerta de entrada. Estaba flanqueada por dos faroles pintados de verde. Cuando fue a tocar el timbre, se abrió la puerta.

      —Bueno… —dijo una voz burlona de hombre—. La señorita Fraser llega tarde.

      Devon se quitó de la cara un rizo rubio suelto que había sido parte de un pulcro peinado hacía veinticuatro horas.

      —Soy Devon Fraser, sí —dijo ella—. ¿Podría llevarme a mi habitación, por favor? Tengo prisa.

      El hombre la miró insolentemente de arriba abajo, desde el pelo despeinado hasta los zapatos llenos de polvo.

      —Muy tarde —agregó él.

      Por un momento ella pensó que aquél podría ser un mayordomo poco convencional. Pero aquel hombre que bloqueaba su paso a la casa jamás podría haber sido sirviente de nadie. No. Era el tipo de persona que daba órdenes, y que esperaba, si ella no se equivocaba, que las obedecieran inmediatamente.

      ¿Un mayordomo? ¿Estaba loca?, pensó Devon. Era el más magnífico especimen de hombre que había visto en su vida.

      Alto, moreno y atractivo era poco para describirlo.

      Ciertamente era alto, unos cuantos centímetros más alto que ella. Su pelo era negro y sus ojos oscuros como la roca volcánica, y cuando por un momento Devon dejó volar la imaginación, lo vio como un hombre que solo le llevaría devastación y pena.

      «¡Oh, basta!», se dijo. Había muchos hombres de pelo negro y ojos oscuros.

      En cuanto a lo de su atractivo, sus facciones eran demasiado fuertes, demasiado impregnadas de energía masculina como para llamarlo así. Era atractivo como lo podía ser un oso polar, pensó Devon.

      Llevaba un traje caro y una camisa impecablemente blanca, una indumentaria sofisticada y urbana. Aunque tenía un aire peligroso y salvaje, más que urbano y sofisticado. Ciertamente no disimulaba el ancho de sus hombros, su vientre liso y caderas estrechas.

      Muchos hombres tenían cuerpos bonitos, pero aquel hombre tenía un magnetismo masculino que salía de cada uno de sus poros. ¿Qué mujer digna de serlo se le resistiría?

      «Yo», se contestó Devon.

      ¿Qué le pasaba? Ella nunca se dejaba llevar por el aspecto de un hombre ni por su carisma sexual, algo que le había servido durante años. Le había evitado cometer errores como los que había cometido su madre.

      Entonces, ¿por qué estaba babeando por aquel hombre que estaba en la entrada? «¡Calmate!», se dijo. Estaba cansada y su imaginación se le había escapado.

      Pero de una cosa estaba segura, aquel hombre era Jared Holt. Ya comprendía por qué su madre le tenía tanto respeto.

      —¿Y quién es usted? —se oyó preguntar fríamente.

      —Esperaba que no viniera. Así esta farsa de boda podría haberse postergado al menos —contestó él, sin responder a su pregunta.

      —Una pena. Estoy aquí —dijo ella en un tono normal del que se sintió orgullosa. Se guardó su opinión de que para ella también aquella boda precipitada era una farsa—. Imagino que usted es Jared Holt, ¿me equivoco?

      Él asintió y no intentó darle la mano.

      —Usted no es en absoluto como me imaginaba… Su madre nos había dicho siempre que era muy hermosa.

      —¡Dios santo! Realmente no quiere que mi madre y yo formemos parte de su familia, ¿verdad?

      —Lo ha comprendido bien.

      —Tan poco como yo quiero a su padre y a usted en la mía —dijo ella.

      —Entonces… ¿Por qué no perdió el vuelo de Yemen, señorita Fraser? No creo que su madre hubiera celebrado la ceremonia si usted no estaba aquí. Podría haberla evitado. Al menos temporalmente.

      —Desgraciadamente, no creo que mi papel en la vida sea cuidar a mi madre. Podría intentar hacer otra imprudente boda. Pero es mayor de edad para tener que pedir el consentimiento de alguien. Como lo es su padre.

      —O sea que tiene zarpas. Muy interesante. No le quedan bien con esa ropa —miró su traje de lino y su blusa holgada.

      —Señor Holt, me he pasado los últimos días negociando derechos de minería con algunos hombres poderosos que viven en un país con códigos culturales de ropa para las mujeres diferentes a los nuestros. El avión salió tarde de Yemen, perdí mi conexión en Hamburgo, el aeropuerto de Heathrow era una pesadilla de colas y medidas de seguridad, y para colmo de males había una huelga feroz del personal que se ocupaba de las maletas en Toronto. Sin mencionar el tráfico que salía de la ciudad. Estoy cansada y un poco descentrada… ¿Por qué no me dice dónde está mi habitación para que me pueda cambiar?

      —¿Descentrada? —repitió él con una sonrisa en los labios que no se correspondía con la mirada—. Debería elegir sus palabras más cuidadosamente. «Descentrada» no es una palabra que la describa bien. La envuelve todo tipo de emociones. Algo típicamente femenino.

      —Las generalizaciones son signo de una mente perezosa —le dijo Devon dulcemente—. Y las palabras que podrían describir más precisamente el modo en que me siento no son el tipo de palabras que vaya a usar con un extraño. Mi habitación, señor Holt.

      —O sea que yo tenía razón… Hay más cosas debajo de ese aspecto de docilidad, además de una persona descentrada. Aunque no alcanzo a comprender por qué no quiere que su madre se case con un hombre muy rico. Habrá un montón de beneficios para usted.

      Ella no quiso darle el gusto de perder el control y ponerse a gritarle, y contestó:

      —Mi madre ha estado casada con hombres mucho más ricos que su padre… No tengo idea de por qué se ha conformado con menos esta vez —alzó una ceja y agregó—: Excepto que sea el padre mucho más encantador que su hijo, ¿no?

      —Puedo ser encantador cuando quiero, y odio hablar con gente que lleva gafas de sol —Jared se movió rápidamente, sin darle tiempo a echarse atrás, y le quitó las gafas.

      Por un momento ella vio el desprecio en la cara de él, y luego algo más. Pero enseguida se borró aquella expresión.

      Hubiera sido lo que hubiera sido, aquella mirada había vuelto a poner a su corazón en guardia.

      —Le mostraré su habitación —dijo él, tenso—. La habitación de su madre está al lado. Después de la boda, por supuesto, se pasará al ala de la casa de mi padre.

      Con una inocente sonrisa, Devon dijo:

      —O sea que le molesta que su padre tenga una vida sexual satisfactoria, ¿no es verdad, señor Holt? Tal vez le haga falta un buen psiquiatra.

      —No me importa con quién se acuesta mi padre. Me importa con quién se casa.

      —Control —dijo ella con una risa corta—. No

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