Agonía en Malasia. Verónica Foxley
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Al día siguiente del entierro, una desconocida golpeó la puerta de la casa de la madre de Tasha. Al ver a esa persona, supo de inmediato que era alguna amistad de su hijo, ya que vestía de mujer y hablaba ronco pero “suavemente”, acota la madre.
—A veces se quedaba conmigo, trabajábamos juntas —le dijo la visita mientras le servían una taza de té.
—¿Y qué fue lo que le pasó? —preguntó Siti Juhar con congoja.
No obtuvo respuesta, probablemente por temor a causarle más daño. La persona guardó silencio y minutos después se despidió.
Ni aquel día ni en los siguientes apareció una sola letra en los diarios, tampoco en los noticieros de la televisión. Meses después saldría una que otra nota, que por cierto no tuvo repercusión alguna en la opinión pública. Hay muertes y casos criminales que importan más que otros, y este definitivamente no era uno de ellos. Tasha era prostituta, drogadicta, vendía lo sacro al mejor postor, no era rica, no era famosa, no tenía redes de protección, solo una familia humilde que añoraba que regresara al pueblo, por mucho que a ella no le gustara y que en su corazón sintiera que no había mundo suficientemente grande que pudiera contenerla.
Capítulo 2
ANTES DEL HORROR
Tal vez sea la propia simplicidad del asunto
lo que nos conduce al error.
Edgar Allan Poe
En el vaho húmedo y el calor de una pequeña celda, Felipe y Fernando no podían comprender del todo lo que estaba ocurriendo. Tampoco Carlos, que en realidad tenía poco y nada que ver con la tenebrosa trama. Una persona muerta. En sus mentes era como una película que ocurría en un lugar extraño, sin secuencia, en blanco y negro y con un guion y un formato equivocados.
Malasia no era Nueva Zelanda, y eso era algo que recién empezaban a entender. Hacía solo veinticuatro horas que habían llegado a Kuala Lumpur, dejando atrás ese bello país que los acogió con el programa de Working Holiday, esas dos islas enclavadas en Oceanía, con una naturaleza prodigiosa de lagos, volcanes y montañas con nieves eternas, parecido al sur de Chile, donde coexisten maoríes y descendientes de ingleses; una nación de casi cinco millones de habitantes con una sociedad pulcra, organizada y alta calidad de vida. Todo eso era ahora un recuerdo de una primavera evanescente. Estando allá es que habían afinado los detalles de la travesía por el Sudeste Asiático. Entre cerveza y cerveza, paseos y también pesados turnos de trabajo Fernando Candia, Felipe Osiadacz y otros amigos que originalmente también serían parte del viaje imaginaban el periplo que empezarían en el mes de agosto por la zona.
No tenían mucho dinero, pero el suficiente como para arreglárselas en los países que iban a visitar. El mundo parecía estar a sus pies y el exótico continente elegido los llevaría a templos y arrozales, a sumergirse en aguas turquesas, a extasiarse de comidas exuberantes por poco dinero, porque viajar por el Sudeste Asiático como mochilero era muchísimo más barato que Nueva Zelanda o Australia, donde Felipe había vivido durante casi un año.
Nueva Zelanda había sido un lugar plácido, tranquilo, sin sobresaltos ni peligros, respiraban libertad y estaban llenos de planes que se conversaban en largas caminatas por valles infinitos de una belleza sobrecogedora. Por eso cada paso, cada ruta posterior se iba definiendo sin mucho análisis ni información sobre la cultura, las tradiciones, las reglas y los riesgos que podrían afrontar. De cierta manera, Candia y Osiadacz confiaban en que en Asia andarían juntos, con amigos que se les unirían después, protegidos acaso por esa cofradía de los viajeros y las confianzas urdidas tras seis meses de convivencia en la tierra de los All Blacks.
¿Quiénes eran estos dos chilenos que terminaron acusados de homicidio ese 4 de agosto?
