Agonía en Malasia. Verónica Foxley

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Agonía en Malasia - Verónica Foxley

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de Kuala Lumpur, cuando se produjo el “golpe de suerte”, ese momento mágico y adrenalínico para cualquier periodista: había logrado conseguir el primer testimonio de una persona que se atrevió a compartir lo que sabía. A partir de ahí, de los entresijos de aquel relato, las piezas de la historia que quería escribir empezaron a unirse, a tomar forma, como si un destello lúcido iluminase espacios hasta ese momento oscuros, inasibles. Luego vino todo lo demás.

      Pero esta era, además, una historia no exenta de dificultades adicionales, como el factor idiomático. Malasia es un país donde fluye un mosaico lingüístico que incluye la lengua oficial, el bahasa Melayu, pero además el inglés y también el chino y el hindi. Por tanto, se necesitaba echar mano a todos los recursos emocionales y cognitivos para que eso que se decía en otro idioma pudiese ser traducido y explicado con precisión y así evitar errores. Hubo traductores profesionales y también personas comprometidas que regalaron su tiempo con el único propósito de que a través de este libro se conociera el lado más oscuro de las cárceles de Malasia y de la persecución que vive la comunidad LGTB en ese país.

      En una obsesiva búsqueda —que no estuvo exenta de miedos y peligros— viajé innumerables veces a esa nación. En los primeros meses había momentos en los que el sentimiento era el de estar dando vueltas en redondo, sin rumbo, con la sensación de estar hurgando en las entrañas de un relato por momentos inescrutable. Las audiencias del juicio contra Fernando Candia y Felipe Osiadacz se postergaban y el nombre de la persona muerta en el lobby de un hotel de Kuala Lumpur era hasta ese momento solo eso, un conjunto de letras que no decían nada acerca de su vida, de su historia. Eso terminó el día que obtuve la dirección de su familia, el nombre de los parientes y por primera vez la imagen de su rostro. Con esa fotografía impresa inicié la búsqueda de sus amigos, de las personas que lo habían conocido, y también de sus compañeras de la noche, en su mayoría trans que ejercían la prostitución. Yusaini Bin Ishak era su nombre legal, pero en este texto será Tasha, apodo que eligió años antes de morir, cuando asumió su identidad de género.

      Recorrí decenas de veces la misma ruta que Fernando y Felipe dicen haber tomado de regreso al hotel donde se alojaban la madrugada de ese fatal 4 de agosto, pero que hicieron por separado. Realicé también tres viajes al pueblo de la víctima. En esa pequeña localidad rural, a ciento treinta kilómetros de Kuala Lumpur, encontré a sus amigos de infancia, me conecté con sus rutinas diarias y también logré interiorizarme, a través de los testimonios de quienes la conocieron, con sus heridas internas debido a la discriminación sufrida por el solo hecho de ser transgénero en un lugar con profundas raíces religiosas.

      En la construcción de esta historia entrevisté a policías corruptos, pero también a gendarmes amables que accedieron a contar su propia experiencia como custodios de una cárcel inhumana, la de Sungai Buloh, donde estuvieron recluidos los chilenos durante dieciséis meses. También me encontré con antiguos presos, cuyo paso por ese infernal agujero los dejó con marcas indelebles en su cuerpo y en su espíritu pero que, a pesar de ello o quizás por eso mismo, continuaron con su vida delictual luego de recobrar la libertad.

      Asimismo, hablé con otros presos en los días de visita de la prisión, rostros macilentos y curtidos por la experiencia carcelaria, cuyo dolor, sin embargo, podía palpar a pesar del grueso vidrio que nos separaba. Esas imágenes no las olvidaré jamás.

      Aparecieron en el camino activistas de ONG y abogados de derechos humanos que luchaban por los presos y sus aberrantes condiciones carcelarias, labor que hacían con miedo pero con enorme convicción, y que aplacaban rezando y actuando siempre con sigilo. Y pude también entrar en contacto con parte de la mafia local que trafica personas y que además facilita la logística para la fuga de quienes quieren cruzar las fronteras con papeles o sellos migratorios adulterados.

