Anna Karenina. León Tolstoi
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Afortunadamente, Kitty no necesitó hablar mucho, debido a que Korsunsky, como director de baile, tenía que ocuparse continuamente de la distribución de las figuras y correr incesantemente de un lado a otro impartiendo órdenes. Anna y Vronsky se encontraban sentados casi enfrente de Kitty. Los podía ver de lejos y de cerca, según se apartaba o se aproximaba en las vueltas de la danza, y cuanto más los observaba, más segura estaba que su intuición no se había equivocado y su infelicidad era cierta. Kitty percibía que se sentían solos en ese salón lleno de personas, y en la cara de Vronsky, siempre tan segura e inalterable, ahora leía esa expresión de temor y de humildad que la había impresionado tanto, y que hacía recordar la actitud de un perro inteligente que siente que es culpable.
Anna sonreía y le transmitía su sonrisa. A él se le veía triste si ella se ponía pensativa. Una fuerza sobrenatural hacía que Kitty dirigiese la mirada a la cara de Anna. Estaba bellísima con su sencillo vestido negro; bellos eran sus brazos redondos, que exhibían preciosas pulseras, bello su cuello firme adornado con un hilo de perlas, hermosos los cabellos rizados de su peinado un poco desordenado, eran muy suaves los movimientos llenos de gracia de sus manos y pies pequeños, hermosa la animación de su bella cara. Sin embargo, en su belleza había algo cruel y terrible.
Kitty la contemplaba todavía más subyugada que antes, y sufría más cuanto más la miraba. Se sentía desanimada, y en su rostro se dibujaba una expresión tal de abatimiento que cuando Vronsky, en el curso del baile, se encontró con ella tardó un instante en reconocerla, de tan desfigurada como la vio en ese momento.
—¡Qué baile tan maravilloso! —dijo él, por comentar algo.
—Sí —respondió Kitty.
Anna, durante la mazurca, cuando repitió una figura imaginada por Korsunsky, salió al centro del círculo, eligió dos caballeros y llamó a Kitty y a otra joven. Cuando se acercó, Kitty, asustada, levantó los ojos hacia ella. Anna la miró y le sonrió, mientras cerraba los ojos y le apretaba la mano. Sin embargo, al notar en la cara de Kitty una expresión de angustia y de asombro por toda respuesta a su sonrisa, Anna le dio la espalda y comenzó a conversar alegremente con otra señora. «Sí, sí», pensó Kitty, «en ella hay algo extraño, bello y, al mismo tiempo, diabólico».
Anna no se quería quedar a cenar, pero el anfitrión insistió.
—Vamos, Anna Arkadievna —dijo Korsunsky, mientras tomaba el brazo desnudo de Anna bajo la manga de su frac—. Tengo una maravillosa idea para el cotillón. Se trata de un bijoux11.
Y empezó a caminar, haciendo ademán de llevársela, al tiempo que el dueño de la casa le animaba con su sonrisa.
—No, no me puedo quedar —contestó Anna, mientras sonreía. Y, pese a su sonrisa, ambos hombres entendieron en su acento que no se iba a quedar.
—Esta noche he bailado en Moscú más que todo el año en San Petersburgo y antes de mi viaje debo descansar —agregó Anna, volviéndose hacia Vronsky, que se encontraba junto a ella.
—¿Se marcha mañana decididamente? —preguntó Vronsky.
—Sí, es lo más seguro —contestó Anna, como asombrada de la audacia de semejante pregunta.
El fuego de su mirada y su sonrisa cuando le respondió abrasaron el corazón de Vronsky.
Sin quedarse a cenar, Anna Arkadievna, entonces, se marchó.
XXIV
«Evidentemente en mí hay algo repulsivo, algo que repele a las personas», se decía Levin cuando salió de casa de los Scherbazky y se dirigía a la de su hermano. “Definitivamente no sirvo para convivir en sociedad. La gente dice que esto es orgullo, pero yo no soy orgulloso. Si lo fuera, no me habría colocado en la situación que me he colocado”.
