Anna Karenina. León Tolstoi

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Anna Karenina - León Tolstoi Colección Oro

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tiene por su madre, se nota que es un auténtico caballero. Parece, por ejemplo, que le quiso ceder la totalidad de sus bienes a su hermano. Cuando era un niño, salvó a una mujer que se estaba ahogando... En fin, es un verdadero héroe —concluyó Anna, con una sonrisa y recordando los doscientos rublos que Vronsky dio en la estación.

      Sin embargo, Anna no mencionó aquel rasgo, debido a que su recuerdo le provocaba un cierto malestar; en él adivinaba una intención que la tocaba bastante de cerca.

      —Su madre me suplicó que la visitara —dijo después— y me complacerá mucho ver a la ancianita. Pienso ir mañana. Stiva lleva un buen rato con Dolly en el gabinete, gracias a Dios —susurró, cambiando de tema de conversación y poniéndose en pie un poco contrariada, según le pareció a Kitty.

      —¡A mí me toca primero, a mí, a mí! —gritaban los chiquillos que, terminado el té, se precipitaban nuevamente hacia la tía Anna.

      —¡Todos al mismo tiempo! —contestó Anna, con una sonrisa.

      Y los abrazó, después que corrió a su encuentro. Gritando alegremente, los niños se aglomeraron alrededor de ella.

      XXI

      Dolly salió de su habitación a la hora de tomar el té la gente mayor. Pero Esteban Arkadievich no apareció. Probablemente se había marchado de la habitación de su esposa por la puerta falsa.

      —Anna, temo que tengas frío en el cuarto de arriba —dijo Dolly a su cuñada—. Te quiero pasar abajo; de esa manera voy a estar más cerca de ti.

      —¡Por mí no te preocupes! —contestó Anna, tratando de leer en la cara de su cuñada si se habían reconciliado o no.

      —Tal vez aquí tengas mucha luz —volvió al tema Dolly.

      —Ya te he dicho que duermo en todos lados como un tronco, en el lugar que sea.

      —¿Qué sucede? —preguntó Esteban Arkadievich, abandonado el despacho y dirigiéndose a su esposa.

      Por su tono, Kitty y Anna comprendieron que ya se habían reconciliado.

      —Quiero que Anna se instale aquí abajo, pero tenemos que poner unas cortinas —contestó Dolly—. Yo misma tendré que hacerlo. Si no, nadie lo va a hacer.

      «¡El Señor sabe si se habrán reconciliado completamente!», pensó Anna, al escuchar el frío y sereno acento de Dolly.

      —¡Dolly, no compliques las cosas innecesariamente! —respondió su esposo—. Yo mismo lo haré si lo deseas.

      «Sí, se reconciliaron», pensó Anna.

      —Sí: ya sé cómo —contestó Dolly—. Le vas ordenar a Mateo que lo arregle, te irás y él lo hará todo al revés.

      Y, como de costumbre, una sonrisa sarcástica plegó las comisuras de sus labios.

      «La reconciliación es completa», pensó en el momento Anna. «¡Alabado sea Dios!».

      Y, feliz por haber promovido la paz marital, se acercó a Dolly y le dio un beso.

      —¡No, nada de eso! ¡Ignoro por qué nos desprecias tanto a mí como a Mateo! —dijo Esteban Arkadievich a su esposa, mientras sonreía de una manera casi imperceptible.

      Dolly trató a su esposo con cierta ligera ironía durante toda la tarde. Esteban Arkadievich se sentía alegre y feliz, pero sin exceso, y pareciendo querer indicar que sentía el peso de su culpa, a pesar de haber sido perdonado.

      La agradable charla familiar que se desarrollaba ante la mesa de té de los Oblonsky fue interrumpida, a las nueve y media, por un hecho insignificante y corriente, pero que extrañó a todos. Se estaba hablando de uno de los amigos comunes, cuando Anna se puso en pie inesperada y rápidamente.

      —Les voy a enseñar la fotografía de mi Sergio —dijo con una sonrisa orgullosa y maternal—. Está en mi álbum.

      La hora en que, por lo general, se despedía de su hijo y hasta acostumbraba acostarle ella misma antes de ir al baile era a las diez. Y repentinamente se había entristecido cuando pensó que se encontraba tan lejos de él, y hablasen de lo que hablasen su mente volaba hacia su Sergio y a su cabeza rizada, y de pronto la asaltaron las ganas de contemplar su retrato y hablar de él. Por eso se puso en pie y, con paso seguro y ligero, se marchó a buscar el álbum donde tenía su foto.

      La escalera que llevaba a su habitación partía del descansillo de la amplia escalera principal en la que reinaba una agradable atmósfera.

      Cuando salió del salón, se escuchó el sonido del timbre en el recibidor.

      —¿Quién podrá ser? —preguntó Dolly.

      —Para que venga gente de fuera, es muy tarde y para venir a buscarme es demasiado pronto —dijo Kitty.

      —A lo mejor es alguien que me trae algún documento —dijo Esteban Arkadievich.

      El sirviente, mientras Anna pasaba frente a la escalera principal, subía para anunciar a la persona que había llegado, que se encontraba bajo la luz de la lámpara, en el vestíbulo. Anna miró hacia abajo y, cuando reconoció a Vronsky, un sentimiento muy extraño de alegría y miedo invadió su corazón. Él estaba aun con el abrigo puesto, y buscaba algo en el bolsillo.

      Cuando Anna llegó a la mitad de la escalera, Vronsky dirigió su mirada hacia arriba, la vio y en su cara se dibujó una expresión de confusión y de vergüenza. Anna continuó su camino, inclinando la cabeza levemente.

      Inmediatamente, se escuchó la voz de Esteban Arkadievich invitando a Vronsky a que pasara, y la del muchacho, baja, suave y serena, declinando.

      Al volver Anna con el álbum, Vronsky ya no se encontraba allí, y Esteban Arkadievich relataba que su amigo únicamente había venido para informarse de los detalles de una comida que se daba al siguiente día en honor de un personaje extranjero muy famoso.

      —No quiso entrar, por más que le rogué —dijo Oblonsky—. ¡Qué cosa tan rara!

      Kitty se sonrojó, creyendo haber entendido las razones de la llegada de Vronsky y su negativa a entrar.

      «Fue a casa y no me encontró», pensó, «y vino a ver si me encontraba aquí. Pero no quiso entrar por lo tarde que es y también por la presencia de Anna, que es una persona extraña para él».

      Todo el mundo se miró en silencio. Después empezaron a hojear el álbum.

      En que un amigo visitase a otro a las nueve y media de la noche para informarse sobre un banquete que se iba a celebrar al día siguiente no había nada de asombroso; sin embargo, a todos les pareció muy extraño, y a Anna más que a nadie, e incluso le pareció que era un poco incorrecto el comportamiento de Vronsky.

      XXII

      Cuando Kitty entró con su madre en la inmensa escalera iluminada, adornada de flores, llena de sirvientes de rojo caftán y de empolvada peluca, se estaba iniciando el baile. El frufrú de los vestidos llegaba de las salas como el tenue zumbido de las abejas en una colmena.

      Sonaron melodiosos y suaves los acordes de los violines de la orquesta iniciando el primer vals, mientras

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