Agonía en Malasia. Verónica Foxley
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Además de sus hogares, algunos comerciantes vieron destruirse sus pequeños negocios. Tal fue el caso de Ishak Mohd Jaafar, quien hacía cuarenta y cuatro años vendía comestibles y café en un pequeño quiosco instalado a doscientos metros de su casa y al borde del camino de ripio. Tras la inundación, y ante la congoja del anciano, su hijo Khairyddin golpeó puertas pidiendo ayuda para reparar el local y comprar nuevos equipos; llegó incluso a salir en un portal de noticias local, pero nada resultó, las promesas que le hicieron en su momento quedaron en palabras huecas. Un año después, entre la enfermedad, la demencia y la pena, el patriarca de la familia Ishak dejó de existir.
En ese pueblo de pescadores —al noreste de Kuala Lumpur y en una casa de fachada de madera color café, paredes interiores turquesas, piso de baldosas— vive su viuda Siti Juhar Binti Omar, madre de doce hijos, y a quien ahora le falta el menor de ellos, Yusaini Bin Ishak, cuya muerte ocurrió en agosto del 2017 en un hotel en Kuala Lumpur y en medio de una violenta riña con los chilenos Fernando Candia y Felipe Osiadacz. Eso partió su vida en dos. También la de los chilenos, porque ese homicidio los llevó a la cárcel y a vivir durante dieciséis meses en prisión con la pena de muerte sobrevolando sus cabezas.
No hay nombre para referirse a los padres a los que se les muere un hijo. No se ha creado aún en el vocabulario. Sus huellas en el alma se muestran como ventanas al mar a través de rostros adustos donde los ojos sin luz se juntan con los surcos que recorren las mejillas en una comunión insondable de tristeza, grietas como aludes en la memoria.
Han pasado dieciséis meses de ese aciago día y allí está ahora Siti Juhar, sentada en el pórtico de su casa con su cabeza cubierta y una larga pollera sobre un destartalado y agujereado sillón mirando el vacío, imaginando a su hijo, quizás recorriendo en su mente los miles de momentos, viéndolo jugar en el descampado aledaño o regresando de la escuela. Una actitud en la que el estoicismo y la resignación se interpelan mutuamente y en que la mujer ya no espera nada, pero lo recuerda todo.
El teléfono sonó varias veces ese mediodía del 4 de agosto. Su sonido repicó por las cuatro habitaciones de la sencilla pero espaciosa casa. Nadie atendió.
Siti Juhar había salido a encontrarse con unos parientes que vivían cerca. Era viernes, ya había hecho sus oraciones, y ahora disfrutaba de lo que parecía ser una animada reunión. La maciza mujer de grandes ojos grises con protuberantes bolsas, nariz aplastada y piel aceitunada miraba la hora. Su hijo Yusaini no llegaba y eso que Jack —el mejor amigo de él, quien era casi como un hermano— le había asegurado que aparecería pronto. Se lo había prometido. Yusaini vendría ese día para empezar una nueva vida desde cero, a forjar otro destino en el que trabajaría con Jack en Hair Bless Studio, su peluquería en Temerloh. Con cuarenta y dos años, Jack ya se había ganado un nombre en el pueblo y su pequeño salón de belleza poseía una constante y creciente cartera de clientes que él mantenía fiel a través de promociones y videos que colgaba a diario en Facebook. Ahí, en ese pequeño local, Yusaini echaría nuevas raíces.
La madre estaba ansiosa, sentía que se iba a enfermar ante la ausencia de ese hijo de veinticinco años, el menor, el más rebelde, al que nunca pudo entender ni menos controlar, pero al que años atrás y, a diferencia de su marido, había decidido querer así nomás, como Dios se lo había traído: transgénero. La verdad es que a su hijo Yusaini ese cuerpo masculino desde siempre le había sido ajeno.
