Anna Karenina. León Tolstoi

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Anna Karenina - León Tolstoi Colección Oro

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que la vieja miraba hacia la puerta con preocupación, esperando a su hijo.

      —Vamos ya —dijo Vronsky.

      Entonces salieron juntos. El muchacho iba delante, con su madre. Anna Karenina y su hermano iban detrás de ellos.

      El jefe de la estación alcanzó a Vronsky a la salida.

      —Usted le dio doscientos rublos a mi ayudante —dijo—. ¿Me quiere hacer el favor de decirme para quién son?

      —Son para la viuda —contestó Vronsky, mientras se encogía de hombros—. No veo qué necesidad hay de hacer preguntas.

      —¿Así que diste dinero? —gritó Oblonsky. Y agregó, apretando la mano de Anna—: Es un muchacho muy bueno, excelente. ¿Verdad? Tengo el honor de saludarla, Condesa.

      Y Oblonsky se puso en pie con su hermana, esperando que llegase la sirvienta de esta.

      Al salir de la estación, el coche de los Vronsky ya se había ido. Todo el mundo seguía hablando todavía del accidente.

      —Fue una muerte espantosa —decía un señor—. Dicen que el tren le partió en dos.

      —Yo creo, en cambio, que fue la mejor, ya que fue instantánea —opinó otro.

      Anna Karenina tomó asiento en el coche y su hermano notó asombrado que los labios le temblaban y apenas lograba contener las lágrimas.

      —Anna, ¿qué te ocurre? —preguntó, después que recorrieron un corto trayecto.

      —Esto es un mal presagio —contestó ella.

      —¡No digas boberías! —dijo Esteban Arkadievich—. Lo más importante es que ya llegaste. ¡No te imaginas las esperanzas que puse en tu venida!

      —¿Conoces a Vronsky desde hace mucho tiempo? —preguntó Anna.

      —Sí... ¿Ya sabes que esperamos que contraiga matrimonio con Kitty?

      —¿Sí? —murmuró ella en voz baja. Y moviendo la cabeza, como si desease apartar algo que la molestara físicamente, añadió—: Hablemos de ti ahora. Vamos a ocuparnos de tus asuntos. Recibí tu carta y, ya ves, me vine rápidamente.

      —Sí. Únicamente confío en ti —respondió Esteban Arkadievich.

      —Muy bien: explícamelo todo.

      Esteban Arkadievich se lo contó. Cuando llegaron a su casa, ayudó a su hermana a bajar del coche, suspiró y le estrechó la mano, y después se marchó a la Audiencia de inmediato.

      XIX

      Dolly estaba con un niño rubio y rollizo, bastante parecido a su padre, a quien tomaba la lección de francés, cuando Anna entró en el pequeño salón. El chiquillo leía volviéndose frecuentemente y tratando de arrancar un botón a medio caer de su trajecito. En repetidas ocasiones, la madre le había detenido la mano, pero él continuaba en su intento. Finalmente, Dolly le arrancó el botón y se lo colocó en el bolsillo.

      —Gricha, por favor, ten las manos quietas —dijo.

      Y se entregó nuevamente a su labor. La había comenzado hacía mucho tiempo y únicamente se ocupaba de ella en instantes de mucha inquietud. En este momento hacía punto y estaba muy nerviosa, levantando los dedos y contando instintivamente.

      A pesar de que le dijo el día anterior a su esposo que no le importaba la llegada de su hermana, lo preparó todo para recibirla y la esperaba con mucha impaciencia.

      Dolly estaba desalentada, abrumada por el sufrimiento. Sin embargo, recordaba que su cuñada, Anna, era una gran dama de la capital, la esposa de uno de los personajes de más importancia en San Petersburgo. Gracias a esta circunstancia, Dolly no cumplió lo que le dijo a su marido y no se olvidó de la llegada de Anna.

      «Finalmente, Anna no tiene la culpa», se dijo. «Jamás he escuchado nada malo de ella y, por lo que a mí respecta, en ella he encontrado solo atenciones y afecto».

      Era cierto que la casa de los Karenin, durante su permanencia en ella, le había producido mala impresión; le había parecido descubrir algo de falsedad en su modo de vivir. «Sin embargo, ¿por qué no recibirla?», se decía. «¡Que no pretenda, al menos, darme consuelo!», pensaba Dolly. «Ya he pensado mil veces en consuelos, seguridades para el mañana y perdones cristianos y son totalmente inútiles para mí».

      Dolly había permanecido sola con los niños durante todos estos días. No deseaba confiar su dolor a nadie y, no obstante, no se podía ocupar de otra cosa teniendo ese dolor en el alma. Estaba segura de que solo hablaría con Anna de aquello, y si por una parte le complacía la idea, por la otra le disgustaba tener que escuchar vulgares palabras de tranquilidad y consuelo y confesar su humillación.

      Dolly, que estaba esperando a Anna mirando a cada instante el reloj, dejó de mirarlo, como suele ocurrir, justamente en el momento en que llegó su cuñada. No escuchó, pues, el timbre, y cuando, percibiendo en la puerta del salón ligeros pasos y roce de faldas, se puso en pie, su angustiado rostro reflejaba sorpresa, no alegría.

      —¿Pero cómo? ¿Ya llegaste? —dijo, al tiempo que abrazaba y besaba a Anna.

      —Dolly, me alegro mucho de verte.

      —Y yo también de verte a ti —contestó Dolly, con sonrisa débil, intentando averiguar por la cara de Anna Karenina si tenía información de todo lo que había sucedido.

      «Probablemente lo sabe», pensó, mirando la expresión compasiva del rostro de su cuñada.

      —Vamos, vamos; te voy a acompañar a tu habitación —continuó, tratando de retrasar el instante de las explicaciones.

      —¿Este es Gricha? ¡Mi Dios, qué grande está! —exclamó Anna, mientras besaba al chico, sin dejar de mirar a Dolly y sonrojándose. Y agregó—: Déjame quedarme un momento aquí.

      Se quitó el abrigo, después el sombrero. En él quedó prendido un mechón de su negro y rizado cabello y, con un movimiento de cabeza, Anna lo desprendió.

      —¡Estás llena de salud y de felicidad! —dijo Dolly, sintiéndose un poco envidiosa.

      —¿Yo? Sí... ¡Esa es Tania, Dios mío! Tiene los mismos años que mi Sergio, ¿verdad? —exclamó Anna, dirigiéndose a la chiquilla, que entraba corriendo en el salón. Y también la besó, después que la tomó en brazos—. ¡Qué niña tan hermosa! ¡Es un verdadero encanto! Vamos, enséñame a los demás niños.

      Le estaba hablando de los cinco, recordando no únicamente sus nombres, sino su edad, sus temperamentos y hasta las enfermedades que habían padecido. Dolly se sentía profundamente conmovida.

      —Muy bien; vayamos a verles —dijo—. Pero es una lástima que Vasia esté durmiendo.

      Más tarde se sentaron, ya solas, en el salón, ante una taza de café, después de ver a los niños. Anna cogió la bandeja y enseguida la separó.

      —Dolly —comenzó—, mi hermano ya me habló.

      Dolly, que esperaba escuchar palabras de falsa compasión, miró a su cuñada fríamente. Pero Anna no dijo

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