Fernando venía del paradero 19 de la Florida y se educó en el Instituto La Salle. Felipe, por su parte, nació en Santiago, vivió hasta los quince años en Temuco, donde estudió en el colegio Montessori, y luego se trasladó a Viña del Mar, al colegio San Pedro de Nolasco ubicado en Valparaíso. Tenía una hermana del primer matrimonio de sus padres y un hermanastro por parte de su mamá. El padre de Felipe, Fernando Osiadacz, se había separado cuando su hijo tenía cuatro años y era ingeniero en Administración de Empresas, poseía un diplomado y trabajaba como subgerente de ventas en la empresa lechera Colún. El papá de Fernando, por su parte, se había dedicado a servicios financieros —eso decía su perfil en LinkedIn— y en el último tiempo como gerente comercial de Candia Chile Spa en la Quinta Región. La madre de Candia, Maritza Olcay, se ganaba la vida como conductora de transporte escolar en el colegio La Salle. Fernando tenía un hermano y sus padres también estaban separados.
Tanto Felipe como Fernando cursaron carreras de grado; Fernando Ingeniería Química en la Universidad Tecnológica Metropolitana y Felipe Ingeniería Comercial en la Andrés Bello, tras un breve paso de un año en la Adolfo Ibáñez. En sus vacaciones, Felipe había trabajado como lavacopas, garzón y tuvo algunos breves emprendimientos comerciales. En su perfil de LinkedIn hay una referencia algo escueta sobre su desempeño laboral: “Gran experiencia en el trato simétrico y asimétrico con las personas y gran facilidad para enfrentar los problemas”.
Mientras estudiaba en la universidad, en Viña del Mar, aprovechaba para hacer unos “pololos” y así juntar dinero. En esos años se desempeñó como encargado de las mesas del primer piso del restaurante El Muelle en Algarrobo y luego, en el verano del 2012, como administrador en las cabañas Aroma de Mar en el Quisco.
Fernando, en tanto, abandonó ingeniería cuando ya llevaba cuatro años. Estaba harto de los paros estudiantiles, pero sobre todo se había dado cuenta que quería dedicarse a la cocina, su verdadera vocación. Fue difícil contárselo a sus padres, quienes con tanto esfuerzo habían costeado su carrera, pero no les quedó más remedio que aceptar y poco después Candia entró al Inacap. Ya en los primeros meses de formación tuvo claro que su decisión había sido correcta. Se sentía feliz, amaba lo que hacía y sobre todo le encantaba trabajar bajo presión. Hincha de Colo Colo, sociable, con un círculo de amigos muy unido, compatibilizaba los estudios y el trabajo en la empresa de banquetería del chef Eugenio Melo. Luego permaneció dos años en un restaurante italiano en Los Trapenses, donde una tarde, en medio de ollas y vapores, decidió que necesitaba ampliar su mundo. Quería aprender inglés y viajar, probar otros sabores y texturas de la vida. Por ello, en octubre del 2015, con la ayuda de su hermano Francisco, que en ese momento vivía en Europa, postuló a la visa Working Holiday. Básicamente, este es un convenio que integra vacaciones con trabajo en diferentes países, lo que permite a sus beneficiarios recibir un salario y a la vez aprender idiomas. Fernando eligió Nueva Zelanda y fue uno de los 940 seleccionados ese año entre miles de postulantes.
En octubre del 2015 Felipe Osiadacz —también con la visa Working Holiday— empezaba sus aventuras y trabajos, pero en Australia. Su madre, Jacqueline Rosemarie Sanhueza, había muerto en junio del 2013 y ahí estaba él, dos años después, buscando qué quería hacer realmente con su vida. De modo que antes de tomar ninguna decisión laboral definitiva se había autoimpuesto recorrer Oceanía y el Sudeste Asiático. Para eso había juntado peso a peso el año anterior.
Felipe era un tipo alegre y amiguero, el alma de la fiesta. Amante del fútbol —fanático más bien— lo practicó hasta que se cortó los ligamentos cruzados de la rodilla. Pero en Australia, donde trabajaba lavando