Agonía en Malasia. Verónica Foxley

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Agonía en Malasia - Verónica Foxley

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tres horas más tarde, la dejó en su casa. Siti Juhar la abrazó y al tocarla supo que algo andaba mal. Tasha tenía 39 grados de fiebre y no quería comer. Pero al menos estaba con su mamá, en su hogar, en su cuarto de paredes turquesa y en su pequeña cama de respaldo de fierro. Al costado derecho de su marquesa había un gran espejo, el mismo en el cual se miraba cuando se esparcía cremas y se maquillaba para salir, y que ahora le devolvía una imagen cadavérica. Así estuvo durante una semana, sin moverse por el malestar.

      Jack le mandaba mensajes para saber cómo seguía, pero su amiga no respondía.

      Cuando ya se había recuperado, lo llamó.

      —Lista, estoy como nueva, vengan a buscarme —le dijo al teléfono.

      Jack, un hombre alegre, extrovertido, de estatura mediana y sonrisa amplia, en compañía de Mike, su socio en la peluquería, pasaron a recogerla en su camioneta gris.

      Ni bien entró al salón de belleza, su ánimo mejoró. Ya estaba en el pueblo con sus amigos, se sentía más segura, pero ciertamente no más feliz.

      Ubicada frente a una pequeña plaza en Temerloh, el lugar era muy concurrido por los amigos. Los clientes no solo llegaban a cortarse o teñirse el pelo, sino también a hacerse tratamientos faciales. Tasha secaba el pelo de los clientes pero ciertamente lo que más le gustaba era jugar a ser modelo. Cuando su amigo la peinaba, la maquillaba o le diseñaba nuevos looks, Tasha no despegaba la vista del espejo y cuidaba cada ínfimo detalle de su rostro. Había risas y también música, ese calor que solo se siente con los buenos amigos, pero secretamente sentía ganas de volver a Kuala Lumpur. Muy en sus adentros, y aunque lo negara, sabía que su problema con las drogas era mucho mayor de lo que se animaba a reconocer.

      Entre ruidosos secadores de pelo, Jack le recordaba que estaban en ramadán y que era un buen período para purificarse y rezar.

      —Tienes que venir conmigo a orar, Tasha.

      —Sí sé, Abang Jack, pero yo no recibí la hidayah. —Que simplificando el concepto era algo así como el equivalente de la fe.

      A pesar de ello, Tasha cumplía con el ayuno de agua y alimento. Durante el ramadán, un buen musulmán ayuna a partir del primer rezo de la mañana hasta el maghrib, que ocurre cuando se pone el sol. Por eso, apenas finalizaba el horario —a eso de las seis y media de la tarde— ponían la llave de la puerta del salón y partían a cenar.

      El ayuno, sin embargo, no era sinónimo de tristeza, la verdad es que lo pasaban bien y se reían mucho juntos.

      Jack hacía años que había externalizado que era gay, por eso nadie mejor que él para entenderla, pero también nadie mejor que él para advertirle que fuera más cuidadosa, más discreta, pero sus esfuerzos eran inútiles.

      Tasha se metía en sus ajustados jeans, su ceñida polera, se esparcía un poco de maquillaje y labial, cerraba la puerta de la casa de su hermana, donde también acostumbraba a quedarse, y caminaba por la calle mientras de fondo se oían las plegarias a Alá. Sentía que había soportado demasiado, toda su infancia el peso de vivir en las sombras, la mirada altiva de su padre, y ahora que ya estaba grande y que este ya había muerto no pretendía ocultarse más.

      —Tasha, cuando yo me jubile este salón será para ti, te lo voy a regalar —le decía Jack.

      Su amiga lo miraba fijamente a los ojos, esbozaba una sonrisa y luego continuaba con las faenas de la peluquería.

      —Por favor, busca nuevos desafíos. Mejora tu destino —insistía Jack.

      Misma idea que abrazaba Siti Juhar cuando le suplicaba que dejara definitivamente la vida en Kuala Lumpur y que volviera a vivir con ella. Pero mientras más la presionaban, Tasha más desparecía, al punto que dejaba de responder el teléfono.

      Era junio del 2017. Los días del ramadán avanzaban. Tasha subía fotos a Facebook con sus amigos comiendo pizza, selfies de su rostro tomadas en la peluquería, en la calle, una normalidad a la que le restaba un poco más de un mes. El tiempo pasa muy tontamente cuando a uno le queda poco de vida, pero no lo sabe, y después del 24 de junio llegó el Eid al-Fitr, la celebración de tres días que ponía fin al ramadán. Para un hombre tan religioso como Jack era importante compartir esa celebración con Tasha, irse de fiesta por las aceras, perderse en medio del júbilo colectivo.

      —¿Te enojarías conmigo si me voy con Lisa a celebrar? —le preguntó Tasha ese mismo día.

      —Sí, está bien —le dijo Jack, pero en el fondo le había dolido. Sin embargo, días después se reunió con su amiga y otros amigos más a comer. Esa fue la última cena de Jack con su Tasha adorada, su compañera del alma desde que ella tenía catorce años.

      Para Jack no hubo premoniciones, tampoco lloradas despedidas, nada fuera de lo normal. Por lo demás, la separación sería breve, ya que Tasha iría a Kuala Lumpur a buscar sus cosas y volvería al pueblo, pero ahora para quedarse. Eso les había jurado a todos.

      Por ello, antes de partir y cuando junto a una prima la llevó a la estación de buses, le advirtió:

      —Espero que esta vez cumplas lo que me has prometido. Llegas a Kuala Lumpur, te despides de tus amigas y regresas. Tasha ya no más —advirtió muy seriamente.

      —Sí, sí, Abang Jack. No insistas más, que ya te entendí. Pero no te preocupes. En agosto estoy de vuelta.

      —No te olvides que justamente ese mes completo lo dedicaré a estudiar el Corán. Tú te quedas a cargo de la peluquería.

      Por eso, el 3 de agosto, un día antes de su muerte y cuando no apareció en el pueblo en circunstancias en que habría tenido que asumir el mando en el salón de belleza ese mismo día, el hombre se enfureció.

      Tasha no quería tomar ese bus a su pasado, a los caminos de tierra y vacas, a su historia antes de las calles, antes de la droga.

      —Tasha, me lo prometiste. O tus amigas de Kuala Lumpur o yo. Tú eliges. Ya me cansé de tus mentiras.

      —No te preocupes, me voy mañana mismo —dijo con culpa.

      Tras esa llamada, la mujer trans les mandó un mensaje por WhatsApp a sus amigas:

      Hoy es mi último día en Kuala Lumpur. Se terminó para mí. Vuelvo a Tebal. Despidámonos.

      A esa misma hora, Felipe, Fernando y Carlos volaban hacia allá.

      —¿Volver a qué? —le preguntaron entonces sus colegas de la calle, incrédulas ante la decisión de Tasha.

      —A trabajar en la peluquería, a estar con mis amigos y mi familia —respondió.

      Las amigas no le creyeron. ¡Si siempre volvía!

      Lo que no dijo en ese último mensaje es que quería cambiar su destino, como se lo había prometido a Jack.

      En Temerloh, mientras tanto, su madre se aprestaba a recibir a su hija pródiga.

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