Agonía en Malasia. Verónica Foxley

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Agonía en Malasia - Verónica Foxley

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Mientras no lo comprobaran, para la ley de Malasia era considerado un eventual sujeto de flight risk, vale decir, de riesgo de fuga. Durante esas dos semanas la policía tendría la facultad de recoger evidencias, llamar a declarar a los testigos y las personas que estimara conveniente, a todos quienes, bajo su lupa, pudieran aportar pistas a la investigación. Esa tarea quedó a cargo del hermético inspector Faizal Bin Abdullah, un hombre de estatura mediana, delgado y con un fino bigote negro que le daba una apariencia de detective de los años setenta. Tenía la piel morena, ojos negros y penetrantes que agrandaba cuando algo no le hacía sentido. Con más de dos décadas en el servicio sería él quien determinaría cuál sería el cargo que le propondría a la fiscalía.

      Para esta hora ya les habían hecho sacarse la ropa y ponerse un pantalón y una camisola naranja salpicada de restos de vómitos. Las primeras horas las pasaron en el mismo calabozo, pero unas horas después los separaron. Recién encarcelados, sentados en el suelo y sin comer, los chilenos intentaron calmarse, pero eso era un imposible.

      Eran alrededor de las once de la mañana de ese 4 de agosto cuando los llevaron a una sala de visitas donde los esperaba el cónsul. Alegaban porque los habían encerrado, estaban molestos, asfixiados de calor. Lloraban.

      Felipe se levantaba la polera y mostraba al cónsul los rasguños, arañazos y picaduras de mosquitos, o tal vez de pulgas.

      —El tipo nos atacó y nos defendimos inmovilizándolo en el piso —insistía.

      Nunca habían pisado una comisaría y la absurda ilusión de que saldrían pronto se entremezclaba con el terror que sentían.

      Terminada la reunión y de regreso en sus calabozos, uno de los guardias les habló con ironía:

      —Ahhh… ¿así es que ustedes vienen a mi país a matar gente? Bueno… sepan que acá los van a colgar, se van a ir a la horca. —Remató la amenaza haciendo el gesto con la mano de que les cortarían el cuello.

      Estaban en Malasia, un país de más de treinta millones de habitantes, una nación de sultanes, con un rey, cuyas costumbres y leyes desconocían. Una nación multicultural, con tres razas que poblaban un mismo territorio. Los malasios eran la mayoría, más de la mitad del país, seguidos por los chinos, luego los indios y algunas otras etnias. Si bien la religión oficial era la musulmana, había varias más que debían convivir y respetarse en sus diferencias, aunque la verdad es que en general el sistema daba más privilegios a los seguidores de Alá. Era un mundo nuevo donde las leyes, los códigos de conducta y las creencias se entremezclaban de una manera que hasta entonces no entendían. Menos podían saber que en aquella nación asiática existía la pena de muerte y que la corrupción —como en tantos lugares del mundo— era una moneda habitual.

      Pasadas las once de la mañana de ese 4 de agosto los restos de Tasha ingresaron al Institut Perubatan Forensik Negara, una construcción anexa al enorme hospital del Kuala Lumpur donde el doctor y especialista en autopsias, Siew Sheu Feng, empezó el análisis forense del cuerpo, algo que en el caso de los musulmanes solo se autoriza en circunstancias legales, cuando ha habido dudas sobre la causa del deceso. Para el islam el cuerpo es un regalo de Alá, por lo mismo debe ser devuelto a él en las mejores condiciones y sin afectar la dignidad del fallecido. Pero este no era el caso. Habría que diseccionarlo minuciosamente para encontrar pistas.

      Tres horas más tarde le extrajeron sangre y orina para hacer las pericias químicas. Afuera del establecimiento, dos amigas transgénero, Nabila y Maya, sus compañeras de noche y también prostitutas fumaban un cigarrillo tras otro sin poder creer lo que había pasado. Maya —de nacionalidad indonesia— había sido la última en verla con vida, ella era su protectora en las calles y a quien los clientes pagaban antes de partir con Tasha, la que la cuidaba del peligro, a su manera, a la medida de su precario radar. Pero además Maya era su mejor amiga y esteticista. Si solo ayer —recordaba— ella misma le había inyectado relleno en los muslos, por los que le había cobrado 300 ringgits, unos 75 dólares. Por eso Tasha tenía ese cuerpo escultural.

