Anna Karenina. León Tolstoi

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Anna Karenina - León Tolstoi Colección Oro

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—dijo Anna a Korsunsky— hasta entra y sale del salón bailando.

      —Una de mis mejores colaboradoras es la Princesita —comentó Korsunsky, mientras se inclinaba ante Anna Karenina, a quien no había sido presentado— contribuye a que el baile sea alegre y animado. ¿Me concede un vals, Anna Arkadievna? —preguntó.

      —¿Y ustedes se conocen? —preguntó el dueño de la casa.

      —¿Pero quién no nos conoce a mi esposa y a mí? —contestó Korsunsky—. Nosotros somos igual que los lobos blancos. Anna Arkadievna, ¿quiere bailar? —dijo otra vez.

      —Trato de no bailar siempre que me es posible —contestó Anna Karenina.

      —Pero hoy eso es imposible.

      En aquel instante, Vronsky se acercó.

      —Es verdad, si es imposible, bailemos —dijo Anna, aparentando no darse cuenta del saludo de Vronsky y poniendo la mano rápidamente sobre el hombro de Korsunsky.

      «Tal vez está enfadada con él», pensó Kitty, notando que Anna había fingido no ver el saludo de Vronsky.

      Este se aproximó a Kitty, recordándole su compromiso de la primera contradanza y comentándole que sentía bastante no haberla visto hasta ese momento. Kitty le escuchaba contemplando mientras tanto a Anna, que bailaba. Estaba esperando que Vronsky la invitara al vals, pero el muchacho no lo hizo. Kitty le miró asombrada. Él, ruborizándose, la invitó precipitadamente a bailar; pero la música dejó de sonar apenas enlazó su fino talle y dio el primer paso.

      Kitty tenía muy cerca el rostro de él y le miró a los ojos. Recordó durante varios años, llena de vergüenza, esa mirada de amor que le dirigiera y a la que Vronsky no correspondió.

      —Pardon, pardon. ¡Vals, vals! —gritó, desde el otro extremo de la sala, Korsunsky. Y comenzó a bailar, haciendo pareja con la primera muchacha que encontró.

      XXIII

      Vronsky y Kitty dieron varias vueltas de vals. Después ella se acercó a su madre y tuvo tiempo de intercambiar unas pocas palabras con Nordston antes de que Vronsky la fuese a buscar para iniciar la primera contradanza.

      No hablaron nada particular mientras bailaban. Vronsky comentó algo gracioso de los Korsunsky, a los que describía como unos chiquillos de cuarenta años; posteriormente conversaron del teatro que se iba a abrir próximamente al público. Únicamente unas palabras llegaron al alma de Kitty, y fue cuando el muchacho le habló de Levin, asegurándole que simpatizó mucho con él y le preguntó si seguía en Moscú. Kitty, de todas formas, ya no esperaba más de esa contradanza. La mazurca era lo que esperaba con el corazón palpitante, pensando que en ella se iba a decidir todo. No la intranquilizó que durante la contradanza él no la invitara para la mazurca. Estaba completamente segura de que bailaría con él, como siempre y en todos lados, y así que rechazó cinco invitaciones de otros tantos hombres afirmándoles que ya la tenía comprometida.

      El baile, hasta la última contradanza, transcurrió para ella como un sueño fascinante, lleno de resplandecientes colores, de movimiento, de sones. Bailó sin interrupción, menos cuando se sentía fatigada y suplicaba que le permitieran descansar.

      Se encontró frente a frente con Anna y Vronsky durante la última contradanza con uno de esos muchachos que la aburrían tanto, pero con los que no se podía negar a bailar. Desde el comienzo del baile no había visto a Anna y en este momento le pareció otra vez inesperada y nueva. La veía con ese punto de excitación, que conocía tan bien, provocado por el triunfo.

      Anna estaba ebria del licor de la emoción; Kitty lo veía en el fuego que, al danzar, se encendía en su mirada, en su sonrisa alegre y feliz, que rasgaba ligeramente sus labios, en la ligereza, la gracia y la seguridad.

