Anna Karenina. León Tolstoi
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—Pero probablemente conoces a mi famoso cuñado Alexis Alexandrovich. ¡Todo el mundo le conoce!
—Sí, le conozco de nombre y de vista... Sé que es bastante sabio, muy inteligente, ¡es casi un santo! Pero ya podrás entender que él y yo no frecuentamos los mismos lugares. Él no está en mi círculo —dijo Vronsky.
—Es un caballero importante. Gran persona, aunque demasiado conservador —afirmó Esteban Arkadievich—. ¡Es una excelente persona!
—Bueno, mejor para él —contestó Vronsky, con una sonrisa—. ¡Ah, ahí estás! —dijo, mientras se dirigía al alto y viejo sirviente de su madre—. Vamos, entra, entra...
Aparte de la simpatía natural que sentía por Oblonsky, desde hacía algún tiempo venía sintiendo una atracción especial hacia él: creía que su parentesco con Kitty les ligaba todavía más.
—¿Qué? ¿Finalmente el domingo se celebra la cena en honor de esa «diva»? —preguntó, al tiempo que le cogía del brazo.
—Por supuesto, sin falta. Haré la lista de los invitados. ¿Ayer conociste a mi amigo Levin? —preguntó Esteban Arkadievich.
—Naturalmente. Pero se marchó muy pronto, ignoro por qué...
—Es un joven bastante simpático —siguió Oblonsky—. ¿Qué opinas de él?
—No sé —contestó Vronsky—. En todos los hombres de Moscú, excepto en ti —bromeó—, encuentro cierta rudeza... Todo el tiempo están enfadados, sublevados contra no sé qué. Da la impresión de que quisieran expresar algún resentimiento...
—¡Toma, pues es cierto! —exclamó Oblonsky, riendo jovialmente.
—¿El tren va a llegar pronto? —preguntó Vronsky a un empleado.
—Ya salió de la última estación —respondió el hombre.
Por el ir y venir de los mozos, la aparición de gendarmes y empleados, y el movimiento de los que esperaban a los viajeros se notaba la cercanía del convoy. Se distinguían, entre nubes de helado vapor, las figuras de los ferroviarios, con sus botas de fieltro y sus toscos abrigos de piel, caminando entre las vías. A lo lejos se percibía una pesada trepidación y se escuchaba el silbido de una locomotora.
—No has apreciado lo suficiente a mi amigo —dijo Oblonsky, que quería notificar a Vronsky de las intenciones de Levin respecto a Kitty—. Acepto que es un hombre bastante impulsivo y que, a veces, se hace desagradable. Pero frecuentemente resulta muy simpático. Tiene un carácter recto y honesto y un corazón de oro. Pero ayer tenía razones particulares —continuó con una sonrisa significativa, olvidando completamente la compasión que le inspirara Levin el día anterior y sintiendo en este momento el mismo sentimiento cariñoso hacia Vronsky. Sí: tenía razones para sentirse muy dichoso o muy infeliz.
Deteniéndose, Vronsky preguntó sin rodeos:
—¿Estás queriendo decir que ayer se declaró a tu bella cuñada?
—Tal vez —concedió su amigo—. Presumo que hizo algo así. Pero si se marchó rápidamente y no estaba de buen humor, es que... Se había enamorado hacía mucho tiempo. ¡Siento compasión por él!
—De todas maneras pienso que Kitty puede aspirar a algo mejor —respondió Vronsky.
Y comenzó a pasear mientras ensanchaba el pecho. Agregó:
—No sé muy bien quién es, no le conozco. Es verdad que, en este caso, su situación es muy difícil... Es por eso que casi todos prefieren ir a visitar a las... Si fracasas allí, únicamente quiere decir que no tienes dinero. ¡Pero, en estos otros casos, en cambio, la que está en juego es la propia dignidad! Observa: ya está llegando el tren.
Efectivamente, el convoy llegaba silbando. El andén tembló; la locomotora pasó soltando auténticas nubes de humo que, por efecto del frío, quedaban muy bajas, y moviendo poco a poco el émbolo de la rueda central. Cubierto de escarcha, arropadísimo, el maquinista saludaba a un lado y a otro. El ténder pasó, más despacio todavía; pasó el furgón, en el cual iba un perro ladrando, y finalmente llegaron los coches de viajeros.
El conductor se colocó un silbato en la boca y saltó del tren. Después empezaron a bajarse los pasajeros: un oficial de la guardia, bastante estirado, que miraba con arrogancia a su alrededor; un aldeano con un fardo al hombro; un joven comerciante, sumamente ágil, que llevaba un saco de viaje y sonreía alegremente...
Vronsky, junto a su amigo, observando a los viajeros que salían, se olvidó completamente de su madre. Le emocionó y alegró lo que acaba de saber de Kitty. Sin darse cuenta se irguió; sus ojos resplandecían. Se sentía triunfador.
—La princesa Vronskaya va en ese compartimento —dijo el conductor, mientras se aproximaba a él.
Esas palabras le despertaron de sus pensamientos, haciendo que recordara a su madre y su próxima conversación.
Realmente, en el fondo no sentía respeto por su madre; ni siquiera la quería, sin embargo, conforme a las ideas del ambiente en que se movía, solamente podía tratarla de una manera sumamente respetuosa y obediente, tanto más obediente y respetuosa cuanto menos la quería y la respetaba.
XVIII
Es así como Vronsky se fue detrás del conductor, subió a un vagón y se detuvo a la entrada del compartimento para que una señora pudiera salir.
A Vronsky le fue suficiente una sola mirada para comprender, con su gran experiencia de hombre de mundo, que esa señora era miembro de la alta sociedad.
Fue a entrar en el compartimento, pidiéndole permiso, pero sintió la necesidad de volverse a mirarla, no únicamente porque era muy hermosa, no únicamente por la gracia y la elegancia sencillas que brotaban de su figura, sino por la expresión extraordinariamente suave y acariciadora que apreció en su cara cuando pasó ante él.
Ella también volvió la cabeza cuando Vronsky se volvió. Sus resplandecientes ojos pardos, sombreados por pestañas muy espesas, se detuvieron en él con una atención amigable, como si le reconocieran, y después se apartaron, mirando a la muchedumbre, como si estuviese buscando a alguien. En esa breve mirada, Vronsky tuvo tiempo de observar la vivacidad reprimida que iluminaba la cara y los ojos de esa mujer y la sonrisa casi imperceptible que se delineaba en sus labios carmesí. Se podría decir que toda ella rebosada de algo contenido que, a su pesar, se reflejaba ora en el brillo de sus ojos, ora en su sonrisa.
Finalmente, Vronsky entró en el compartimento. Su madre, una anciana de ojos negros, muy demacrada, peinada con pequeños rizos, al ver a su hijo frunció ligeramente las cejas y sonrió con sus labios delgados. Se levantó del asiento, entregó su saquito de viaje a la criada, apretó la mano de su hijo y, cogiéndole la cara entre las suyas, le dio un beso en la frente.
—¿Recibiste mi telegrama? ¿Cómo te encuentras? ¿Bien? Me alegro mucho...
—¿Tuvo buen viaje? —preguntó él, sentándose junto a ella y aplicando inconscientemente el oído a la voz femenina que se escuchaba detrás la puerta. Adivinaba que era la de la dama que vio entrar.
—Es que no puedo estar