Agonía en Malasia. Verónica Foxley
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El negocio iba bien, pero Tasha y Loraine ambicionaban más. Por eso, y tras hacer algunas averiguaciones, partieron a Singapur, la pequeña nación fronteriza que antiguamente perteneció a la Federación de Malasia y que recién alcanzó su independencia en 1965, erigiéndose en unas décadas en uno de los países más desarrollados y sofisticados del mundo. Este tigre asiático era un terreno fértil para las “panteras” nocturnas. Pronto descubrieron que allí podían llegar a ganar hasta 4000 dólares al mes, razón más que suficiente para que durante tres años se haya convertido en un lugar del que iban y venían con regularidad, instalándose en las Orchard Towers. Este edificio blanco y rectilíneo se ubicaba en una zona muy turística, repleta de bares y discoteques, donde proliferaban prostitutas y el comercio sexual de todo tipo, un área que acogía al tráfago de extranjeros de todas las edades y proveniencias buscando placeres sexuales. El interior de las famosas torres era un mall como cualquier otro del mundo, con sus escaleras mecánicas y sus tiendas, solo que en sus primeros pisos, en vez de objetos como ropa o carteras, se vendía sexo y abundaban los cabarets y prostíbulos con las mujeres y transgénero como carnadas en la entrada de cada local. Dinero “fácil”, en apariencia, pero arriesgado de conseguir cuando se era extranjero, como era el caso de Tasha y Loraine.
Como todo en Singapur, la prostitución también estaba reglamentada. Para trabajar en la calle se debía contar con un pasaporte sanitario —que debían renovar mes a mes— y pasar antes por una entrevista con autoridades estatales, quienes entregaban una licencia amarilla que facultaba para ejercer el trabajo sexual, y luego se notificaba a la policía. Pero las compañeras tenían un impedimento importante: ese protocolo laboral no se aplicaba ni a musulmanes ni a malasios y, en consecuencia, eran ilegales, y si la policía las descubría se las llevarían presas.
Igual que en Kuala Lumpur, las amigas esperaban a los clientes en la calle, pero vestidas un poco más elegantes. El nivel era otro, había muchos clientes riquísimos pero que, al igual que en Malasia, a veces no querían meterse la mano al bolsillo y pagar. Con su carácter fuerte y a ratos fiero, Tasha los desafiaba y no los soltaba hasta que le entregaran el dinero que ella se había ganado. Eso sí, tenía que controlar su ira porque, como no tenía sus papeles en regla, si el asunto terminaba en una pelea en segundos llegaría la policía y todo terminaría mal.
Las noches finalizaban con las primeras luces del sol mientras en el horizonte se recortaba el magnífico skyline de la capital de este minúsculo Estado. Entonces Tasha y Loraine daban por finalizado el trabajo, se iban a tomar un contundente desayuno y luego a dormir. Fue precisamente en esa época, en 2015, cuando murió su padre. Su familia le avisó pero Tasha no dio señales de vida. Recién tres meses después del funeral, ya de regreso en Tebal, les explicó que estaba de viaje, “turisteando” en Singapur, y que por eso nunca recibió los mensajes.
Había días en que Loraine no quería trabajar. Por eso, a Tasha no le quedaba más remedio que partir de cacería sola.
—No pelees con los clientes y ten sexo seguro —le imploraba su amiga dos años mayor.
Las rutinas nocturnas llegaron a su fin el día en el que a Loraine la atrapó la policía y la amenazaron con que si la sorprendían otra vez se iría a la cárcel.
—Si no me dices la verdad, te vamos a dar seis años de prisión y hasta te pueden condenar a la horca —le dijo en ese momento el oficial a cargo.
Un día después, y antes de dejarla en libertad, el mismo policía le advirtió:
—Eres de Malasia, acá estás de manera ilegal, así que nos vamos a quedar con tu pasaporte.
Después de semejante peligro, al volver al hotel le advirtió a su compañera:
—Tienes que irte ya mismo.