      «¿Por qué estará de esa manera?», se preguntaba Kitty. «¿Será por la admiración general que despierta o por la de un solo hombre?». Y sin escuchar al muchacho, que intentaba inútilmente reanudar la charla interrumpida, y obedeciendo involuntariamente a los gritos alegremente autoritarios de Korsunsky a los que danzaban: «Ahora en grand rond, en chaine», Kitty miraba a la pareja con el corazón cada vez más intranquilo.

      «No; Anna no está emocionada por la admiración general, sino por la de un solo hombre. ¿Será posible que sea por la de él?».

      Los ojos de Anna brillaban y una sonrisa feliz se dibujaba en su boca cada vez que Vronsky hablaba con ella. Daba la impresión de que se esforzaba en reprimir esas señales de felicidad y como si ellas aparecieran, en su cara contra su voluntad. Kitty se preguntó qué podría sentir él, y al mirarle quedó aterrada. En la cara de Vronsky se reflejaban los sentimientos de la de Anna. ¿Qué había sucedido con su apariencia serena y segura y con la despreocupada tranquilidad de su rostro? Cuando Anna le hablaba, en su mirada había una expresión de temblorosa sumisión e inclinaba la cabeza como para caer a sus pies. Con aquella mirada parecía decirle: «No la quiero ofender; solamente quiero salvarme, y no sé cómo hacerlo...». El rostro de Vronsky reflejaba una expresión que Kitty nunca había visto en él.

      A pesar de que su conversación era trivial, pues charlaban únicamente de sus mutuas amistades, a Kitty le daba la impresión de que en ella se estaba decidiendo el destino de los dos y de sí misma. Y era el caso que, aunque realmente conversaban sobre lo ridículo que resultaba Iván Ivanovich hablando francés o la posibilidad de que la Elezkaya pudiera encontrar un mejor partido, Vronsky y Anna tenían, igual que Kitty, la sensación de que, para ellos, esas palabras estaban llenas de sentido. Solamente gracias a su educación tan inflexible, se pudo contener y actuar de acuerdo con las conveniencias, bailando, charlando, respondiendo, hasta sonriendo.

      Sin embargo, al comenzar la mazurca, cuando empezaron a poner las sillas en su lugar y varias parejas caminaron desde las salas pequeñas hacia el salón, Kitty se sintió angustiada y aterrada. Después de rechazar cinco invitaciones, en este momento se quedaba sin bailar. Hasta podía suceder que no la invitasen, porque debido al éxito que siempre tenía en sociedad, a nadie se le podía ocurrir que no tuviera pareja. Era necesario que dijese a su madre que se sentía mal y que quería marcharse a casa. Sin embargo, le faltaban las fuerzas para hacerlo, porque se sentía muy desanimada.

      Entró en el pequeño salón y se dejó caer en un sillón. La falda vaporosa de su traje se hinchó como una nubecilla y la rodeó; entre los pliegues del vestido rosa se hundió su suave, juvenil y delgado brazo desnudo; sostenía un abanico en la mano que le quedaba libre y con movimientos breves y rápidos daba aire a su encendida cara. Pese a su apariencia de mariposa posada por un momento en una flor, agitando las alas y preparada para alzar el vuelo rápidamente, una inquietud terrible inundaba su corazón.

      «¿Y si estuviese equivocada, si no hubiera nada?», pensaba, recordando nuevamente lo que había visto.

      —¡Pero Kitty! No entiendo lo que te sucede —dijo la condesa Nordston, que, sin hacer ruido, se había acercado caminando sobre la suave alfombra.

      A Kitty le tembló el labio inferior y, de manera precipitada, se puso en pie.

      —Kitty, ¿no bailas la mazurca?

      —No —contestó con voz estremecida de lágrimas.

      —Él la invitó frente a mí a bailar la mazurca —dijo la condesa, sabiendo muy bien que a Kitty le constaba a quién se estaba refiriendo—. Y ella le preguntó si no danzaba con la princesita Scherbazky.

      —Me da lo mismo —respondió Kitty.

      Nadie

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