Imaginó a Vronsky feliz, inteligente, indulgente y, con completa seguridad, sin nunca haberse hallado en una situación igual que la suya de esta noche.
«Es natural que Kitty le haya preferido. Es lógico; no tengo que quejarme de nada ni de nadie. Únicamente yo soy el culpable. ¿Con qué derecho supuse que ella iba a querer unir su vida a la mía? ¿Yo quién soy? Un hombre inservible para sí y para los demás».
Entonces le vino a la memoria su hermano Nicolás y se detuvo en su recuerdo con agrado. «¿Acaso no tendrá razón cuando dice que todas las personas son malas y repulsivas? Quizá no hayamos juzgado bien a Nicolás. Desde la perspectiva del sirviente Prokofy, que le vio ebrio y con el abrigo roto, es una persona despreciable; pero yo le conozco de otra forma, conozco su alma y sé que somos parecidos. Y yo, en lugar de buscarle, fui primero a comer y posteriormente al baile en esa casa».
Levin se aproximó a un farol, leyó la dirección de Nicolás, que tenía guardada en la cartera, y de inmediato llamó a un coche.
Levin, durante el largo trayecto hacia la casa de su hermano, iba recordando lo que conocía de su vida. Le vino a la memoria que en los cursos universitarios, y hasta después de un año de regresar de la universidad, Nicolás, pese a las burlas de sus compañeros, hizo vida de fraile, cumpliendo con rigurosidad los preceptos religiosos, acudiendo a la iglesia, realizando los ayunos y escapando de los placeres y, sobre todo, de las mujeres. Posteriormente recordó cómo, repentinamente y sin ninguna razón aparente, comenzó a tratar a las peores personas y se lanzó a la vida más licenciosa. También recordó que en cierto caso su hermano tomó a su servicio un mozo del pueblo y en un instante de rabia le golpeó de una manera tan brutal que fue llevado a los Tribunales; se acordó, asimismo, de cuando Nicolás, perdiendo dinero con un tramposo, le aceptó una letra, denunciándole más tarde por engaño (a esa letra se refería Sergio Ivanovich). Nicolás había pasado nuevamente una noche en la prevención por alboroto. Y, finalmente, había llegado al extremo de querellarse contra su hermano Sergio acusándole de no pagarle la parte que le correspondía en derecho de la herencia de su madre.
En el oeste de Rusia, donde fue a trabajar, realizó su última proeza y consistió en lesionar a un alcalde, por lo que le abrieron un proceso. Y si bien todo esto era demasiado desagradable, a Levin no se lo pareció tanto como a los que no conocían la auténtica historia de Nicolás y su corazón. Levin recordaba que en aquella etapa de austeridad, fervor y ayunos, cuando su hermano buscaba un freno para sus pasiones en la religión, ninguna persona le aprobaba y todo el mundo, incluso el propio Levin, se burlaba de él. Le apodaban Noé, fraile, etcétera, y, posteriormente, cuando se entregó de una manera libre a sus pasiones, todos le dieron la espalda, espantados y con repulsión.
Levin entendía que, en rigor, su hermano, pese a su vida, no debía ser más culpable que aquellas personas que le despreciaban. Él no era culpable de haber nacido con su limitada inteligencia y con su temperamento rebelde. Nicolás, por otra parte, siempre quiso ser bueno.
«Le voy a hablar con el corazón en la mano, le voy a demostrar que le quiero y le entiendo, y le forzaré a que me descubra su corazón», tomó la decisión Levin al llegar a la fonda que le indicaran, ya cerca de las once.
—Es arriba. Los números 12 y 13 —dijo el conserje, respondiendo a la pregunta de Levin.
—¿Pero él está allí?
—Creo que sí.
La puerta del cuarto número 12 se encontraba entreabierta y por ella salía un espeso humo de tabaco malo y un rayo de luz.