Tasha no lo dudó, armó su valija, se fue a toda prisa al aeropuerto y antes de partir le mandó un mensaje de texto a su amiga:
Fuck off Singapur.
Ya de regreso en Kuala Lumpur, retomó su oscuro callejón y alternaba su vida entre su pueblo y la capital. Le gustaba bailar y divertirse en el club Zion en Changkat, su favorito, donde la música electrónica y las metanfetaminas transformaban la noche en una voluptuosa ensoñación caleidoscópica.
Sin embargo, con el paso del tiempo las drogas fueron separando a las amigas, ya no se divertían como antes, y a Loraine los excesos de Tasha la fueron cansando.
En esa misma época Tasha conoció a un árabe llamado Kahled quien —aparte de ser un amor tortuoso— le regalaba drogas. “Vivían peleando, él le pegaba, pero ella siempre se defendía. La droga la volvía muy agresiva porque ‘limpia’ era otra persona. Yo la retaba mucho y ella me contestaba que sin las drogas no habría tenido la energía para soportar este trabajo. Pero me daba rabia que no entendiera que además era muy peligroso que la policía agarrara a Tasha y que al revisar su cartera se la encontraran llena de pastillas”, dice Loraine.
Por lo mismo, dejaron de compartir la misma casa y Tasha se mudó a un hotel de mala vida en la zona de Bukit Bintang. Ahí los lazos entre ellas se rompieron definitivamente.
Entre drogas, noche, excesos y poco cuidado, Tasha fue a parar a la cárcel. Como no se había hecho la cirugía de cambio de sexo, y para efectos legales seguía siendo un hombre, su destino fue la misma prisión que la de los chilenos, Sungai Buloh. Allí estuvo más de un mes en una celda que compartió con otras transgénero. No le avisó a su familia, sí a sus amigas. Al salir, con varios kilos menos, les contó que la habían tratado bastante bien.
—Lo único “molesto” fueron las insinuaciones y propuestas sexuales de los gendarmes —contó sin dramatismo.
Le decían “You are so guaba”, que quiere decir “deliciosa como una fruta de Malasia”. Ella les seguía el amén a sabiendas de que el deseo que generaba le otorgaba ciertos privilegios.
—Te doy cigarrillos si me lo muestras —le pedían en ocasiones, pero ella —dice Loraine— no aceptaba. Ese era su límite.
Aquel paso por la prisión explica que en las fotos de ese tiempo su larga cabellera negra desapareciera, dando paso a un pelo excesivamente corto. “Hasta con ese mínimo cabello se veía bien, se creó un look perfecto”, agrega su amiga.
En Kuala Lumpur, y por mucho que pretendiera estar llena de amigas y ser muy popular, Tasha no era tan querida en el ambiente. “La envidiaban porque era la más linda de nosotras, parecía una mujer perfecta”, cuenta Bella, también prostituta trans que trabajaba a pocas cuadras de distancia de Tasha. Tiene unos ojos negros cubiertos con pestañas que parecen persianas y la boca de gruesos labios color rojo intenso. De sus hombros descubiertos y su blusa escotada se asoman dos enormes pechugas. Alta, cintura diminuta y con unas ancas prominentes que rebasan sus ajustados jeans, confirma que “el problema de Tasha fueron las drogas”.
Un callejón oscuro en Bukit Bintang, justo al lado del Publik Bank y a pocos metros de una casa de cambio, era el lugar en el que Tasha se instalaba cada noche a la espera de clientes, todo un simbolismo cuando lo que se busca y lo que obsesiona es la manoseada money. Money para cremas, money con la que cuidaba cada centímetro de su rostro —su fuerte—, su locura, su obsesión, la razón por la que árabes y rusos especialmente caían rendidos a sus pies. Money para su madre viuda, money para ayudar a algunos de sus veintiséis sobrinos o a uno de sus once hermanos.