Anna Karenina. León Tolstoi

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Anna Karenina - León Tolstoi Colección Oro

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ya no me ocupo del zemstvo —contestó él—. Vine solo por unos días.

      «Algo le ocurre», se dijo la condesa Nordston mirando su cara concentrada y seria. «Es muy raro que no comience a desarrollar sus tesis... Pero yo le voy a conducir al terreno que me interesa. ¡Me encanta ridiculizarlo frente a Kitty!».

      —Por favor, explíqueme esto —le dijo en voz alta—, usted, que tanto pondera a los campesinos. Los aldeanos y las aldeanas de nuestra aldea de la provincia de Kaluga se bebieron todo lo que tenían y ahora no nos pagan. ¿Usted qué me puede decir de esto, usted que pondera siempre a los campesinos?

      En aquel instante entraba una señora. Levin se puso en pie.

      —Disculpe, Condesa; pero le puedo asegurar que no comprendo absolutamente nada ni nada puedo comentarle —contestó él, mirando a la puerta, por donde acababa de entrar un militar, detrás de la dama.

      «Seguro es Vronsky», pensó Levin.

      Y, para tener la certeza de ello, miró a Kitty, que, ya habiendo tenido tiempo de observar a Vronsky, en este momento fijaba su mirada en Levin. Y Levin entendió en esa mirada que ella amaba a aquel hombre, y lo entendió con tanta claridad como si ella misma se lo hubiese confesado. Pero, ¿qué clase de gente era?

      Ahora ya no se podía marchar. Se tenía que quedar para conocer a qué tipo de hombre quería Kitty.

      Hay gente que cuando encuentra a un rival afortunado únicamente ven sus defectos, y se niegan a aceptar sus cualidades. En cambio hay otra clase de gente que solamente ve, aunque con mucho sufrimiento en el corazón, las cualidades de su rival, las virtudes con los cuales le venció. Levin pertenecía a este tipo de personas.

      Y era muy fácil encontrar atractivos en Vronsky. Era un joven moreno, de complexión recia, no muy alto, de cara simpática y muy bella. En su rostro y figura todo era sencillo y distinguido, desde sus cabellos negros, muy cortos, y sus mejillas afeitadas de una forma perfecta, hasta su flamante uniforme, que en nada entorpecía la soltura de sus gestos.

      Dejando pasar a la dama, Vronsky se aproximó a la Princesa y posteriormente a Kitty.

      Al acercarse a la muchacha, sus hermosos ojos brillaron de una forma especial, con una casi imperceptible sonrisa de vencedor que no abusa de su triunfo (de esa manera le dio la impresión a Levin). La saludó con una muy respetuosa cortesía, extendiéndole su mano vigorosa, aunque no muy grande.

      Después de saludar a todas y susurrar algunas palabras, tomó asiento sin mirar a Levin, que no apartaba los ojos de él.

      —Déjenme presentarles —dijo la Princesa—. El conde Alexis Constantinovich Vronsky; Constantino Dmitrievich Levin.

      Vronsky se puso en pie y, mirándole de una forma amistosa, estrechó la mano de Levin.

      —Creo que teníamos que haber coincidido en una comida este invierno —dijo con su risa espontánea y sincera—, pero usted se marchó a sus propiedades repentinamente.

      —Es que Constantino Dmitrievich aborrece y desprecia a la ciudad y a los ciudadanos —comentó la condesa Nordston.

      —Se nota que mis palabras le provocan a usted gran efecto, ya que las recuerda bastante bien —respondió Levin.

      Y se puso rojo al advertir que poco antes había dicho lo mismo.

      Vronsky miró a la condesa Nordston y a Levin, y sonrió.

      —¿Siempre vive en el pueblo? —preguntó—. Usted debe aburrirse bastante en invierno.

      —Si se tienen ocupaciones, vivir allí no tiene nada de aburrido. Y, además, uno jamás siente aburrimiento si sabe vivir consigo mismo —contestó Levin con brusquedad.

      —A mí también me gusta mucho vivir en el pueblo —dijo Vronsky, aparentando no haber notado el tono de su interlocutor.

      —Pero imagino que usted, Conde, habría sido incapaz de vivir todo el tiempo en una aldea —comentó la condesa de Nordston.

      Vronsky se dirigía a Levin y a Kitty al mismo tiempo, mirando de manera alternativa al uno y al otro, con ojos serenos y afectuosos. Se percibía que estaba diciendo lo primero que le venía a la mente.

      Y dejó sin terminar la frase al darse cuenta de que la condesa Nordston iba a hablar.

      La charla no decaía. Por lo tanto, la Princesa no necesitó usar las dos piezas de artillería pesada que reservaba para tales situaciones: el servicio militar obligatorio y la enseñanza clásica de los jóvenes. A la condesa Nordston, por su parte, no se le presentó ninguna ocasión de martirizar a Levin.

      Este quiso, varias veces, intervenir en la conversación, pero no se le ofreció oportunidad; a cada momento se decía «ahora me puedo ir», pero no se marchaba y seguía allí como si estuviera esperando algo.

      Se charló de veladores que giraban, de espiritismo, y la condesa Nordston, que creía en los espíritus, empezó a contar los fenómenos que había presenciado.

      —¡Condesa, por Dios: lléveme, por favor, a donde pueda ver algo de eso! —dijo Vronsky, sonriendo—. Pese a lo mucho que siempre lo busqué, nunca me he encontrado con algo extraordinario.

      —Entonces, el próximo sábado. ¿Y usted cree en ello, Constantino Dmitrievich?

      —¿Para qué me está preguntando eso? Sabe de sobra lo que le voy a responder.

      —Quiero conocer su opinión.

      —Está bien, opino que todo eso de los veladores confirma que la sociedad culta no está mucho más por encima de los aldeanos, que creen en hechizos, brujerías y el mal de ojo, mientras que nosotros...

      —¿Usted no cree, entonces?

      —No, Condesa, no puedo creer.

      —¡Pero si yo misma lo he presenciado!

      —Las campesinas también cuentan que también han visto fantasmas.

      —Es decir, ¿que lo que digo no es cierto?

      Y sonrió de manera forzada.

      —Macha, no es eso —intervino Kitty, sonrojándose—. Lo que Levin dice es que él no cree en eso.

      Más irritado todavía, Levin trató de contestar, pero Vronsky, con su sincera y jovial sonrisa, acudió para desviar la charla, que estaba amenazando con tomar un desagradable cariz.

      —¿No acepta la posibilidad? —dijo—. ¿Pero por qué no? De la misma manera como aceptamos la existencia de la electricidad y no la conocemos, ¿por qué no puede existir una fuerza nueva y desconocida, la cual...?

      —Al

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