La mujer no sabía si la angustia que le entrecortaba la respiración era porque la última vez que lo vio —cuatro semanas antes— se habían peleado y Yusaini se había ido de la casa furioso y sin despedirse, o si se debía a algo más. Además, y a pesar de que en público decía que en Kuala Lumpur su hijo trabajaba en un spa, muy en el fondo de su corazón intuía pesados secretos que lo tenían demasiado flaco, débil y esquivo. Era en definitiva demasiado suave para ser hombre, pero eso la madre de un musulmán jamás podría reconocerlo en voz alta. En un país conservador como Malasia y en un pueblo tan pequeño la homosexualidad está vetada, ser transgénero es un boleto al infierno, y si a eso se añade la prostitución la mezcla es la máxima deshonra. Yusaini no solo nació con el sexo equivocado, sino que en un país y una cultura poco tolerantes con la diversidad.
La relación con él nunca fue del todo fácil y a menudo, cuando lo llamaba, no le atendía el teléfono. De hecho, y ahora que lo pensaba bien, no tenía noticias suyas desde que se había marchado otra vez a Kuala Lumpur. Ese mismo lugar del que ella infructuosamente había intentado sacarlo tantas veces. Yusaini no había hablado ni con ella ni con su otra hija Arfah, la hermana más próxima. Intuición de madre o lo que fuere, Siti Juhar tenía una puntada más intensa en el pecho. Días atrás había despertado en la mitad de la noche a los gritos de terror, con el corazón que se le salía de la boca. En el sueño, la cama de su hijo empezaba a quemarse, ella intentaba caminar pero no lograba moverse para socorrerlo y se moría, así, en medio de las llamas, sin ayuda, asfixiado y carbonizado por el fuego. Completamente solo. Era la peor de las pesadillas, aquella donde ese hijo fallecía simbólicamente en el lugar del pecado, en esos incontables catres y colchones sobre los cuales hacía años había decidido retorcer las páginas del Corán.
Había pasado una hora de la reunión cuando el grupo fue silenciado por un gutural grito.
—Siti, Yusaini ha muerto —le dijo uno de los que allí estaban—. Dicen que falleció… que lo mataron en una pelea.
El silencio petrificó la sala.
—¡No! ¡No!... ¡Si Yusaini viene en camino! Está en el bus. Llega en un rato. Se viene a quedar. Me lo dijo Jack. ¡Si Yusaini se viene a trabajar con él!
Esas fueron las palabras. Las únicas que esta madre de sesenta y ocho años recuerda. Aún no logra identificar quién fue exactamente el que las dijo, de qué tenebrosa boca salieron. La corpulenta mujer sintió que el suelo se hundía bajo sus pies y que su vida se desvanecía arrastrada por las aguas del mismo río que años antes se había devorado los sueños de su marido. Entonces una ráfaga de incredulidad se apoderó de todo. Y también de confusión, porque aquí es donde las versiones sobre qué pasó ese día se confunden. Cada uno revive ese momento a retazos, una especie de laberinto para desentrañar la muerte.
Tras intentar calmarla un poco, las amigas y parientes llevaron a Siti Juhar a su casa, el hogar de los Ishak desde 1968. Al rato, los parientes empezaron a llegar.
En su mente daban vueltas los recuerdos: Yusaini de niño jugando con muñecas, en ese cuerpo tan pequeño y tan inquieto; Yusaini acariciando a su gato negro y trepado a los árboles; Yusaini en la selección de atletismo del pueblo, en el club de bomberos; Yusaini, su hijo fuerte pero “delicado” —como le decía—, su hijo soft que amaba mirarse al espejo y pintarse los labios, su hijo que le ayudaba a limpiar la casa y lavar la ropa. El que no llegó al entierro de su padre porque no fue posible ubicarlo y que apareció tres meses más tarde diciendo que estaba de viaje; la mujer suponía muy adentro que tal vez faltó adrede, por resentimiento, porque el jefe de la familia nunca lo aceptó.
Su hijo, el más lindo de sus hijos, que era “maravilloso como hombre” pero también “bellísimo como mujer”, como decía. Tantas veces que le había pedido a Dios que se apiadara de él, que le devolviera las hormonas masculinas, esas mismas que Yusaini intentaba eliminar tomando hormonas que le vendían sus amigas trans por Facebook