      Por último, decir que esta historia tuvo para mí dos epílogos: el primero, cuando Candia y Osiadacz salieron en libertad, y el segundo cuando —con meses de diferencia— se fugaron de Malasia y, tras algunas apariciones en la prensa, desaparecieron del radar público. Eso hasta hoy, hasta estas páginas que contienen y relatan la historia de un caso que impactó a la opinión pública de nuestro país y que movilizó a ministros, parlamentarios y alcaldes para traerlos de regreso a Chile.

      Este libro cuenta, en síntesis, el caso de dos compatriotas y de una ciudadana malasia unidos en una tragedia que terminó con una vida y afectó para siempre la de otros. Como tantas veces ocurre en la vida de los seres humanos, el destino y sus azarosos designios terminó por imponer su ley.

      Capítulo 1

      LA LLAMADA DE LA MUERTE

      Pero aquellos que se arrepientan

      y se enmienden y aclaren,

      A esos me volveré.

      Yo soy el indulgente, el misericordioso.

      

      

      El Corán, 2:160

      Tebal es un pequeño pueblo malasio que tiene un cementerio, una mezquita, una escuela, uno que otro pequeño almacén, un par de comercios y comida al paso. Sus habitantes están unidos por lazos de sangre y por un angosto camino de asfalto rodeado de palmas y frondosos árboles a cuyo costado se asientan un cordón de coloridas casas que atraviesan la localidad casi de punta a punta.

      El ritmo de su gente es pausado, silencioso. La aldea solo sale de su modorra cuando el paso de una moto rompe el silencio.

      Las mujeres cubren su cabeza con el hiyab, pañuelo con el que las musulmanas tapan su pelo, y sus maridos se pasean por el antejardín vistiendo un sarong, una especie de faldón largo propio de su cultura que se suele usar al momento de rezar.

      El sol brillante y la nitidez de la luz hacen que el verde sea más intenso. Las aguas del río situado en los márgenes del camino van cambiando de color a medida que avanzan los rayos solares. Pero también depende del tiempo, las lluvias y los presagios, según dicen los viejos de la localidad.

      Muchos de sus habitantes trabajan en el vecino pueblo de Temerloh, al que llegan en no más de diez minutos caminando y que está al otro lado del río.

      Comparado con Tebal, Termerloh tiene un aspecto más citadino, es algo así como la gran metrópoli. Con los años se ha ido convirtiendo en un centro industrial y también en proveedor de la mejor tilapia y pez cirujano real de Malasia. El pueblo tiene buenos hospitales, calles amplias, bien señalizadas y edificios de varios pisos. En su parte antigua, que los lugareños con cierto orgullo llaman old town, algunas de sus casas aún conservan el estilo colonial, con ventanas y balcones de madera, veredas de azulejos y descascaradas paredes.

      A la gente mayor, acostumbrada a la cadenciosa forma del tiempo pasado, no le ha quedado más remedio que aprender a convivir con la llegada del progreso. Enormes carteles publicitarios copan las esquinas de la ciudad, decenas de vulcanizaciones y cableados que cuelgan de los techos. El ruido, el tráfico, los restaurantes, los supermercados, las peluquerías, los bancos, las fiestas religiosas, los días libres y los grandes eventos. Todo está allí.

      En cambio, en Tebal nunca pasa nada. La vida discurre en sordina, en voz baja. Se reza cinco veces al día, se sale a pescar, se trabaja la tierra de sol a sol, se toma té y se duerme la siesta. El viento sopla caliente como un vaho húmedo que atraviesa la ropa, que recorre cada espacio, cada centímetro, sin dar tregua a sus escasos habitantes que luchan contra los mosquitos que vagan buscando sangre.

      La mayoría de las casas mira al ancho

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