Anna Karenina. León Tolstoi
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—No sirve de nada intentar consolarme. Después de lo que pasó, todo está totalmente perdido; no se puede hacer nada.
Al tiempo que hablaba de esa manera, se suavizó la expresión de su cara. Anna besó las secas y delgadas manos de Dolly y contestó:
—Pero, Dolly, ¿qué podemos hacer?, ¿qué podemos hacer? Debemos pensar en lo mejor que pueda hacerse para remediar esta espantosa situación.
—Todo ha acabado y nada más —respondió Dolly—. Y lo peor del caso, entiéndelo, es que no le puedo dejar; están los niños, las obligaciones, pero no puedo vivir con él. Para mí es un martirio el simple hecho de verle.
—Él me lo contó todo, querida Dolly, pero quisiera que tú me lo explicases, tal como sucedió.
Dolly la miró indagadora. En la cara de Anna se dibujaba un cariño sincero, una compasión verdadera.
—Muy bien, te lo voy a contar desde el comienzo —decidió Dolly—. Tú ya sabes cómo me casé: con una educación que hizo que llegara al altar, no solamente inocente, sino también idiota. Ignoraba todo. Ya sé que dicen que los hombres habitualmente cuentan a las mujeres la vida que llevaron antes de casarse, pero Stiva... —y se interrumpió, corrigiendo—, pero Esteban Arkadievich nunca me contó absolutamente nada. Yo imaginaba, aunque no me creas, que era la única mujer que él había conocido... De esa manera viví ocho años. No solamente no tenía la más mínima sospecha de que me pudiera ser infiel, sino que no lo consideraba posible. Y, figúrate que en esta confianza mía, conozco de repente este horror, esta bajeza. Entiéndeme... ¡Estar totalmente convencida y segura de la propia felicidad, para de repente... —seguía Dolly, mientras reprimía el llanto—, para de pronto recibir una carta de él que estaba dirigida a la institutriz de mis hijos, a su amante! ¡Oh, no; es espantoso!
Sacó el pañuelo, escondió la cara en él y, después de un breve silencio, prosiguió:
—Incluso podría ser justificable un arrebato de pasión. Pero engañarme solapadamente, sigue siendo mi marido y amante de ella. ¡Oh, tú no lo puedes entender!
—Lo entiendo, querida Dolly... —dijo Anna, mientras le apretaba la mano.
—¿Y piensas que él comprende todo el horror de mi situación? —siguió Dolly—. ¡No, para nada! Él vive feliz y contento.
—Eso no —la interrumpió, vivamente, Anna—. También es digno de compasión; el arrepentimiento le tiene apesadumbrado.
—Pero ¿piensas que siquiera es capaz de sentirse arrepentido? —interrumpió Dolly, mirando fijamente a Anna.
—Sí. Le conozco muy bien y, al verle, no pude menos que sentir compasión. Ambas le conocemos. Él es muy orgulloso, pero bueno. ¡Y en este momento se siente tan humillado! De él lo que más me conmueve (Anna estaba segura de que aquello iba a impresionar a Dolly más que nada) es que existen dos cosas que le angustian: primero, la vergüenza que siente ante sus hijos, y después que, queriéndote como te quiere... Sí, sí, te quiere más que a nada en el mundo —dijo Anna precipitadamente, impidiendo que Dolly pudiera contestar—. Pues bien, que queriéndote como te quiere, te haya perjudicado tanto. «¡No, Dolly no me va a perdonar!», me dijo.
Pensativa, Dolly ya no miraba a Anna y únicamente escuchaba sus palabras.
—Entiendo —dijo— que también su situación es espantosa. Sobrellevar esto es más difícil para el culpable que para el que no lo es, si se da cuenta de que es él quien causó todo el daño. Pero ¿cómo disculparle? ¿Cómo continuar siendo su esposa, después que ella...? Para mí sería una tortura vivir con él, justamente porque le he querido.
