Anna Karenina. León Tolstoi
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A pesar de que el vestido, el peinado y los otros preparativos para el baile habían costado mucho trabajo y demasiadas preocupaciones a Kitty, en este momento el complicado traje de tul le sentaba tan naturalmente como si todos los bordados, puntillas, y otros detalles de su vestuario no hubiesen exigido de su familia ni de ella un solo momento de atención, como si hubiese nacido entre ese tul y esas puntillas, con ese peinado alto adornado con algunas hojas alrededor y con una rosa...
Antes de entrar en la sala, la vieja princesa intentó arreglar el cinturón de Kitty, pero ella se había apartado, como si adivinase que en ella todo era gracioso, que todo le sentaba bien, y que no necesitaba ningún arreglo.
Se encontraba en uno de sus mejores días. El vestido no le oprimía por ninguna parte, no colgaba ninguna puntilla. Los pequeños zapatos color rosa, de tacón alto, en lugar de oprimir, parecían acariciar y hacer más hermosos sus diminutos pies. Los rubios y espesos tirabuzones postizos adornaban su cabecita con naturalidad. Los tres botones de cada uno de sus guantes estaban abrochados a la perfección y, sin deformarlas en lo más mínimo, los guantes se ajustaban a sus manos. Su garganta estaba ceñida suavemente con una cinta de terciopelo negro. Esa cintita era una verdadera delicia; cada vez que Kitty se contemplaba en el espejo de su casa, tenía la impresión de que la cinta hablaba. Sobre la belleza de lo demás podía caber alguna duda, pero en cuanto a la cinta, no. Kitty, cuando se miró aquí en el espejo, también sonrió, satisfecha. Sus brazos y hombros desnudos le daban la sensación de una frialdad marmórea que le resultaba muy grata. Sus labios pintados y sus ojos brillantes solo pudieron sonreír al verse tan bella.
Cuando apenas entró en el salón y se aproximó a los grupos de damas, todas cintas y puntillas, que esperaban el instante de ser invitadas a danzar —Kitty nunca entraba en esos grupos— le pidió ya un vals el mejor de los danzarines, el famoso director de baile, el maestro de ceremonias, un hombre casado, elegante y guapo, Egoruchka Korsunsky, que acababa de dejar a la condesa Bonina, con la que había bailado el primer vals.
Vio entrar a Kitty mientras observaba con aire dominador a las parejas que danzaban, y se dirigió a ella con el paso decidido de los directores de baile. Se inclinó frente a ella y, sin preguntarle siquiera si quería bailar, alargó la mano para agarrarla por el talle delicado. La muchacha miró a su alrededor buscando a alguien a quien le pudiera entregar su abanico y, sonriendo, la dueña de la casa lo cogió.
—Celebro bastante que usted haya llegado pronto —dijo él, mientras le ceñía la cintura—. No entiendo cómo se puede llegar tarde.
Ella apoyó la mano izquierda en el hombro de Korsunsky y sus pequeños pies calzados de rosa se deslizaron ligeros, al ritmo de la música, por el pavimento encerado.
—Es un descanso bailar con usted. ¡Qué ligereza y qué admirable precisión! —comentó Korsunsky, al tiempo que giraban al compás del vals.
Con poca diferencia, eran sus palabras a todas las conocidas por las que sentía aprecio.
Kitty sonrió y miró la sala, por encima del hombro de su pareja. Ella no era una de esas novicias a quienes la emoción de la primera danza les hace confundir todas las caras que las rodean, ni una de esas jóvenes que, a fuerza de visitar frecuentemente las salas de baile, acaban conociendo a todos los asistentes de tal forma que ya hasta les aburre mirarlos. Kitty se encontraba en el término medio. De manera que, con emoción reprimida, pudo contemplar toda la sala.
Primero miró a la izquierda, donde estaba agrupada la flor de la alta sociedad. Allí estaba la mujer de Korsunsky, la hermosa Lidy, con un vestido muy descotado; estaba presente, como siempre, Krivin, con su calva resplandeciente, donde se reunía la buena sociedad; más allá, en un grupo que los muchachos contemplaban sin intentar acercarse, Kitty pudo distinguir a Esteban Arkadievich y la figura altiva y la cabeza de Anna, con un vestido negro de terciopelo.
«Él» también estaba allí. La joven no le había visto nuevamente desde la noche en que no aceptara a Levin. Kitty le descubrió desde lejos y hasta se dio cuenta de que él también la estaba mirando.
—¿Una vueltecita más si no está agotada? —preguntó Korsunsky, un poco fatigado.
—No; muchas gracias.
—¿Me indica adónde la acompaño?
—Creo que veo a Anna Karenina. Lléveme allí, por favor.
—Sí, como guste.
Sin dejar de bailar, pero a paso cada vez más lento, Korsunsky, murmurando incesantemente, se dirigió hacia el ángulo izquierdo del salón:
—Pardon, mesdames, pardon, mesdames...
Y Korsunsky, abriéndose de esa manera paso entre aquel océano de encajes, puntillas y tules sin haber enganchado ni una sola cinta, hizo que su pareja describiera una rápida vuelta, de manera que las finas piernas de Kitty, cubiertas de medias transparentes, quedaron al descubierto y se abrió como un abanico la cola de su vestido, cayendo después sobre las rodillas de Krivin. Posteriormente, Korsunsky la saludó, ensanchó el pecho sobre su frac abierto y le ofreció el brazo para llevarla junto a Anna Arkadievna.
Sonrojándose, Kitty retiró de las rodillas de Krivin la cola de su vestido y se volvió, un poco aturdida, buscando a Anna. Anna no estaba vestida de color lila, como presumiera Kitty, sino de negro, con un traje bastante descotado, que dejaba ver sus hombros esculturales que parecían tallados en marfil antiguo, su pecho y sus torneados brazos, que terminaban en unas muñecas muy finas.
Encajes de Venecia adornaban su traje; sus cabellos, peinados sin ningún postizo, estaban engalanados con una guirnalda de nomeolvides, y llevaba un ramo de las mismas flores prendido en el talle, entre los encajes negros. Estaba peinada con sencillez y en él únicamente destacaban los bucles de sus cabellos rizados, que se escapaban por las sienes y la nuca. Lucía un hilo de perlas en el cuello, firme y bien formado.
Diariamente, Kitty había visto a Anna y se había sentido fascinada con ella, y siempre la imaginaba con el vestido lila. No obstante, al verla con un traje negro, reconoció que no había entendido todo su encanto. En este momento se le aparecía de una forma inesperada y nueva, y aceptaba que no podía vestir de lila, debido a que este color hubiese apagado su personalidad. El vestido, negro con su abundancia de encajes, no atraía la mirada, pero solo se limitaba a servir de marco y hacía resaltar la silueta de Anna, natural, elegante, sencilla, y al mismo tiempo, alegre y animada.
Al acercarse Kitty al grupo, Anna, bastante erguida como siempre, conversaba con el dueño de la casa con la cabeza inclinada levemente hacia él.
—No, no entiendo... pero no voy a ser yo quien lance la primera piedra... —decía, encogiéndose de hombros y respondiendo a una pregunta que, indudablemente, le había hecho él. E inmediatamente se dirigió a Kitty con una sonrisa dulcemente protectora.
Contempló rápidamente el vestido de Kitty con