Agonía en Malasia. Verónica Foxley
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Las malas noticias siempre llegan rápido. Y esta noticia demoró un par de horas en sacudir al núcleo familiar íntimo. Era mediodía cuando, aparte de su madre, las dos personas más importantes en la vida de Yusaini, Arfah, su hermana mayor, y Jack, recibieron también la estocada. Arfah era su confidente, su otra mitad, la que nunca lo había enjuiciado, y Jack, aquel mejor amigo, un tío “adoptivo”, que hacía las veces de consejero, de muro de los lamentos y también de padre.
—¿Siti Arfah Binti Ishak?
—Sí, soy yo, ¿quién habla? —respondió la mujer de estatura mediana, cara ovalada, cabello negro cubierto con el hiyab y algunos kilos de más desde el hotel donde estaba trabajando.
—La llamamos del hospital de Kuala Lumpur. Yusaini Bin Ishak ha fallecido. ¿Es usted pariente de él?
—Es mi hermano —respondió incrédula.
—Alguien de su familia tiene que venir a lavar y retirar su cuerpo de la morgue —se oyó al otro lado de la línea.
La mujer quedó petrificada y del fondo de sus rasgados y oscuros ojos empezó a brotar un aguacero de pena. Tras cortar la llamada, marcó el número de Jack, que en esos momentos participaba de un retiro espiritual en un centro de estudios del Corán en una localidad cercana. Sentado en el piso sobre un camino de alfombras, junto a otros alumnos, el hombre repasaba algunos versos del libro sagrado cuando sonó su teléfono.
—Abang Jack, alguien me llamó desde Kuala Lumpur para decirme que tengo que ir a lavar y recoger el cuerpo de Tasha al hospital —dijo Arfah nerviosa.
Jack y todos los amigos de Yusaini lo llamaban “Tasha”, apodo de Natasha, el nombre que Bin Ishak había elegido cuando decidió visibilizar su verdadera identidad de género, desde el momento en que se atrevió a cambiar de piel. Para ellos, hace demasiado tiempo que Tasha se había convertido en mujer, tanto que ya ni la recordaban como hombre y, por eso, frente a estas situaciones de muerte, de cadáveres, de llamados desde la morgue, que les preguntaran por Yusaini y no por Natasha contribuía a crear mayores cuotas de incredulidad1 .
—¡¿Qué?!
—Eso, Abang Jack. Que hay que ir a lavar su cuerpo2 .
Jack sintió que se moría. Tantas veces que se lo había advertido, que tuviera cuidado, “que terminara con esa vida de problemas y apartada de Dios en Kuala Lumpur”.
Jack confidente. Jack gay. Jack sin máscaras impuestas por la religión.
—Arfah, por favor no me hagas este tipo de bromas —soltó el hombre.
—No, Jack, es en serio, ayúdame. Hay que confirmarlo.
Nadie mejor que él podía averiguar si era un error, una confusión de nombres, Jack, solo Jack, porque era el único que nunca perdía contacto —por breve que fuera— con Tasha, a pesar de sus enojos, de sus repentinas desapariciones, a él, solo a él nunca dejaba de responderle los mensajes. En estado de shock y con las manos que le temblaban marcó algunos números, habló con dos personas y empezó a desvanecerse en el piso. No podía ser. Tras unos minutos, y cuando ya había recuperado el pulso, llamó de vuelta a Arfah y confirmó lo que esta no quería oír. Era verdad. Tasha había muerto.
Jack se arrancó la túnica que se había puesto para orar, se subió a su auto y manejó como pudo por la frondosa ruta al hogar de los Ishak.
“Que no sea ella, que no sea ella”, repetía el hombre mientras iba al volante. Las fotografías mentales de Tasha, sus gestos alegres, su andar rápido, su cara seria y exigente cuando se miraba al espejo, ese afán de conseguir la perfección estética. Entonces se le vinieron a la mente las palabras que Tasha más de una vez le había repetido: “Kuala Lumpur es un lugar muy complicado. Frente a ti, los amigos hacen como que te quieren, pero ni bien te das vuelta, te traicionan. A veces me siento tan sola. Pero sobre todo hay noches en que se hace muy peligroso. Si supieras, Jack”.
Ya no sacaba nada con implorarle que regresara, no tenía sentido torturarse pensando en lo que habría sucedido si la hubiera ido a buscar el día anterior. La muerte se le había adelantado y ahora no tenía en quién refugiarse. Solo en Alá.
Mientras Jack manejaba a toda velocidad hacia Temerloh, Arfah llamó a su otro hermano, Khairyddin, el mismo que había intentado ayudar a su papá cuando este perdió su puesto de café. El hombre estaba trabajando. Lo hacía como chofer en una oficina del Estado en la ciudad de Kuantan, capital de Pahang, adonde se había trasladado a vivir hacía unos años.
—Tasha murió —le dijo secamente al teléfono mientras él conducía.
—¡¿Cómo?!
—No lo sabemos todavía, al parecer fue un asesinato.
—¡¿Asesinado?!
El hombre detuvo el auto. “No puede ser”, negaba moviendo la cabeza. Había visto a su hermano —porque para él siempre seguiría siendo hombre— hace menos de un mes y estaba bien. Su primer impulso fue la rabia. Ira. Yusaini podía tener miles de defectos, el primero y más importante ante sus ojos era ser transgénero, algo inaceptable para sus otros cuatro hermanos hombres, pero no era un rufián, tampoco un ladrón que mereciera morir. Horas más tarde llegó hasta la casa de su mamá. En la reja había un coche policial y algunos lugareños que no se atrevían todavía a entrar a la casa. Un puñado de niños correteaba por la calle ajeno a la tragedia y al llanto que adentro de la casa empezaban a tomar cada vez más fuerza.
Al igual que en Tebal, pero a ciento treinta kilómetros de allí, en la comisaría de Dang Wangi de la Real Policía de Malasia, también había lágrimas. Lágrimas e incredulidad.
—¿Qué es esto? ¿Dónde estamos, huevón? —le preguntaba entre sollozos el joven Fernando Candia de treinta y un años a su amigo Felipe Osiadacz de veintiséis.
Ubicados cada uno en un calabozo distinto pero frente a frente, los chilenos pasaban las primeras horas de su vida en una celda. El encendido color azul de la pintura de las puertas contrastaba con la oscuridad que sentían. Rejas custodiadas por policías malasios, rejas sin luz, rejas en otro idioma, mínimos metros para moverse, un hoyo sucio en el suelo como letrina, una llave de agua y un jarro para echarse agua a modo de ducha.
Seguía siendo viernes. La fiesta en Changkat —una congestionada calle de Kuala Lumpur, epicentro de los turistas y de la vida nocturna— había sido larga. No habían dormido en toda la noche, esa malhadada noche en que acababan de matar a una persona en el lobby de un hotel —a pocas cuadras de allí—, cuando recién empezaban sus vacaciones. Una muerte en un país lejano, culturalmente tan diferente, sin parientes ni contactos a quienes acudir, ninguna autoridad a la que pudieran explicarle lo que había pasado. Un cadáver sobre el piso de mármol de la recepción de ese maldito hotel en el que habían ido a parar.
Al principio, y en medio de la confusión, pensaban que en un par de horas o en el peor de los casos en algunos días lo ocurrido esa noche quedaría claro: que ellos “solo se habían