Anna Karenina. León Tolstoi
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—¿Tú le habrías perdonado?
—No sé, Dolly, me es imposible juzgar...
Anna reflexionó un instante y agregó:
—Sí, sí puedo, claro que sí puedo. ¡Yo le habría perdonado! Es verdad que me habría convertido en otra mujer, sí; pero le perdonaría, como si no hubiese sucedido nada, nada en absoluto...
—Sí, de esa manera tendría que ser —interrumpió Dolly, como si ya antes hubiera pensado en ello—; de otra forma, no sería perdón. Si se perdona, debe ser completamente... En fin, te acompañaré a tu habitación —agregó, al tiempo que se ponía en pie y abrazaba a Anna—. ¡Querida, me alegro mucho de que hayas venido! Siento el corazón mucho más sereno, mucho más sereno.
XX
Aunque varios de sus conocidos, informados de su llegada, acudieron a visitarla, Anna no recibió a nadie y pasó todo el día en casa de los Oblonsky.
Toda la mañana estuvo con Dolly y con los niños y mandó a avisar a su hermano que fuera, sin falta, a comer a casa. «Ven», le escribió. «El Señor es misericordioso».
Así, Oblonsky comió en casa, la charla fue sobre temas generales y su mujer le tuteó, lo que últimamente jamás ocurría. Es verdad que continuaba la frialdad entre marido y mujer, pero ya no se hablaba de separación y Oblonsky comenzaba a vislumbrar la posibilidad de reconciliación.
Kitty llegó después de comer. Casi no conocía a Anna Karenina y llegaba un poco inquieta ante la idea de enfrentarse con esa gran dama de San Petersburgo de la que todo el mundo hablaba con tanta ponderación. Pero inmediatamente entendió que le gustaba mucho. Anna se sintió gratamente impresionada por la lozanía y juventud de la muchacha, y Kitty se sintió, instantáneamente, prendada de ella, como habitualmente se prendan las jóvenes de las señoras de más edad. No parecía en nada una gran señora, ni que fuese madre de un chiquillo de ocho años. Al ver la agilidad de sus movimientos, la tersura de su cutis y su vivacidad, cualquiera la habría tomado por una chica de veinte años, de no haber sido por una expresión dura y hasta triste, que subyugaba e impresionaba a Kitty, que a veces ensombrecía un poco su mirada.
Kitty adivinaba que Anna era de una completa sencillez y que no escondía nada, pero también adivinaba que en su alma vivía un mundo superior, complicado y poético que ella no podía entender.
Dolly se fue a su habitación después de comer y Anna se aproximó a su hermano, que estaba encendiendo un cigarro.
—Stiva —le dijo de manera jovial, mientras le persignaba y le mostraba la puerta con los ojos—. Ve y que el Señor te ayude.
Él la entendió, tiró el cigarrillo y desapareció detrás de la puerta.
Anna volvió al diván donde antes estaba sentada, rodeada de los chiquillos. Ya fuera porque viesen que la mamá estimaba a esa tía o porque sintieran hacia ella un cariño espontáneo, inicialmente los dos mayores y posteriormente los más pequeños, como siempre ocurre con los niños, ya después de la comida se pegaron a sus faldas y no se apartaban de ella. Entre los niños surgió una especie de competencia para ver quién se sentaba más cerca de Anna, quién tomaba primero su pequeña mano, jugaba con su anillo o, por lo menos, tocaba el borde de su ropa.
—Vamos a colocarnos como estábamos antes —dijo Anna Karenina tomando asiento en su lugar.
Y nuevamente Gricha, radiante de orgullo y de felicidad, pasó la cabeza bajo su brazo y apoyó la cara en su vestido.
—¿Cuándo se llevará a cabo el próximo baile? —preguntó Anna a Kitty.
—Será la próxima semana. Va a ser un baile grandioso y bastante animado, uno de esos bailes en los que siempre se está contento.
—¿Hay de verdad bailes en que siempre se esté contento? —preguntó Anna con suave sarcasmo.
—Sí, es así, aunque parezca extraño. Siempre son alegres en casa de los Bobrischev y también en la de los Nikitin. En la de los Mechkov, en cambio, son muy aburridos. ¿Usted no se ha dado cuenta?
—Para nada, querida. En mi opinión, ya no hay bailes donde uno siempre esté alegre —dijo Anna, y Kitty vio en los ojos de Anna Karenina un relámpago de ese mundo particular que le fue revelado—. Para mí únicamente hay bailes en los que siento menos aburrimiento que en otros.
—¿Pero es posible que usted sienta aburrimiento en un baile?
—¿Por qué yo no me aburriría en un baile?
Kitty entendió que Anna adivinaba la respuesta.
—Porque usted siempre será la más admirada de todas las mujeres.
Anna, que tenía la virtud de sonrojarse, se sonrojó y dijo:
—Primeramente, no es así, y aunque lo fuera, ¿para qué me sería útil?
—¿Usted irá a este baile que le digo?
—Creo que no voy a poder dejar de asistir. Vamos, tómalo —dijo Anna, entregando a Tania el anillo que esta trataba de sacar de su dedo blanco y afilado, en el que se movía con facilidad.
—Me encantaría verla allí.
—Entonces, si no me queda más remedio que ir, me voy a consolar pensando que eso la complace. No me tires del cabello, Gricha: ya estoy bastante despeinada —dijo, mientras se arreglaba el mechón de cabellos con el que jugaba Gricha.
—Me la imagino en el baile con un vestido color lila...
—¿Y por qué precisamente de color lila? —preguntó Anna con una sonrisa—. Vamos, niños: a tomar el té. ¿No escuchan que miss Hull los está llamando? —dijo, mientras los apartaba y los llevaba al comedor—. Ya sé por qué le encantaría verme en el baile: usted está esperando mucho de esa noche y desearía que todo el mundo fuera partícipe de su felicidad —concluyó Anna, hablando con Kitty.
—Es verdad. ¿Cómo lo sabe?
—¡Qué feliz es uno cuando tiene su edad! —siguió Anna—. Conozco y recuerdo esa niebla azul igual que la de las montañas suizas, esa niebla que lo rodea todo en la época dichosa en que se acaba la niñez. Desde ese inmenso círculo alegre y feliz parte una senda que se va haciendo cada vez más angosta. ¡Cómo late el corazón cuando se inicia ese camino que al comienzo parece tan bello y claro! ¿Qué persona no ha pasado por ello?
Kitty sonreía callada. «¿Ella cómo habría pasado por todo aquello? ¡Cómo me encantaría conocer la historia de su vida!», pensaba cuando recordaba la presencia poco romántica del esposo de Anna, Alexis Alexandrovich.
—Conozco algo de sus cosas —continuó Anna Karenina— me lo contó Stiva. La felicito de corazón. «Él» me gusta bastante. ¿Usted no sabe que Vronsky se encontraba en la estación?
—¿Él estaba allí? —dijo Kitty, sonrojándose—. ¿Y Stiva qué le contó?
—Todo, me lo contó todo... Y yo me alegré mucho. Viajé en compañía de la madre de Vronsky. Solamente me habló de él: es su preferido. Ya sé que las madres