El llanto ahogó su voz.
Sin embargo, cada vez que se conmovía, y como si lo hiciera de manera intencionada, la idea que la martirizaba volvía nuevamente a sus palabras:
—Ella es guapa y joven —siguió—. ¿No entiendes, Anna? Mi juventud se ha evaporado... ¿Y cómo? Sirviéndole a él y a sus hijos. Les serví, consumiéndome en ello, y en este momento a él le es más agradable una chica joven, aunque sea una cualquiera. Probablemente que ellos hablarían de mí; o quizá no, y en este caso es aún peor. ¿Entiendes?
Y el resentimiento reavivó otra vez su mirada.
—¿Qué puede decirme después de eso? Nunca le voy a creer. Todo ha acabado, todo lo que me servía de recompensa de mis sufrimientos, de mi trabajo... ¿Podrás creer que dar la lección a Gricha, que antes era un placer para mí, ahora es un suplicio? ¿Para qué trabajar, para qué hacer tantos esfuerzos? ¡Me da mucha lástima que tengamos hijos! Es espantoso, pero te puedo asegurar que ahora, en vez de amor y de ternura, únicamente siento rencor hacia él, sí, rencor, y hasta, de poder, te aseguro que llegaría a asesinarle.
—Querida Dolly, entiendo todo. Pero, por favor, no te pongas así. Estás tan ofendida, tan excitada, que no ves las cosas claramente.
Dolly se tranquilizó. Ambas permanecieron calladas durante unos instantes.
—¿Qué voy a hacer, Anna? Ayúdame a solucionarlo. Yo he pensado en todo y no encuentro remedio.
Tampoco Anna lo podía encontrar, pero su corazón respondía con sinceridad a cada palabra, a cada expresión de la cara de Dolly.
—Es mi hermano —comenzó— y conozco muy bien su carácter: lo fácil que olvida todo —e hizo un gesto señalando la frente—, la facilidad con que se entrega y con que más tarde se arrepiente. En este momento no imagina, no acierta a entender cómo pudo hacer lo que hizo.
—Ya, ya comprendo —interrumpió Dolly—. Pero ¿y yo? ¿Te olvidas de mí? ¿Acaso estoy sufriendo menos que él?
—No, espera. Dolly, debo confesarte que cuando él me explicó las cosas no entendí todavía completamente el horror de tu situación. Únicamente le vi a él, entendí que la familia estaba deshecha y sentí compasión por mi hermano. Sin embargo, después de conversar contigo, yo, como mujer, veo lo demás, siento tu dolor y no te podría expresar con palabras la piedad que me inspiras. Pero, querida Dolly, por mucho que entienda tus sufrimientos, no sé, por el contrario, el amor que puedas albergar por él en lo profundo de tu corazón. Si le quieres lo suficiente para perdonarle, perdónale.
—¡No...! —exclamó Dolly. Pero Anna la interrumpió cogiéndole la mano y besándosela nuevamente.
—Dolly, conozco el mundo más que tú —dijo— y sé cómo las personas como Esteban ven estas cosas. Tú piensas que ellos hablarían de ti. No, nada de eso. Los hombres que son así infringen sus códigos de fidelidad, pero para ellos su esposa y su hogar son sagrados. A sus ojos, mujeres como esa institutriz son una cosa diferente, incompatible con el amor a la familia. Colocan una línea de separación entre ellas y el hogar que jamás se cruza. No entiendo muy bien cómo puede ser eso, pero es de esa manera.
—Sí, sí, pero él le daría besos y...
—Dolly, tranquilízate. Recuerdo perfectamente cuando Stiva estaba enamorado de ti, cómo lloraba cuando pensaba en ti, cuánta poesía ponía en tu amor, cómo hablaba siempre de ti. Y sé que, a medida que transcurre el tiempo, siente mayor respeto por ti. Todo el tiempo