      Maya también se hacía cargo de mantenerla joven y con la piel lisa y blanca, un color que en Asia se valora como el oro más preciado. Infinitas veces le había puesto bótox en la cara, porque Tasha vivía para ser bella.

      Allí, afuera del edificio forense, las amigas esperaban para participar del lavado del cadáver, para ayudar a Tasha a partir al cielo. Tras unas horas lograron entrar a verla. Observarla ahora, ahí, desnuda con algunas marcas violáceas en el rostro, “trazas de congestión alrededor de la cara, el cuello y la parte superior del tórax, compatibles con equimosis” —diría la autopsia— producto de la compresión y posición en la que murió, parecía una idea loca, una escena macabra que nunca podrían olvidar. No pudieron mirar más. Entonces Maya cerró los ojos, recordó ese rostro bello que tanto había cuidado y le dijo adiós.

      “Todos somos de Dios y a Él hemos de volver”, repitieron los ahí presentes al empezar la ceremonia. De acuerdo a la ley islámica, en este rito participan las personas del mismo sexo, salvo excepciones que contempla en algunas circunstancias a la viuda. En el caso de que no hubiera ningún hombre disponible para hacerlo, el hospital llamaría a un imán a la mezquita más cercana para que dirigiera el rito3 . Pero en el caso de Tasha no hubo necesidad de hacerlo; había parientes y amigos. En la camilla de esa morgue lavaron su cuerpo tres veces con agua fresca, alcanfor y esencias aromáticas —como mandan las escrituras— mientras los ahí presentes rezaban invocando el perdón de los pecados. Luego amortajaron el cuerpo con una sábana de color blanco y lo pusieron en el ataúd que la llevaría de vuelta al pueblo, al mismo terruño del que Tasha siempre quiso escapar.

      El cadáver salió de la morgue a las ocho de la tarde del día 4 de agosto, aproximadamente catorce horas después de su muerte. Su hermana Arfah firmó el documento de reconocimiento del cadáver y la recepción del certificado de defunción. A pesar de que era viernes, cuando el tráfico satura las avenidas, la ambulancia que la llevó hasta el hogar de los Ishak demoró solo tres horas en llegar a Tebal. El ataúd fue rodeado por los familiares y amigos. Solo faltó uno de sus hermanos, Halimi, el que nunca lo aceptó como mujer y que por eso se rehusó a estar con Tasha bajo el mismo techo, por muy muerta que estuviera.

      Jack, el amigo peluquero, ya estaba allí. De alguna manera, él había suplido la ausencia de amor masculino y paterno de Tasha. Por eso su lugar en la triste escena era central. Fue la noche más dolorosa de su vida. A la mañana siguiente, el cadáver atravesó los arcos de la pequeña mezquita del pueblo, ubicada a solo cuatrocientos metros de la casa. A esa construcción de paredes de color azul, amarillo y rosa, espacios interiores simétricos, con ventanas enrejadas pero sin vidrios fue adonde la mayoría de los vecinos sí se atrevieron a llegar, porque no todos habían querido ir a darle el pésame a la madre a su hogar. Solo los más íntimos lo habían hecho, ya que la de Tasha había sido una muerte violenta, una muerte rara, pero sobre todo la difunta era trans, lo que suponían algo tan humillante para su familia que por eso era mejor no aparecerse. “No decir nada, no comentar el hecho con nadie y rezar”, se decían sin decírselo siquiera entre ellos, como un código de buena vecindad y de hijos de Alá.

      Luego el imán los acompañó hasta el cementerio y en el lugar invocó una cita fúnebre del Corán:

      “¡Oh, Al-lah! Perdona a nuestros seres vivos y a nuestros fallecidos; a quienes están presentes y a los ausentes; a nuestros jóvenes y ancianos, y a nuestros hombres y mujeres. ¡Oh, Al-lah! Otorga firmeza en el islam a quienes has otorgado la vida, y haz morir en la fe a quienes has causado la muerte. ¡Oh, Al-lah! No nos prives de la recompensa relacionada con el difunto y no nos sometas a pruebas después de él”.

      Allí sacaron el cuerpo del ataúd, de acuerdo a las enseñanzas del profeta

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